—¿Cómo que no era para ponerse así? Después de seis meses me vienes con esto y sólo porque se te ha escapado… ¿Cuándo pensabas contármelo?
—Vale —admito—. Te lo tenía que haber contado antes pero pensé que sabiendo lo de Pablo te lo habrías imaginado…
—Ya te he dicho que no, muchas mujeres se han casado o se iban a casar y luego han descubierto que eran lesbianas —se defiende ella incómoda.
—Pero no era para dejarme de hablar. Y menos delante de estas… —le reprocho.
—No he podido evitarlo…
—No he podido evitarlo, no he podido evitarlo —repito con acritud—. ¿Alguna vez te paras a pensar las cosas antes de hablar?
—Oye, si quieres discutir otra vez no cuentes conmigo —espeta ella molesta haciendo ademán de levantarse de la cama. Yo la retengo por el brazo.
—No quiero discutir, quiero hablar. Y dejarte las cosas claras. Seguro que ya te has estado emparanoiando y pensando que te voy a acabar dejando por un tío —afirmo. Ruth calla—. Mira, ya he pasado por esto una vez y no quiero volver a caerme con todo el equipo. Si tanto problema te supone prefiero que me lo digas ahora —la miro esperando una respuesta. Ruth mantiene la cabeza gacha. La cojo por la barbilla y se la levanto—. ¿Ruth?
Ella se deshace de mi mano y mira hacia otro lado.
—Supongo que puedo acostumbrarme —dice finalmente—. Qué remedio me queda… —murmura con desgana.
—¿Qué remedio te queda? Podrías dejarme —le digo categórica.
Pero es al escuchar eso cuando Ruth vuelve a girar la cabeza y me mira fijamente a los ojos.
—No quiero dejarte —sentencia con un aplomo y una seguridad que consigue sorprenderme. No puedo evitar esbozar una leve sonrisa.
—Me alegra escuchar eso —le digo—. Porque yo tampoco quiero que me dejes.
El semblante de Ruth cambia de súbito. A veces es como una niña, cambiando de estados de ánimo con esa facilidad tan pasmosa. Ahora es como si nada hubiera ocurrido. Se la ha olvidado la discusión, se le ha olvidado el enfado. O lo está obviando. Lo deja a un lado.
—En fin… —suspira—. ¿Salimos esta noche o quieres quedarte en casa? —me pregunta. Por un momento me recuerda a un perrillo que después de recibir una regañina menea el rabo y saca la lengua, contento de poder jugar otra vez.
—Me da igual —me encojo de hombros—. Podemos salir un rato y volvernos pronto.
Ruth sonríe y me da un beso. Luego me abraza y las dos nos recostamos de nuevo sobre la cama. La mantengo abrazada a mí y miro al techo más calmada. Contenta también de haber dado por terminada la discusión. De momento. Porque intuyo que, pese a todo, un miedo más acaba de engrosar la ya larga lista de Ruth.
—¡No veas el mosqueo que se acaba de pillar Ruth hace un momento!
—¿Por qué?
—Bueno, con decirte que Ali y yo hemos salido literalmente corriendo de su casa…
—¡Ah! ¿Era hoy cuando comías con ellas?
—Sí, era hoy.
—¿Y qué es lo que ha pasado?
—Pues nada, que Ali nos estaba contando que en la asociación había conocido a una chica que, aunque era lesbiana, creía que le gustaba un tío. Y nos hemos puesto a hablar de lo de ser bisexual y esas cosas… El caso es que, de repente, Sara ha empezado a defender el tema y digamos que se le ha escapado que ella es bisexual. Y no veas cómo se ha puesto Ruth.
—Joder, tampoco es tan raro…
—Sí, bueno, según se mire… Pues nada más decirlo, Ruth me dice que la acompañe al Vips a comprar unos helados. Y, vamos, no creo que hayamos tardado más de quince minutos en volver pero le ha dado tiempo de sobra a ponerme la cabeza como un bombo.
—¿No lo sabía?
—No tenía ni idea. Lo único que sabía es que Sara tuvo un novio hace unos años y que estaba pensando en casarse cuando lo dejaron. Pero vamos, que esa es la historia típica de muchas, lo de tener el novio formal y cuando la cosa ya apunta a la vicaría, dejarlo…
—Lo que no entiendo es por qué Ruth se ha puesto como dices. A ella debería importarle que Sara esté con ella no lo que haya hecho antes…
—Yo le he intentado quitar hierro el asunto a ver si se calmaba pero la verdad es que la entiendo, a mí tampoco me haría gracia que tú fueras bisexual…
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—No me irás a decir que tú también lo eres, ¿verdad?
—No, no lo soy, tranquila… Pero, ¿por qué dices que la entiendes?
—Joder, Pitu, ya sabes la fama que tienen las bisexuales de jugar con las tías… Que si ahora están contigo y te quieren mucho pero luego aparece un tío que les mola y se les caen las bragas…
—Eso es una tontería. También puede aparecer otra tía y se les pueden caer las bragas igual…
—Pero justo por eso, Pitu, ya bastante preocupación es que pueda aparecer una tía que te birle a la novia como para encima estar pensando que también te la puede birlar un tío…
—¡La madre que os parió, Pilar! Parecéis dos adolescentes…
—¿Y a ti por qué te hace tanta gracia?
—Porque me parece absurdo tener una relación y estar preocupándote por quién te pueda quitar a tu novia.
—Pero sabes que esas cosas pasan…
—Pues cuando pasen será el momento de preocuparse, ¿no te parece?
—Sí, si puede que tengas razón…
—Pero Pilar, mírame a mí.
—¿A ti por qué?
—¿Cómo que por qué? Joder, tú y yo nos vemos muy poco y la mayoría de las veces que sales no es conmigo. ¿Qué ganaría yo preocupándome por a quién pudieras conocer por las noches?
—¿No te preocupa que pueda conocer a alguien?
—No es que no me preocupe. Se me ha pasado por la cabeza algunas veces. Pero confío en ti…
—¿Confías en mí?
—Sí, bobita, confío en ti. Y si seguimos juntas viéndonos tan poco como nos vemos es porque tú quieres estar conmigo. Y yo contigo, claro. Y lo mismo en el caso de Ruth. Tú eres la primera que se cansa de decir lo mucho que está cambiando Ruth, yéndose a Barcelona cada dos por tres para ver a Sara. Y Sara también viene a Madrid. A estas alturas no creo que sea por capricho sino porque quieren estar juntas.
—Pero se lo podía haber dicho antes…
—Sí, a lo mejor ahí es donde se lo ha montado mal. Aunque a lo mejor no lo ha hecho porque sabía que Ruth reaccionaría así. Pero mira, que a Ruth le moleste que Sara sea bisexual me parecen ganas de hacerse la damisela ofendida…
—No, si ofendida estaba un rato…
—Pues ya se le pasará… Oye, yo salgo en diez minutos, ¿me esperas en Plaza Castilla, en el sitio del otro día?
—Sí, estoy a punto de meterme en el metro, si sólo te llamaba para decírtelo…
—Bueno, pues en un ratito estoy allí, no tardo.
—Pitu…
—¿Qué?
—Que eres un sol…
E
scuchas los movimientos de David por el piso. Es sábado por la mañana y le ha dado por ejercer de amo de casa. Lo oyes pasar la aspiradora, fregar el suelo, poner una lavadora, hacer múltiples ruidos que indican que está limpiando y ordenando. Vuestros otros compañeros de piso no están. El primo de David está en el pueblo y el otro está trabajando. Mientras tanto, tú te recluyes en tu cuarto, intentando convencerte a ti misma de que debes estudiar, de que lo más interesante del mundo en este momento son los libros y las pilas de apuntes que cubren tu escritorio. Y así debería de ser si no fuera porque tu cabeza se niega a asimilar el más mínimo dato.
Llevas varios días evitándolo. Saliendo de tu habitación lo menos posible para no cruzarte con él. La excusa de los exámenes te cubre las espaldas. No crees que David pueda pensar que hay otro motivo para tu encierro. Durante toda la semana sólo has sabido de él a través de los ruidos que ha hecho en el piso. El despertador por las mañanas y la ducha apresurada antes de irse a trabajar. La puerta abriéndose en la tranquilidad de media tarde, la música sonando a volumen bajo porque sabes que no quiere molestarte, la llegada de vuestros otros compañeros de piso, las conversaciones entre ellos, la televisión encendida, los ruidos en la cocina mientras se preparan algo de comer, de vez en cuando una llamada al móvil, escuchándolo hablar al otro lado de la pared, unas carcajadas de vez en cuando, luego un súbito cambio en el tono de voz como si le estuviera contando alguna confidencia a su interlocutor. Durante toda esa semana has tratado de salir de tu habitación sólo cuando él no estuviera en el piso. Si tenías que salir cuando él ya había llegado procurabas hacerlo en los momentos en los que sabías que también estaba en su cuarto. Salías del tuyo casi de puntillas, haciendo el menor ruido posible, ibas al baño o a la cocina a por algo de beber —lo único que te puede hacer salir— y volvías sobre tus pasos con el mismo sigilo, confiando en no cruzártelo por el pasillo.
El estado de nerviosismo y ansiedad que te domina te sorprende sobremanera. Y no te puedes engañar diciendo que son los exámenes los que te tienen así. Por primera vez en tu vida unos exámenes no te preocupan lo más mínimo. Te cuesta reconocer en ti a alguien a quien lo mismo le da suspender que aprobar. De cara al resto finges estudiar como una posesa. De cara a ti misma haces como que estudias, sentándote todos los días ocho o diez horas frente a tu escritorio a menear apuntes y abrir y cerrar libros, buscando bibliografías en Internet, jugando a subrayar frases que no entiendes porque ni siquiera te paras a leerlas. En realidad lo único que haces es aguzar el oído cada vez que oyes abrirse la puerta del piso. Decepcionándote cuando te das cuenta de que quien entra no es David. Prestando más atención cuando sí es él para imaginar lo que estará haciendo por los sonidos que te llegan a través de la puerta cerrada.
Le has dado muchas vueltas a lo que sientes en las últimas semanas. Hablar con Sara te calmó momentáneamente por el mero hecho de que pudiste contárselo a alguien. La verdad, no esperabas que fuera precisamente ella la que te comprendiera. No sabrías decir por qué pero nunca hubieras imaginado que Sara fuese bisexual. Aunque tampoco es que la conozcas demasiado. Lo poco que has podido ver de ella ha sido en las raras ocasiones en las que habéis coincidido cuando ha venido a Madrid y Ruth y ella han decidido salir a dar una vuelta. Esos encuentros, por lo escasos y porque siempre se dan en marcos que no invitan a la charla personal —bares, cafeterías, alguna que otra terraza ahora que hace buen tiempo y siempre rodeadas de más gente— no te habían permitido conocer mucho de ella. Lo que sí te esperabas era la reacción que tuvieron Ruth y Pilar. Y eso que se suponía que estabas hablando de alguien a quien ellas no conocían. Prefieres no pensar en lo que habrían dicho si hubiesen sabido que eras tú a quien le estaba ocurriendo lo que contaste. Pero no se lo reprochas. Reconoces que tú misma, hasta hace no mucho, habrías tenido una reacción mucho más negativa que la que ellas tuvieron.
Has estado haciendo memoria, intentando recordar cuándo empezó a cambiar tu opinión acerca de los hombres, cuándo dejaste de considerarlos el enemigo para comenzar a verlos como personas. No lo recuerdas así que supones que el cambio fue gradual. Sí que sabes que debió de ser antes de conocer a David, de lo contrario nunca se te hubiera ocurrido compartir piso ni con él ni con tus otros compañeros por muy gays que fueran. Lo que sí es cierto es que a raíz de conocer a David tu forma de ver a los hombres ha ido cambiando. No es que ahora pienses que todos son buenos y merecen una oportunidad. El macho ibérico te sigue dando la misma grima que antes. Y tus convicciones acerca del daño que hace a las mujeres la sociedad patriarcal y falócrata en la que están inmersas siguen siendo tan sólidas como siempre. Pero ahora ves algunas cosas de distinto modo. Porque ahora hay un hombre cerca de ti que te ha demostrado no estar cortado por el mismo patrón que tantas veces habías visto en la mayoría —por no decir todos— de hombres que se habían cruzado en tu camino. Y eso te ha contrariado. Te ha roto los esquemas.
Has pensado mucho últimamente en cómo ha transcurrido tu vida. Todo el mundo piensa —y no le falta razón— que lo has tenido más fácil que nadie. Naciste en una familia formada por dos mujeres. Dos mujeres que te educaron de un modo en el que siempre tuvieras presente la diversidad que existía en el mundo. Que había gente con un padre y una madre. O que se criaba sólo con uno de ellos. O con sus abuelos. O con sus tíos. O con otro familiar. Que había quienes como tú, tenían dos mamás o dos papás y había quienes no los tenían y esperaban tenerlos algún día. Para ti la homosexualidad siempre fue algo natural. Tus madres no te empujaron a ella. Siempre te dejaron claro que les daría igual que el día de mañana te presentaras en casa con tu novio o con tu novia. Simplemente te enseñaron que había más de una posibilidad.
En el colegio y, más tarde, en el instituto, fue donde te empezaste a dar cuenta de que las cosas no eran tan fáciles como tú habías pensado. Si bien durante tu infancia tus madres intentaron ser prudentes y te aleccionaron para que tuvieras cuidado a la hora de decir con quién vivías, en cuanto creciste un poco fuiste tú la que pecó de indiscreta contando tu situación familiar. Aunque en el fondo te daba igual y lo hiciste por seguir abanderando tu rebeldía, esa que ya te hacía diferente de los demás por sacar siempre y sin excepción sobresalientes o por leer todo libro que cayera en tus manos. Siempre te consideraron rara y tener dos madres sólo añadió una rareza más a tu persona. Poco te importaba que te comenzaran a llamar bollera por los pasillos. Si ser bollera implicaba no tener tratos con esos chavales estúpidos y engreídos que jugaban al fútbol como animales y no ser como esas niñas bobas que suspiraban por ellos pues bien, lo eras. Y bien orgullosa de serlo estabas. Aunque a los quince, a los dieciséis años no hubieras sentido atracción por ninguna chica. Nunca hubo una mejor amiga por la que tuvieras un cariño especial. Ni ninguna profesora que provocara en ti esa típica admiración que lleva a muchas a pensar que se han enamorado.
No fue hasta los diecisiete cuando por primera vez besaste a una chica. Habías comenzado a frecuentar los
chats
de Internet. En poco tiempo te introdujiste en una pandillita de chicas de tu edad. Solíais quedar en Chueca por las tardes, después de clase. Los fines de semana alargabais un poco más el tiempo, hasta la medianoche. La mayoría se sorprendía al saber que tenías dos madres y que, lógicamente, eran pareja. Eras la única que no tenía que mentir acerca del sitio en el que quedaba con sus amigas. Aunque aún no hubieras dicho en voz alta que eras lesbiana. Pero era cuestión de tiempo que surgiera algo con alguna de las chicas de la pandilla. Sólo cuando esto ocurrió les comentaste a tus madres que estabas saliendo con alguien y que ese alguien era otra chica. Ellas no se sorprendieron, ya sabían que te estabas moviendo por sitios de ambiente. Sin embargo, en el fondo pensaste que se alegraron, que si les hubieras dicho que tenías novio en vez de novia se habrían sentido decepcionadas de alguna manera.