—Tengo que leértela.
Federico se mostró reticente. Con frecuencia, y no sin razón, consideraba que yo era demasiado elemental, demasiado rústico, para apreciar la sutileza de la literatura dramática. Un día en que iba a casa de no sé qué aristócrata, incluso se negó a que yo le acompañara. De todos modos, ante la insistencia de Dalí, accedió a leerme la obra. Los tres nos reunimos en el bar del sótano del «Hotel Nacional» que tenía tabiques de madera formando compartimientos como los de algunas cervecerías de la Europa Central.
Lorca empezó la lectura. Como ya he dicho, leía admirablemente. Sin embargo, había algo que me desagradaba en aquella historia del viejo y la muchacha que, al final del primer acto, terminan en una cama con dosel y cortinas.
Entonces, de la concha del apuntador sale un gnomo que dice: «Pues bien, respetable público, entonces don Perlimplín y Belisa…» Yo interrumpo la lectura dando una palmada en la mesa y digo:
—Basta, Federico. Es una mierda.
Él palidece, cierra el manuscrito y mira a Dalí. Éste, con su vozarrón, corrobora:
—Buñuel tiene razón. Es una mierda.
No llegué a saber cómo terminaba la obra. Tengo que confesar aquí que la admiración que me merece el teatro de Lorca es más bien escasa. Su vida y su personalidad superaban con mucho a su obra, que me parece a menudo retórica y amanerada.
Algún tiempo después, asistí al estreno de
Yerma
en el «Teatro Español» de Madrid, con mi madre, mi hermana Conchita y su marido. Aquella noche, me atormentaba de tal modo la ciática que tenía que estar con la pierna extendida sobre un taburete, en un palco. Se levanta el telón: un pastor cruza la escena muy despacio, para que le dé tiempo de recitar una larga poesía. Lleva en las pantorrillas pieles de cordero atadas con tiras de cuero. No acaba. Yo, impaciente, procuro resistir. Van sucediéndose las escenas. Empieza el tercer acto. Unas lavanderas lavan la ropa junto al decorado de un arroyo. Al oír unos cascabeles, exclaman: «¡El rebaño! ¡Viene el rebaño!» En el fondo de la sala, dos acomodadoras hacen sonar unos cascabeles. El todo Madrid encontraba muy original y moderna esta presentación. A mí me irritó vivamente y salí del teatro apoyándome en mi hermana.
Mi paso al surrealismo me había alejado —y así me mantendría durante mucho tiempo— de esta pretendida «vanguardia».
Desde la rotura de cristales de «La Closerie des Lilas», yo me sentía más y más atraído por la forma de expresión más irracional que proponía el surrealismo, como aquel surrealismo contra el que en vano intentara ponerme en guardia Jean Epstein. En la publicación
La Révolution surréaliste
apareció la fotografía de «Benjamin Péret insultando a un sacerdote» que me impresionó vivamente. Y en la misma revista se publicó una encuesta sobre sexualidad que me fascinó. Las preguntas habían sido formuladas a los distintos miembros del grupo, los cuales, aparentemente, respondían con plena libertad y franqueza. Hoy tal vez esto parezca trivial, pero entonces aquella encuesta — «¿Dónde prefiere hacer el amor? ¿Con quién? ¿Cómo se masturba usted?»— se me antojó extraordinaria. Fue, sin duda, la primera en su género.
En 1928, por iniciativa de la Sociedad de Cursos y Conferencias de la Residencia, vine a Madrid para hablar del cine de vanguardia y presentar varias películas:
Entreacto
, de René Clair, la secuencia del sueño de
La Fille de l’eau
, de Renoir,
Rien que les heures
, de Cavalcanti, así como varios planos con ejemplos de máximo ralentí, como el de una bala saliendo lentamente del cañón de un arma. Lo mejor de la sociedad madrileña, como suele decirse, asistió a la conferencia, que tuvo verdadero éxito. Después de las proyecciones, Ortega y Gasset me confesó que, de haber sido más joven, se habría dedicado al cine.
Antes de empezar la conferencia, dije a Pepín Bello que el momento me parecía muy indicado, ante aquel distinguido público, para anunciar la apertura de un concurso de menstruación y señalar el primer premio. Pero aquel acto surrealista —al igual que tantos otros— no llegó a realizarse.
En aquellos momentos, yo era sin duda el único español —de los que se habían ido de España— que tenía nociones de cine. Fue sin duda por esta razón que, con ocasión del centenario de la muerte de Goya, el Comité Goya de Zaragoza me propuso que escribiera y realizara una película sobre la vida del pintor aragonés, desde su nacimiento hasta su muerte. Yo hice un guión completo, ayudado por los consejos técnicos de Marie Epstein, hermana de Jean.
Después hice una visita a Valle-Inclán, en el Círculo de Bellas Artes, donde me enteré de que también él preparaba una película sobre la vida de Goya. Yo me disponía a inclinarme respetuosamente ante el maestro cuando éste se retiró, no sin darme algunos consejos. A la postre, el proyecto fue abandonado por falta de dinero. Hoy puedo decirlo: afortunadamente.
Yo conservaba una viva admiración por Ramón Gómez de la Serna. El segundo guión en el que trabajé estaba inspirado en siete u ocho cuentos breves del escritor. Para enlazarlos, se me ocurrió presentar en forma de documental las distintas etapas de formación de un periódico. Un hombre compra un periódico en la calle y se sienta en un banco a leerlo. Entonces aparecerían uno a uno los cuentos de Gómez de la Serna en las distintas secciones del periódico: un suceso, un acontecimiento político, una noticia deportiva, etc. Creo que al final el hombre se levantaba, arrugaba el periódico y lo tiraba.
Varios meses después, realicé mi primera película,
Un chien andalou
.
Gómez de la Serna se sintió un poco defraudado de que se abandonara el proyecto de la película inspirada en sus cuentos. Pero se consoló cuando la
Revue du cinéma
publicó el guión.
Esta película nació de la confluencia de dos sueños. Dalí me invitó a pasar unos días en su casa y, al llegar a Figueras, yo le conté un sueño que había tenido poco antes, en el que una nube desflecada cortaba la luna y una cuchilla de afeitar hendía un ojo. Él, a su vez, me dijo que la noche anterior había visto en sueños una mano llena de hormigas. Y añadió: «¿Y si, partiendo de esto, hiciéramos una película?»
En un principio, me quedé indeciso; pero pronto pusimos mano a la obra, en Figueras.
Escribimos el guión en menos de una semana, siguiendo una regla muy simple, adoptada de común acuerdo: no aceptar idea ni imagen alguna que pudiera dar lugar a una explicación racional, psicológica o cultural. Abrir todas las puertas a lo irracional. No admitir más que las imágenes que nos impresionaran, sin tratar de averiguar por qué.
En ningún momento se suscitó entre nosotros ni la menor discusión. Fue una semana de identificación completa. Uno decía, por ejemplo: «El hombre saca un contrabajo.» «No», respondía el otro. Y el que había propuesto la idea aceptaba de inmediato la negativa. Le parecía justa. Por el contrario, cuando la imagen que uno proponía era aceptada por el otro, inmediatamente nos parecía luminosa, indiscutible y al momento entraba en el guión.
Cuando éste estuvo terminado, en seguida advertí que la película sería totalmente insólita y provocativa y que ningún sistema normal de producción la aceptaría. Por eso pedí a mi madre una cantidad de dinero, para producirla yo mismo. Ella, convencida gracias a la intervención de un notario, accedió a darme lo que le pedía.
Regresé a París. Cuando hube gastado la mitad del dinero de mi madre en salas de fiestas, me dije que era necesario tener un poco de seriedad y que había que hacer algo. Me puse en contacto con los intérpretes, Pierre Batcheff y Simone Mareuil, con Duverger, el operador y con los estudios de Billancourt, donde, en unos quince días, se rodó la película.
En el plató no éramos más que cinco o seis. Los intérpretes no sabían absolutamente nada de lo que estaban haciendo. Yo le decía a Batcheff, por ejemplo: «Mira por la ventana, como si estuvieras escuchando a Wagner. Más patético todavía.» Pero él no sabía lo que estaba mirando. Técnicamente, yo poseía ya un conocimiento, una autoridad suficiente y me entendía perfectamente con Duverger, el operador.
Dalí no llegó hasta tres o cuatro días antes del final del rodaje. En el estudio, se encargó de echar pez en los ojos de las cabezas de asno disecadas. En una de las tomas, era uno de los hermanos maristas que Batcheff arrastra penosamente; pero no sería ésta la toma que se montara al fin (no recuerdo por qué razón). Se le ve un momento de lejos, corriendo en compañía de Jeanne, mi novia, después de la caída mortal del protagonista. El último día de rodaje, en El Havre, Dalí estaba con nosotros.
Una vez terminada, y montada la película, ¿qué podíamos hacer con ella? Un día, en el «Dôme», Thériade, de
Cahiers d’art
, que había oído hablar de
Un chien andalou
(yo guardaba cierta reserva con mis amigos de Montparnasse), me presentó a Man Ray. Éste había terminado hacia poco en Hyères, en casa de los Noailles, el rodaje de una película titulada
Le Mystère du château de Dé
(documental sobre la mansión de los Noailles y sus invitados) y estaba buscando un complemento de programa.
Man Ray me citó días después en el bar de «La Coupole» (que se había inaugurado hacía un año o dos) y me presentó a Louis Aragon. Yo sabía que los dos pertenecían al grupo surrealista. Aragon, tres años mayor que yo, estaba adornado con toda la gracia de los buenos modales franceses. Charlamos un rato y yo le dije que, en algunos aspectos, mi película podía considerarse surrealista, o así me parecía a mí.
Man Ray y Aragon vieron la película al día siguiente en el «Studio des Ursulines ». A la salida, muy convencidos, me dijeron que había que darle vida cuanto antes, exhibirla, organizar una presentación.
El surrealismo fue, ante todo, una especie de llamada que oyeron aquí y allí, en los Estados Unidos, en Alemania, en España o en Yugoslavia, ciertas personas que utilizaban ya una forma de expresión instintiva e irracional, incluso antes de conocerse unos a otros. Las poesías que yo había publicado en España antes de oír hablar de surrealismo dan testimonio de esta llamada que nos dirigía a todos hacia París. Así también, Dalí y yo, cuando trabajábamos en el guión de
Un chien andalou
, practicábamos una especie de escritura automática, éramos surrealistas sin etiqueta.
Había algo en el aire, como ocurre siempre. Pero tengo que añadir que, por lo que a mí respecta, mi encuentro con el grupo fue esencial y decisivo para el resto de mi vida.
Aquel encuentro tuvo lugar en el café «Cyrano» de la place Blanche, en el que el grupo celebraba sus sesiones diariamente. Me presentaron a Max Ernst, André Breton, Paul Éluard, Tristan Tzara, René Char, Pierre Unik, Tanguy, Jean Arp, Maxime Alexandre, Magritte. Todos salvo Benjamin Péret, que entonces estaba en el Brasil. Me estrecharon la mano, me ofrecieron una copa y prometieron no faltar a la presentación de la película, de la que Aragon y Man Ray les habían hecho grandes elogios.
Aquella primera proyección pública de
Un chien andalou
fue organizada con invitaciones de pago en las «Ursulines» y reunió a la flor y nata de París, es decir, aristócratas, escritores y pintores célebres (Picasso, Le Corbusier, Cocteau, Christian Bérad, el músico Georges Auric) y, por supuesto, el grupo surrealista al completo.
Muy nervioso, como es de suponer, yo me situé detrás de la pantalla con un gramófono y, durante la proyección, alternaba los tangos argentinos con
Tristán e Isolda
. Me había puesto unas piedras en el bolsillo, para tirárselas al público si la película era un fracaso. Tiempo atrás, los surrealistas habían abucheado
La coquille et le clergyman
, película de Germaine Dulac (sobre guión de Antonin Artaud) que a mí, no obstante, me gustaba. Yo esperaba lo peor.
No necesité las piedras. Cuando terminó la película, desde detrás de la pantalla oí grandes aplausos y, discretamente, me deshice de mis proyectiles, dejándolos caer al suelo.
Mi entrada en el grupo surrealista se produjo como algo sencillo y natural.
Fui admitido a las reuniones que se celebraban diariamente en «Cyrano» y, alguna que otra vez, en casa de Breton, en el 42 de la rue Fontaine.
El «Cyrano» era un auténtico café de Pigalle, popular, con putas y chulos.
Llegábamos, generalmente, entre cinco y seis de la tarde. Las bebidas consistían en «Pernod», mandarín-curaçao y picón-cerveza (con una gota de granadina).
Esta última era la bebida favorita del pintor Tanguy. Bebía un vaso y luego otro. Al tercero, tenía que taparse la nariz con dos dedos.
Aquello se parecía a una peña española. Se leía, se discutía tal o cual artículo, se hablaba de la revista, de un testimonio que había que dar, de una carta que había que escribir, de una manifestación. Cada cual exponía su idea y daba su opinión. Cuando la conversación debía girar en torno de un tema concreto y más confidencial, la reunión se celebraba en el estudio de Breton, que quedaba muy cerca.
Cuando yo llegaba de los últimos, no daba la mano más que a los que estaban cerca de donde yo iba a sentarme y me limitaba a saludar con un ademán a André Breton si estaba lejos de mí. Un día preguntó a otro miembro del grupo: «¿Es que Buñuel tiene algo contra mí?» Le respondieron que yo no tenía nada contra él, pero que detestaba la costumbre francesa de dar la mano a todo el mundo en todo momento (costumbre que después prohibiría en el plató de
Esto se llama la aurora
).
Al igual que todos los miembros del grupo, yo me sentía atraído por una cierta idea de la revolución. Los surrealistas, que no se consideraban terroristas, activistas armados, luchaban contra una sociedad a la que detestaban utilizando como arma principal el escándalo. Contra las desigualdades sociales, la explotación del hombre por el hombre, la influencia embrutecedora de la religión, el militarismo burdo y materialista, vieron durante mucho tiempo en el escándalo el revelador potente, capaz de hacer aparecer los resortes secretos y odiosos del sistema que había que derribar. Algunos no tardaron en apartarse de esta línea de acción para pasar a la política propiamente dicha y, principalmente, al único movimiento que entonces nos parecía digno de ser llamado revolucionario: el movimiento comunista. Ello daba lugar a discusiones, escisiones y querellas incesantes. Sin embargo, el verdadero objetivo del surrealismo no era el de crear un movimiento literario, plástico, ni siquiera filosófico nuevo, sino el de hacer estallar la sociedad, cambiar la vida.