Ya no volvería a dirigir teatro más que una sola vez, en México, mucho después, hacia 1960. La obra era el eterno
Don Juan Tenorio
, de Zorrilla, escrita en ocho días y, a mi modo de ver, admirablemente construida. Termina en el Paraíso, pues «don Juan», que ha muerto en duelo, salva su alma gracias al amor de «doña Inés».
El montaje fue clásico, muy distinto de las parodias que hacíamos en la Residencia de Estudiantes. En México se dieron tres representaciones en la fiesta de Todos los Santos, como es tradicional en España y el éxito fue enorme.
A causa de la aglomeración, se rompieron las vidrieras del teatro. En aquella ocasión, en la que Luis Alcoriza hacía de «don Juan» yo me reservé el papel de «don Diego», su padre. Pero la sordera me impedía seguir el texto.
Yo jugaba distraídamente con los guantes y Alcoriza tuvo que modificar su manera de actuar y venir a agarrarme por el codo para darme la entrada.
Desde que llegué de París, yo iba al cine con frecuencia, mucho más que en Madrid y hasta tres veces al día. Por la mañana, gracias a un pase de Prensa proporcionado por un, amigo, veía películas norteamericanas en proyección privada, en un local situado cerca de la «Sala Wagram». Por la tarde, una película en un cine de barrio. Por la noche iba al «Vieux Colombier» o al «Studio des Ursulines».
Mi pase de Prensa no era del todo usurpado. Gracias a Zervos, yo escribía críticas en las «feuilles volantes» de los
Cahiers d’Art
y enviaba algunos de mis artículos a Madrid. He escrito acerca de Adolphe Menjou, Buster Keaton y
Avaricia
de Stroheim.
De las películas que más me impresionaron, imposible olvidar
El acorazado Potemkin
. A la salida —en una calle de la zona de Alésia—, incluso queríamos poner barricadas y tuvo que intervenir la Policía. Durante mucho tiempo, sostuve que aquella película era para mí la mejor de toda la historia del cine. Ahora ya no sé.
También me acuerdo de las películas de Pabst, de
El último hombre
, de Murnau y, sobre todo, de las películas de Fritz Lang.
Fue al ver
Der müde Tod
cuando comprendí sin la menor duda que yo quería hacer cine. No me interesaron las tres historias en sí, sino el episodio central, la llegada del hombre del sombrero negro —en seguida supe que se trataba de la Muerte— a un pueblo flamenco, y la escena del cementerio. Algo que había en aquella película me conmovió profundamente, iluminando mi vida.
Esta sensación se agudizó con otras películas de Fritz Lang como
Los Nibelungos
y
Metrópolis
.
Hacer cine. Pero, ¿cómo? Yo, un español y crítico de ocasión, no tenía eso que se llama relaciones.
Antes de salir de Madrid, conocía ya el nombre de Jean Epstein que escribía en l’Esprit nouveau. Este director, de origen ruso, figuraba entre los más célebres del cine francés, junto a Abel Gance y Marcel L’Herbier. Yo me enteré de que, con la colaboración de un actor ruso emigrado y de un actor francés cuyo nombre he olvidado, acababa de fundar una especie de academia de actores.
Inmediatamente, fui a inscribirme. Casi todos los alumnos, menos yo, eran rusos blancos emigrados. Durante dos o tres semanas, participé en los ejercicios, en improvisaciones. Epstein nos decía, por ejemplo: «Sois unos condenados a muerte la víspera de la ejecución.» A uno le decía que fuera patético y desesperado, al otro, desenvuelto e insolente. Y nosotros hacíamos lo que podíamos.
A los mejores les prometía pequeños papeles en sus películas. Cuando yo me inscribí, él estaba terminando
Les Aventures de Robert Macaire
y ya era tarde para que me admitiera. Cuando terminó la película, un día tomé el autobús y me presenté en los estudios «Albatros» de Montreuil-sous-Bois. Sabía que estaba preparando otra película,
Mauprat
. Me recibió y le dije:
—Verá, sé que va a hacer una película. El cine me interesa mucho, pero técnicamente no sé nada. No podré serle muy útil; pero no le pido dinero. Deje que barra el decorado y le haga los recados, lo que sea.
Me aceptó. El rodaje de
Mauprat
(en París y también en Romorantin y Châteauroux) fue mi primera experiencia cinematográfica. En aquella película hice un poco de todo, incluso doblar caídos. En la escena de una batalla, encarnaba a un gendarme de los tiempos de Luis XV (o Luis XIV) que recibía un balazo estando en lo alto de una pared y tenía que caer desde una altura de unos tres metros. Pusieron un colchón en el suelo para amortiguar el golpe, a pesar de lo cual me hice daño.
Durante aquel rodaje, trabé amistad con el actor Maurice Schultz y la actriz Sandra Milovanov y me interesé de modo especial por la cámara que hasta aquel momento desconocía por completo. El cameraman —Albert Duverger— trabajaba solo, sin ayudante. Él mismo tenía que cambiar las cargas y hacer las pruebas. Él hacía girar la manivela de la cámara, siempre con el mismo ritmo.
Como eran películas mudas, los estudios no estaban insonorizados. Algunos —como el de Epinay, por ejemplo— tenían paredes acristaladas de arriba abajo. Los proyectores y los reflectores eran tan potentes que todos teníamos que usar gafas ahumadas para protegernos los ojos y evitar lesiones graves.
Epstein me mantenía un tanto al margen, tal vez por mi tendencia a hacer reír a los actores. Un extraño recuerdo de aquel rodaje es mi encuentro con Maurice Maeterlinck, ya viejo, en Romorantin. Se hospedaba con su secretaria en el mismo hotel que nosotros. Tomamos café juntos.
Después de
Mauprat
, Epstein que preparaba
La caída de la casa Usher
según la obra de Edgar Allan Poe, con Jean Debucourt y la esposa de Abel Gance en los papeles principales, me tomó en calidad de segundo ayudante. Hice todos los interiores que se rodaron en Epinay. Un día, el regidor —Maurice Morlot— me mandó a la farmacia de la esquina a comprar hemoglobina. El farmacéutico resultó ser un xenófobo que, adivinando por mi acento que yo era meteco, se negó rotundamente a atenderme y, además, me insultó.
La noche en que se terminó el rodaje de interiores, mientras Morlot convocaba a todo el mundo para el día siguiente en la estación, pues salíamos para Dordoña, donde debían rodarse los exteriores, Epstein me dijo:
—Quédese un momento con el operador. Va a venir Abel Gance a hacer unas pruebas a dos muchachas y me gustaría que le echara usted una mano.
Yo, con mi brutalidad habitual, le respondí que era ayudante suyo, pero que no tenía nada que ver con Monsieur Abel Gance, cuyo cine no me gustaba (lo cual era inexacto, ya que su
Napoleón
proyectado en tres pantallas, me había impresionado bastante). Añadí que Gance me parecía ramplón.
Entonces Jean Epstein me respondió —alguna de las frases oídas hace tiempo las recuerdo palabra por palabra:
—¿Cómo se atreve un pequeño idiota como usted a hablar así de un director tan grande? Añadió que nuestra colaboración había terminado, y así fue. Yo no participé en el rodaje de exteriores de
La caída de la casa Usher
. No obstante, al poco rato, más tranquilo, Epstein me llevó a París en su coche. Por el camino, me dio algunos consejos:
—Tenga cuidado. Advierto en usted tendencias surrealistas. Aléjese de esta gente.
Yo seguía trabajando en el cine aquí y allí.
En los estudios «Albatros» de Montreuil hice un papelito de contrabandista en
Carmen
, con Raquel Meller, dirigida por Jacques Feyder, director al que aún admiro. Algunos meses atrás, cuando yo trabajaba en la Academia de actores, fui a ver a su esposa, Françoise Rosay, acompañado por una rusa blanca muy elegante que, por extraño que parezca, se hacía llamar Ada Brazil. Françoise Rosay nos recibió muy amablemente, pero no pudo hacer nada por nosotros.
Peinado y Hernando salían también en
Carmen
—España obliga— haciendo de guitarristas. En una escena en la que «Carmen», en compañía de «don José» aparecía inmóvil junto a la mesa, con las manos en la cabeza, Feyder me pidió que le hiciera al pasar un gesto galante. Yo obedecí, pero mi gesto elegante fue un pizco aragonés que me valió una sonora bofetada de la actriz.
Albert Duverger, operador de Jean Epstein (que fotografiaría para mí
Un chien andalou
y
La Edad de oro
), me presentó a dos directores, Etiévant y Nalpas, que preparaban una película con Joséphine Baker,
La Sirène des Tropiques
.
Aquella película, rodada en los estudios Frankeur, no es precisamente uno de mis mejores recuerdos. Ni mucho menos. Los caprichos de la vedette me parecían insoportables. Un día en que la esperábamos a las nueve de la mañana, preparada para rodar, se presentó a las cinco de la tarde, se encerró en su camerino dando un portazo y empezó a romper tarros de maquillaje. A uno que preguntaba la causa de aquel furor le respondieron: «Cree que su perro está enfermo.» Pierre Batcheff, que también salía en la película, estaba a mi lado en aquel momento. Yo le dije:
—Cosas del cine.
Él me respondió secamente:
—Será de su cine; no del mío.
No pude menos que darle la razón. Luego nos hicimos muy buenos amigos e intervino en
Un chien andalou
.
Sacco y Vanzetti acababan de ser asesinados en los Estados Unidos. Conmoción en todo el mundo. Durante toda la noche, los manifestantes se hicieron dueños de París. Yo fui a l’Etole con uno de los electricistas de la película y vi a unos hombres apagar la llama de la tumba del soldado desconocido meándose en ella. Se rompían escaparates, todo parecía estar en efervescencia.
La actriz inglesa que interpretaba 1a película me dijo que habían tiroteado el vestíbulo de su hotel. El boulevard Sebastopol fue especialmente castigado.
Diez días después, aún se detenía a sospechosos de saqueo.
Yo dejé por propia voluntad el rodaje de
La Sirène des Tropiques
antes de empezar los exteriores.
Si me dijeran: te quedan veinte años de vida, ¿qué te gustaría hacer durante las veinticuatro horas de cada uno de los días que vas a vivir?, yo respondería: dadme dos horas de vida activa y veinte horas de sueños, con la condición de que luego pueda recordarlos; porque el sueño sólo existe por el recuerdo que lo acaricia.
Adoro los sueños, aunque mis sueños sean pesadillas y eso son las más de las veces. Están sembrados de obstáculos que conozco y reconozco. Pero me es igual.
Esta locura por los sueños, por el placer de soñar, que nunca he tratado de explicar, es una de las inclinaciones profundas que me han acercado al surrealismo.
Un chien andalou
(más adelante tendré ocasión de volver sobre ello) nació de la convergencia de uno de mis sueños con un sueño de Dalí. Posteriormente he introducido sueños en mis películas, tratando de evitar el aspecto racional explicativo que suelen tener. Un día dije a un productor mexicano, a quien la broma no hizo mucha gracia: «Si la película es demasiado corta, meteré un sueño.» Dicen que, durante el sueño, el cerebro se protege del mundo exterior, que es mucho menos sensible a los ruidos, a los olores y a la luz. Pero, por el contrario, parece estar bombardeado desde el interior por una tempestad de sueños que afluyen en oleadas, Miles y miles de millones de imágenes surgen, pues, cada noche, para disiparse casi en seguida, envolviendo la Tierra en un manto de sueños perdidos, Todo, absolutamente todo, es imaginado una u otra noche por uno u otro cerebro, y olvidado.
Yo he llegado a catalogar una quincena de sueños reiterativos que me han seguido toda la vida, como fieles compañeros de viaje, Algunos son de una gran trivialidad: caigo deliciosamente por un precipicio o soy perseguido por un tigre o por un toro. Entro en una habitación, cierro la puerta, el toro la derriba y vuelta a empezar.
O bien, a cualquier edad, tengo que examinarme otra vez. Yo creía haberlos aprobado, pero resulta que tengo que volver a presentarme y, por supuesto, lo he olvidado todo.
Otro sueño del mismo tipo, frecuente entre la gente de teatro y de cine: tengo que salir a escena dentro de pocos minutos a representar un papel del que no sé ni una palabra. Este sueño puede alargarse y complicarse mucho.
Yo estoy alarmado, incluso horrorizado, el público se impacienta y silba, busco a alguien, al regidor, al director y le digo: Esto es espantoso, ¿qué hago? Él me responde fríamente que me apañe, que el telón va a levantarse, que ya no se puede esperar más. Me ahoga la angustia. Traté de reconstruir algunas imágenes de este sueño en
El discreto encanto de la burguesía
.
Otra angustia: la vuelta al cuartel. A los cincuenta o sesenta años, vuelvo al cuartel de Madrid en el que hice el servicio militar, vestido con mi viejo uniforme.
Estoy violento, ando pegado a la pared, tengo miedo de que alguien me reconozca. Siento en mi interior cierta vergüenza de ser soldado a mis años, pero así es que, no puedo remediarlo y tengo que hablar con el coronel, explicarle mi caso. ¿Cómo es posible que, después de todo lo que he visto y vivido, todavía esté en el cuartel? Otras veces, ya mayor, vuelvo a la casa de la familia, en Calanda, donde sé que se esconde un espectro. Recuerdo de la aparición de mi padre, después de su muerte. Entro valientemente en una habitación a oscuras y llamo al espectro, quienquiera que sea, le provoco y hasta le insulto, Entonces, suena un ruido detrás de mí, una puerta se cierra con un chasquido y me despierto, asustado, sin haber visto a nadie.
También me ocurre lo que a todo el mundo: sueño con mi padre. Está sentado a la mesa, con cara seria. Come despacio, muy poco, casi sin hablar. Yo sé que está muerto y susurra a mi madre o a una de mis hermanas que está sentada a mi lado: «Sobre todo, que nadie se lo diga.» Durante el sueño me acosa la falta de dinero. No tengo nada, la cuenta del Banco está a cero, ¿cómo voy a pagar el hotel? Ésta es una de las pesadillas que me ha perseguido con más obstinación. Y sigue persiguiéndome.
Por su asiduidad, sólo puede compararse al sueño del tren. Éste lo he tenido cientos de veces. El argumento siempre es igual, pero los detalles, los matices varían con una sutileza inesperada. Voy en tren, no sé adónde voy, las maletas están en la red. De repente, el tren entra en una estación y se para. Yo me levanto para estirar las piernas por el andén y tomar una copa en el bar de la estación.