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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

Mi familia al derecho y al revés (22 page)

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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—¡Pst! ¡Chupete! ¡Pst! ¡Chupete!

Sabíamos a qué se refería, sabíamos que la abuelita había llamado por teléfono y sin preocuparnos de la indignación que provocábamos y de las ligeras exclamaciones de dolor de nuestros vecinos de asiento a los que íbamos pisando, corrimos a casa y encontramos a la anciana señora respirando dificultosamente en una butaca. Zezi había desaparecido sin dejar rastro. El estuche en que lo guardábamos estaba vacío.

La abuelita ya había mirado por todas partes. Inútilmente. También nosotros miramos por todas partes. También inútilmente. Alguien tenía que haber robado a Zezi.

Nuestras primeras sospechas recayeron en el lechero, que poco antes de que la abuelita hubiese llegado a casa, se había presentado para preguntar cuántas botellas necesitaríamos para las próximas fiestas.

La mejor de todas las esposas no vaciló en telefonearle, a pesar de lo intempestivo de la hora:

—Eliezer, ¿no se habrá llevado usted un chupete?

—No —respondió Eliezer— yo no me llevo chupetes.

—Se encontraba en un estuche a la izquierda, junto a los andadores, y ahora no está allí.

—Lo siento mucho. Y por lo que respecta a la leche, quedamos en 23 botellas el miércoles, ¿verdad?

Verdad, pero no convincente. Nuestras sospechas fueron en aumento. Pensamos si sería conveniente encargar a un detective ulteriores pesquisas o quizá mejor buscar los servicios de un vidente, cuando de pronto uno de los nerviosos gestos de la mano de mi mujer chocó en la rendija de su butaca con el desaparecido y precioso chupete. Cómo había ido a parar allí, continuaba siendo un misterio.

Preguntamos a nuestro electricista si por ventura había una especie de contador Geiger o varita de zahorí o cualquier otro instrumento que permitiese detectar la presencia de chupetes escondidos, pero dijo que tal cosa no existía.

Un profesor universitario, vecino nuestro, que padecía insomnio crónico, nos recomendó que comprásemos un perro braco como los que la Policía ha comenzado recientemente a utilizar para rastrear estupefacientes pasados de contrabando.

Un piloto que estaba de vacaciones nos contó que los paracaídas de los aviadores de caza israelíes estaban equipados con pequeños aparatos de radio que a determinados intervalos hacían «blip, blip». Pero, ¿cómo sujetar un aparato de radio a Zezi?

Consideramos la posibilidad de sujetar a Zezi a la cuna de Renana mediante una cadena metálica. El doctor desaprobó nuestro plan:

—La niña podría quedar estrangulada. La niña no necesita ninguna cadena. La niña necesita amor.

—Ephraím —me informó la mejor de todas las esposas—, me estoy volviendo loca.

En las noches siguientes se despertaba continuamente dando gritos. Unas veces soñaba que un buitre huía volando llevándose en el pico a Zezi, otras veces era el propio Zezi, como en una película de dibujos animados, el que huía dando saltitos…

Finalmente, en una noche de luna nueva, oscura y tempetuosa, descubrimos el misterio de Zezi.

Al principio, todo se desarrollaba normalmente. Con la séptima campanada, se acercaron mi mujer y mi suegra a la caja de caudales en la que guardábamos ahora el chupete, asegurado en 10.000 libras, manipulamos las combinaciones, abrimos la pesada caja con llave y contrallave y sacamos el chupete. Renana, acostada en su cuna, tomó a Zezi entre los labios, sonrió satisfecha y cerró los ojos. Nosotros nos alejamos de puntillas.

Un impulso inexplicable me hizo retroceder hacia la puerta y mirar por el ojo de la cerradura.

—¡Mujer! —susurré—. ¡Ven! ¡Ven enseguida!

Conteniendo la respiración, vimos cómo Renana bajaba con cuidado de su cuna, subía a una butaca y en la rendija entre el cojín y el respaldo escondía el Zezi. Luego volvió a la cuna y se puso a berrear de una manera espantosa.

No es para describir la sensación de liberación que experimentamos. De modo que teníamos una hija completamente normal. Nada de complejos, nada de necesidad insatisfecha de cariño, nada de falta de sensibilidad. No estaba lo más mínimo fijada a su chupete. Simplemente pretendía atormentarnos.

Dice el doctor que este fenómeno puede observarse con frecuencia entre los pertenecientes al género de los mamíferos, casi siempre como consecuencia de una falta de amor por parte de los padres.

PELIGROS DEL CRECIMIENTO

R
ENANA es una criatura encantadora. Tiene algo… no sé cómo podría llamarlo… algo positivo. Sí, eso es. No se puede determinar con mayor exactitud, pero es algo positivo. Otros niños se meten en la boca todo cuanto pueden alcanzar o lo pisan y lo destruyen. Renana, no. Lejos de ella utilizar la fuerza de este modo. Cuando cae algo en sus manos, lo tira simplemente por el balcón. Cada vez que voy a casa, o sea, todos los días, me paso un buen rato recogiendo los diversos objetos que cubren el pavimente por debajo de nuestro balcón. A veces acuden corriendo algunos vecinos de corazón bondadoso y me ayudan a recoger lo libros, saleros, ceniceros, discos de gramófono, zapatos, aparatos de transistor, relojes y máquinas de escribir. A veces llaman ellos, los vecinos, también a la puerta de mi casa, llevando en los brazos los productos de desecho de la familia Kishon, y preguntan:

—¿Por qué dan ustedes a la niña estas cosas para jugar?

Como si se las diésemos nosotros. Como si la niña no pudiera coger las cosas por sí misma. Nuestra Renana es una criatura muy bien desarrollada. La última medición de estatura que marcamos en la puerta, era de 71 centímetros. Fácilmente podíamos contar con que extendiendo la mano llegaría a alcanzar los 95 centímetros.

—Ephraím —dijo la mejor de todas las esposas—, la zona de peligro se encuentra escasamente por debajo de un metro.

Nuestra vida se desplazó a un nivel correspondientemente más alto. En una fulminante acción por sorpresa, todos los objetos de vidrio y de porcelana fueron trasladados encima del piano, los estantes inferiores de mi librería fueron evacuados y los fugitivos se establecieron en regiones más elevadas. El frutero de cristal con la fruta se encuentra ahora en lo alto del armario de la ropa blanca, los zapatos han encontrado refugio en los cajones superiores, entre las camisas del smoking. Mis manuscritos, cuidadosamente apilados, se encuentran en el centro de la mesa escritorio, inalcanzables para Renana y, por consiguiente, con escasas probabilidades de ser arrojadas por el balcón.

A pesar de todo mi amor de padre, no pude evitar el sonreír con sorna cuando le dije a la niña:

—Ya no jugarás más al tira-tira, ¿verdad, Renana?

Renana recurrió al único remedio que prometía éxito: crecer. Sabemos por Darwin que las jirafas tuvieron que crecer para alcanzar las nutritivas hojas de las copas de los árboles. Así, nuestra hija fue creciendo, creciendo, hasta que sólo unos cuantos ridículos centímetros la separaron de la llave del armario guardarropa.

Esto indujo a su madre a hacer la siguiente observación:

—El día que la niña alcance la llave, me voy.

Ella siempre se va cuando la situación se vuelve amenazadora. Especialmente desde que sucedió lo del teléfono. Nuestro teléfono se hallaba desde siempre encima de una mesita cuyo tablero, por desgracia, se encuentra por debajo del mínimo olímpico. Como consecuencia de ello, Renana había arrancado el enchufe de la pared y arrojado al suelo el aparato. En medio de las ruinas del teléfono resonaron sus triunfantes graznidos:

—¡Diga, diga, diga!

Su madre, que precisamente se disponía a tener una conversación algo extensa con una amiga, acudió rápidamente y temblando de cólera, puso a la menor de edad encima de sus rodillas, y a cada palmada le decía:

—¡Toma, toma, toma! ¡El teléfono no se toca! ¡Toma, toma, toma!

El éxito de esta medida pedagógica no tardó en manifestarse. Renana dejó de gritar: «¡Diga, diga, diga!», y en vez de ello gritaba: «¡Toma, toma, toma!». Sin embargo, esto no era todo lo que necesitábamos. Yo levanté el tablero de la mesa mediante unos cuantos gruesos tomos de un diccionario y encima de ellos puse el teléfono.

Cuando, unos días más tarde, llegué a casa, tropecé con el tomo «Aacho-Barcelona» y supe que nuestro teléfono estaba estropeado.

Ante los restos de lo que fuera el aparato, estaba sentada sollozando la mejor de todas las esposas:

—Esto es el fin, Ephraím. Renana nos paga con la misma moneda.

Efectivamente, Renana había descubierto la antigua sabiduría estratégica de que el mejor modo de atacar al enemigo es haciéndolo con sus mismas armas. Dicho de otro modo, había ido a buscar unos cojines y con ellos había elevado la altura de su acción hasta 1,40 metros, de modo que le resultó fácil alcanzar el teléfono.

Nuestro nivel de vida volvió a subir. El papel de cartas y los manuscritos importantes emigraron a la zona de seguridad que era el piano. Las llaves fueron colgadas en clavos clavados ex profeso en la pared. Mi máquina de escribir fue a parar a la mesilla de la chimenea, donde resultaba tan inapropiada como la radio encima del reloj de pared. En mi gabinete de trabajo, los lápices y bolígrafos pendían del techo, atados con hilos.

A pesar de todo ello, el niño del vecino, que, por una retribución convenida, estaba encargado de recoger los objetos disparados desde el balcón, hacía sonar al menos tres veces al día la señal acordada que nos indicaba que delante de la puerta había de nuevo un cesto lleno de cosas. Nuestra vida fue haciéndose cada vez más complicada. Poco a poco, todos los objetos de uso doméstico habían ido atrincherándose en la fortaleza del piano, y el que quería telefonear, tenía que subir a la tapa del retrete.

La mejor de todas las esposas, de largas miras como siempre, me preguntó qué creía que podíamos esperar de Renana dentro de algunos años.

Yo suponía que crecería hasta convertirse en una jugadora de baloncesto de primera clase.

—Quizá tengas razón, Ephraím —fue la respuesta resignada y desesperanzada—. Ya se sube a las sillas.

Una reconstrucción del proceso que, evidentemente siguiendo la ley del progreso de Hegel, se había desarrollado, dio como resultado que Renana había descubierto el sistema de apilar unos cojines, después abordó el método de subirse a una silla y finalmente nos atacó los nervios. Nuestro nivel de vida subió ahora hasta 1,60 m.

Todo lo que era rompible, con tal de que no estuviera ya roto, fue facturado ahora hacia el piano, incluida mi máquina de escribir. Esta historia la estoy escribiendo encaramado a una altura de 1,80 sobre el nivel de la alfombra. Cierto que de vez en cuando mi cabeza chocaba con el techo, pero el aire aquí arriba es mucho mejor. El hombre se acostumbra a todo, y sus hijos cuidan de que siempre se añada algo nuevo. Así, por ejemplo, los cuadros que hasta ahora han decorado nuestras paredes, adornarán el techo en lo sucesivo, de suerte que nuestra vivienda tenga amables reminiscencias de Capilla Sixtina. Además, a la altura de dos metros, estará entrecruzada de toda clase de alambres, de los que penderán los enseres domésticos más importantes. Comemos en la cocina, en lo alto del armazón en donde antes guardábamos los regalos de boda que no nos servían para nada. Vivimos en cierto modo en las nubes. Gradualmente vamos aprendiendo a subir al techo, a trepar por las cortinas, a balancearnos hasta alcanzar la lámpara y de allí, con un salto audaz, hasta lo alto de la biblioteca, donde está escondida la fuente con los pasteles…

Y Renana va creciendo, creciendo…

Ayer por la tarde, la mejor de todas las esposas, mientras se hallaba en la copa de un árbol ocupada en sus labores de aguja, profirió un grito estridente y con trémula mano señalaba hacia abajo:

—¡Ephraím, mira!

Al pie del árbol, Renana empezaba a subir por una escalera, tomando precauciones, pero muy resuelta, peldaño tras peldaño.

Me rindo. Le he pedido a la mejor de todas las esposas que continúe escribiendo mis historias y que me avise tan pronto como Renana haya dejado de crecer. Hasta entonces estaré en el suelo, incapaz de hacer nada.

«PEDIGREE»

U
NA tarde, la mejor de todas las esposas, decidió que nuestros hijos querían tener un perro. Yo dije que no.

—¿Otra vez? —pregunté—. Ya hablamos de eso hace tiempo y ya te dije que no. Recuerda a nuestro
Zwinji
, que en paz descanse, y recuerda también su pasión por la alfombra roja.

—Pero ya que los niños…

—Los niños, los niños. Cuando un perro está en casa, nos acostumbramos y nunca más volvemos a desprendernos de él.

Un sondeo pedagógico con nuestra descendencia tuvo como consecuencia un concierto de protestas y de llanto por parte de Amir y Renana, del que sólo podían percibirse algo más claramente las palabras de continuo repetidas: «papá» y «perro».

Por consiguiente, opté por una solución de compromiso.

—Está bien; —dije—, voy a compraros un perro. ¿Qué clase de perro?

—De pura raza —declaró la mejor de todas las esposas en vez de los niños—. Con
pedigree
.

De ello parecía desprenderse que ya había consultado acerca de la inminente compra a nuestros vecinos, cuyos monstruos con
pedigree
hacen insegura la comarca. Ahora recuerdo las miradas compasivas con que hace unos días me contemplaban calle arriba, calle abajo.

—No quiero —prosiguió diciendo la madre de mis hijos— ni uno de esos perrazos deformes que ponen toda la casa patas arriba, ni ninguno de esos productos en miniatura que más se parecen a una rata que a un perro. Además, hemos de tener en cuenta que los perros jóvenes se orinan en todas partes y que los viejos tienen asma. Hemos de fijarnos, pues, muy bien en el
pedigree
. Necesitamos un animal de noble constitución, de ladridos armoniosos y que no haga ruido. Piernas bien formadas, piel lisa, hocico de un solo color, y que sea un perro limpio y obediente. En ningún caso tiene que ser hembra, porque las perras están en celo con demasiada frecuencia. Tampoco ha de ser macho, porque los perros siempre andan detrás de las perras. En suma, algo de pura raza, con el mayor número posible de ejemplares premiados en su árbol genealógico.

—¿Es ése el perro que quieren tener nuestros hijos?

—Sí. —respondió la mejor de todas las esposas.

Me puse en camino. Al pasar delante de la oficina de Correos, me acordé que necesitaba sellos. En la cola, había delante de mí un hombre al que molestaba una fuerte tos y se volvía continuamente. Era evidente que de mi aire preocupado dedujo la conclusión correcta. Dijo que tenía un perrito por vender, que enseguida podríamos verlo, pues vivía al doblar la esquina.

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