No obstante, soy muy precavido, pues he viajado ya muchas veces en este sueño y sé que en cuanto ponga el pie en el andén el tren arrancará bruscamente.
Es una trampa que se me tiende.
Por eso desconfío, pongo lentamente un pie en el suelo, miro a derecha e izquierda silbando para disimular, el tren está quieto, otros viajeros bajan tranquilamente, entonces me decido a poner el otro pie y en aquel momento, ¡zas!, el tren sale disparado como una bala de cañón. Y, lo peor es que se ha llevado mi equipaje. Suelto un buen taco, me he quedado solo en un andén que se ha vaciado de repente y me despierto.
A veces, cuando trabajamos juntos y ocupamos habitaciones contiguas, Jean-Claude Carrière me oye gritar a través del tabique. Él ni se inmuta. «Es el tren que se ha ido», piensa. Efectivamente, al día siguiente, aún recuerdo ese tren que, una vez más, ha escapado bruscamente en plena noche, dejándome solo y sin equipaje.
Ni una sola vez he soñado con un avión. Me gustaría saber por qué.
Puesto que nadie se interesa por los sueños ajenos —pero, ¿cómo contar la propia vida sin hablar de la parte subterránea, imaginativa, irreal?—, no me alargaré excesivamente. Un par de sueños más y basta.
Primeramente, el de mi primo Rafael, transcrito casi exactamente en
El discreto encanto
. Es un sueño macabro, bastante melancólico y dulce. Mi primo Rafael Sacura ha muerto hace tiempo, lo sé, sin embargo, me lo encuentro de repente en una calle desierta y le pregunto, asombrado: «¿Qué haces ahí?» Él responde tristemente: «Paso por aquí todos los días.» De repente, me encuentro en una casa oscura y revuelta, llena de telarañas, en la que he visto entrar a Rafael. Le llamo, pero no contesta. Salgo y, en la misma calle vacía, llamo ahora a mi madre y le pregunto: «Madre, madre, ¿qué haces perdida entre las sombras?» Este sueño me impresionó vivamente. Yo tenía unos setenta años cuando me visitó. Algún tiempo después, otro sueño me conmovió aún con mayor fuerza. Vi de pronto a la Virgen Santísima inundada de luz que me tendía dulcemente las manos. Presencia fuerte, indiscutible. Ella me hablaba, a mí, siniestro descreído, con toda la ternura del mundo, con un fondo de música de Schubert que yo oía claramente. En
La Vía láctea
traté de reconstruir esta imagen, pero allí no tiene la fuerza de convicción inmediata que poseía en mi sueño. Me arrodillé, se me llenaron los ojos de lágrimas y me sentí de pronto inundado de fe, una fe vibrante e invencible. Cuando desperté, tardé dos o tres minutos en tranquilizarme. Medio dormido, repetía: ¡Sí, sí, Santísima Virgen María, creo! El corazón me latía con fuerza.
Añadiré que este sueño presentaba un cierto carácter erótico. Por supuesto, el erotismo permanecía dentro de los castos límites del amor platónico. Pero tal vez, si el sueño se hubiera prolongado, aquella castidad habría desaparecido para dejar paso a un verdadero deseo. No sé. Yo me sentía, sencillamente, prendado, conmovido, extasiado. Sensación que he experimentado en numerosas ocasiones a lo largo de mi vida, y no sólo en sueños.
A menudo —pero este sueño, por desgracia, me ha abandonado desde hace unos quince años. ¿Cómo recobrar un sueño perdido?— yo me encontraba en una iglesia, apretaba un botón disimulado detrás de una columna y el altar giraba lentamente sobre sí mismo, descubriendo una escalera secreta. Yo bajaba por ella con el corazón palpitante, a unas salas subterráneas. Era un sueño bastante largo, levemente angustioso, que me gustaba.
Una noche, en Madrid, me desperté riendo a carcajadas. No podía parar de reír. Mi mujer me preguntó de qué me reía y yo le contesté: «Estaba soñando que mi hermana María me regalaba una almohada», frase que brindo a los psicoanalistas.
Para terminar, unas palabras sobre Gala. Es una mujer a la que siempre he procurado evitar, no tengo por qué ocultarlo. La conocí en Cadaqués, en 1929, con motivo de la Exposición Internacional de Barcelona. Vino con Paul Éluard, su marido, y su hijita Cécile. Los acompañaban Magritte y su mujer y el dueño de una galería belga, Goémans.
Todo empezó por una metedura de pata.
Yo me alojaba en casa de Dalí, a un kilómetro de Cadaqués, y ellos, en un hotel del pueblo. Dalí me dijo, muy agitado: «Acaba de llegar una mujer magnífica.»
Por la tarde, salimos todos juntos a tomar una copa y, después, ellos decidieron acompañarnos dando un paseo hasta la casa de Dalí. Por el camino, hablábamos de cosas sin importancia y yo dije —Gala iba a mi lado— que lo que más me repugna de una mujer es que tenga los muslos separados.
Al día siguiente, vamos a bañarnos y observo que los muslos de Gala son como los que yo había dicho detestar.
De la noche a la mañana, Dalí ya no era el mismo. Toda concordancia de ideas desapareció entre nosotros, hasta el extremo de que yo renuncié a trabajar con él en el guión de
La edad de oro
. No hablaba más que de Gala, repitiendo todo lo que decía ella. Una transformación total.
Éluard y los belgas se marcharon a los pocos días, dejando en Cadaqués a Gala y a su hija Cécile. Un día, salimos en barca con la esposa de un pescador, Lidia, para almorzar en las rocas. Señalé a Dalí un rincón del paisaje y le dije que me recordaba a Sorolla, un pintor valenciano bastante mediocre. Dalí, indignado, me gritó:
—¿Cómo puedes decir esas burradas de unas rocas tan hermosas? Gala metió baza, dándole la razón. La cosa empezó mal.
Después del almuerzo, durante el que bebimos mucho, Gala volvió a atacarme, no recuerdo exactamente por qué. Yo me levanté bruscamente, la tiré al suelo y la agarré por el cuello.
La pequeña Cécile, asustada, echó a correr por las rocas con la mujer del pescador. Dalí, de rodillas, me suplicaba que perdonase a Gala. Yo, aunque furioso, seguía siendo dueño de mí y sabía que no la mataría. Lo único que yo quería era verle asomar la punta de la lengua entre los dientes.
Al fin la solté. Ella se marchó a los dos días.
Después me contaron que en París —más adelante vivimos algún tiempo en el mismo hotel, encima del cementerio de Montmartre—, Éluard nunca salía de casa sin llevar un pequeño revólver con empuñadura de nácar, pues Gala le había dicho que yo quería matarla.
Todo esto para confesar que una noche, en México, cincuenta años después, a los ochenta, soñé con Gala.
La vi de espaldas, en el palco de un teatro. La llamé en voz baja, ella se levantó, vino hacia mí y me besó amorosamente en los labios. Aún recuerdo su perfume y la suavidad de su piel.
Éste fue, sin duda, el sueño más sorprendente de mi vida, más que el de la Virgen.
A propósito de sueños, recuerdo ahora una anécdota muy interesante ocurrida en París en 1978. Mi amigo Gironella, excelente pintor mexicano, vino a Francia con su esposa, Carmen Parra, decoradora de teatro, y el hijo de ambos, de siete años. Daba la impresión de que su matrimonio no iba precisamente viento en popa. La mujer regresó a México, el pintor se quedó en París y, tres días después, recibió la noticia de que su esposa había presentado demanda de divorcio. Sorprendido, el hombre preguntó la causa. El abogado le respondió: «Es por un sueño que ella tuvo.» Hubo divorcio.
En sueños, y creo que mi caso no es insólito ni mucho menos, nunca he podido hacer el amor de una manera realmente completa y satisfactoria. El obstáculo más frecuente consiste en las miradas. Por una ventana situada frente a la habitación en la que estaba yo con una mujer, unas personas nos miraban y sonreían.
Cambiábamos de habitación y, a veces, hasta de casa. Todo inútil. Aquellas miradas burlonas y curiosas nos perseguían. Cuando por fin creía que había llegado el momento de la penetración, encontraba el sexo cosido, obturado.
A veces, ni siquiera podía encontrarlo, se había borrado, como en el cuerpo liso de una estatua.
En la ensoñación diurna, por el contrario, que he practicado durante toda mi vida con deleite, la aventura erótica, larga y minuciosamente preparada, ha podido o no alcanzar su objetivo, según los casos. Por ejemplo, de muy joven soñaba despierto con la guapa reina Victoria de España, la esposa de Alfonso XIII. A los catorce años, incluso imaginé un pequeño guión en el que se hallaba ya el origen de
Viridiana
. Una noche, la reina se retiraba a sus aposentos, sus doncellas la ayudaban a acostarse y la dejaban sola. Ella bebía entonces un vaso de leche en el que yo había puesto un narcótico irresistible. Un instante después, cuando ella ya estaba profundamente dormida, yo me introducía en el lecho real, donde podía gozar de la reina.
La ensoñación es casi tan importante como los sueños, y tan imprevisible y poderosa. Durante toda mi vida, con gran regodeo, como sin duda les habrá ocurrido a muchas otras personas, he imaginado que era invisible e impalpable.
Por este milagro, me convertía en el hombre más poderoso e invulnerable del mundo. Esta ensoñación me persiguió durante mucho tiempo, con innumerables variantes, durante la Segunda Guerra Mundial. Giraba principalmente en torno a la idea del ultimátum. Mi mano invisible tendía a Hitler una hoja de papel en la que estaba escrito que tenía veinticuatro horas para mandar fusilar a Goering, a Goebbels y a toda la pandilla. De lo contrario, ya podía prepararse.
Hitler llamaba a sus ayudantes y a sus secretarios y gritaba: «¿Quién ha traído este papel?» Invisible, desde un rincón de su despacho, yo asistía a la escena y contemplaba su furor inútil. Al día siguiente, asesinaba a Goebbels, por ejemplo. Desde allí me trasladaba a Roma —pues la ubicuidad va siempre de la mano con la invisibilidad— para hacer lo mismo con Mussolini. Entre unas copas y otras, me colaba en el dormitorio de una señora estupenda, me sentaba en una butaca y la veía desnudarse lentamente. Luego, volvía a presentar mi ultimátum al Führer, que agarraba una pataleta. Y así sucesivamente, a gran velocidad.
En mis tiempos de estudiante en Madrid, durante las excursiones que hacía con Pepín Bello por la sierra del Guadarrama, a veces me paraba para enseñarle el magnífico paisaje, el vasto anfiteatro rodeado de montañas y le decía: «Imagina que todo alrededor hay murallas con almenas, fosos y matacanes.
Todo lo que hay dentro es mío. Tengo soldados y campesinos. Tengo artesanos y una capilla. Vivimos en paz y nos contentamos con lanzarles flechas a los curiosos que tratan de acercarse a las poternas.» Una vaga y persistente atracción por la Edad Media me trae con bastante frecuencia la imagen del señor feudal aislado del mundo, que gobierna su señoría con mano dura, pero bueno en el fondo. No hace gran cosa, sólo una pequeña orgía de vez en cuando. Bebe hidromiel y buen vino delante de un fuego de leña en el que se asan animales enteros. El tiempo no altera las cosas.
Uno vive dentro de sí mismo. Los viajes no existen.
Imagino también, y sin duda no soy el único, que un golpe de Estado inesperado y providencial me ha convertido en dictador mundial. Dispongo de todos los poderes. Nada puede oponerse a mis deseos. Siempre que se presenta esta ensoñación, mis primeras decisiones se dirigen a combatir la proliferación de la información, fuente de toda zozobra.
Luego, cuando me entra el pánico ante la explosión demográfica que está agobiando a México, imagino que convoco a una decena de biólogos y les doy la orden terminante de lanzar sobre el planeta un virus atroz que lo libre de dos mil millones de habitantes. Aunque, eso sí, empiezo diciéndoles valerosamente: «Aunque ese virus tenga que atacarme a mí.» Luego, secretamente, trato de escurrir el bulto, hago una lista de personas a las que hay que salvar: algunos miembros de mi familia, mis mejores amigos, las familias y amigos de mis amigos. Empiezo y no acabo. Abandono.
Durante los diez últimos años, me ha dado también por imaginar que libero al mundo del petróleo, otra fuente de sinsabores, haciendo explorar setenta y cinco bombas atómicas subterráneas en los yacimientos más importantes. Un mundo sin petróleo me ha parecido —y sigue pareciéndome— una especie de paraíso posible en el marco de mi utopía medieval. Pero me parece que las setenta y cinco explosiones atómicas plantean ciertos problemas de orden práctico, por lo que habrá que esperar. Quizá volvamos sobre ellos.
Un día, estando con Luis Alcoriza en San José Punía, trabajando en un guión, bajamos los dos al río con un rifle. Al llegar a la orilla agarro de repente a Alcoriza por un brazo y señalo hacia la otra orilla. Hay un pájaro soberbio posado en una rama. ¡Es un águila! Luis se echa el rifle a la cara y dispara. El ave cae entre los matorrales.
Luis cruza el río, metiéndose en el agua hasta los hombros, aparta las ramas y encuentra un pájaro disecado. De una pata cuelga una etiqueta con el nombre de la tienda en que lo compré y el precio.
Otro día, Alcoriza y yo estamos cenando en el comedor de San José. Una mujer guapísima y sola se sienta en una mesa cercana. Inmediatamente y como es natural, la mirada de Luis se dirige hacia ella. Yo le digo:
—Luis, ya sabes que hemos venido aquí a trabajar y que no me gusta que pierdas el tiempo mirando a las mujeres.
—Sí, ya lo sé —contesta él—. Perdona.
Seguimos cenando.
Al cabo de un rato, a los postres, la mirada de Luis se vuelve otra vez irresistiblemente hacia la bella solitaria. Ella le devuelve la sonrisa.
Yo me pongo furioso y le recuerdo que hemos ido a San José para escribir un guión. Le digo también que su actitud de macho me desagrada. Él se enfada y me contesta que, cuando una mujer le sonríe, su deber de caballero es devolverle la sonrisa.
Indignado, me levanto de la mesa y me voy a mi cuarto.
Alcoriza se calma, termina el postre y se sienta con su hermosa vecina. Se presentan, toman café y charlan un rato. Después, Alcoriza acompaña a su conquista a su habitación, la desnuda amorosamente y descubre,
tatuadas
en su vientre, estas cuatro palabras:
cortesía de Luis Buñuel
.
La mujer es una elegante puta de México a la que yo he traído a San José, pagando su peso en oro, y que ha seguido fielmente mis instrucciones.
Por supuesto, tanto el lance del águila como el de la puta son bromas soñadas, nada más, Pero estoy seguro de que Alcoriza habría sucumbido, por lo menos la segunda vez.
Entre 1925 y 1929 volví varias veces a España y vi a mis amigos de la Residencia.
Durante uno de aquellos viajes, Dalí me anunció, entusiasmado, que Lorca había escrito una obra magnífica,
Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín
.