Authors: Patricia Cornwell
—Correcto. Y no me corresponde a mí decidir quién es culpable y quién no, ni tiene por qué importarme. Solo informo de mis hallazgos y el resto depende del juez y el jurado —explica—. ¿Por qué no echas un vistazo a lo que he dejado para ti y luego hablamos?
—Tengo entendido que Jaime también habló contigo de Barrie Lou Rivers. Me pregunto si podría echar un vistazo a su caso ya que estoy en ello.
—Jaime Berger tiene copias. Presentó las solicitudes de registros hace por lo menos dos meses.
—Si no es mucho problema, prefiero siempre los originales cuando los puedo conseguir.
—Ese registro no está en papel, porque es más reciente. Ya sabes, el GBI ha pasado al sin papel. Te lo puedo imprimir o puedes leerlo en el ordenador.
—El electrónico está bien. Lo que sea más fácil.
—Admito que es extraño —comenta—. Pero no me pidas que vaya por el camino de lo cruel e inusual. También sé el rollo de Berger en ese caso, y cómo todo es un bonito rompecabezas que está armando. ¿No es bonito lo que digo? Destinado a sorprender y asquear. Es como si ella ya estuviese ensayando para la conferencia de prensa, pensando en las menciones escandalosas que podría hacer sobre cómo los condenados son torturados hasta la muerte en Georgia.
—Es raro que alguien a la espera de la ejecución muera de repente en la celda de detención fuera de la cámara de la muerte —le recuerdo—. Sobre todo porque se supone que la persona está vigilada cada segundo.
—Seamos sinceros, Kay, es probable que no la vigilasen cada segundo —dice—. Supongo que comenzó a sentirse mal después de comer. Quizá creyeron al principio que era una indigestión, cuando en realidad estaba sufriendo los síntomas clásicos de un infarto. Y en el momento en que los guardias se alarmaron lo suficiente para pedir ayuda médica, ya era demasiado tarde.
—Esto ocurrió muy cerca del momento en que se suponía que debía ser llevada a la cámara de la muerte ya preparada —contesto—. Se supone que tendría que haber habido personal médico a mano, incluido el médico que iba a ayudar en la ejecución. Cualquiera esperaría que un médico o al menos alguien del escuadrón de la muerte entrenado en RCP estuviese cerca y con capacidad para responder sin demora.
—Esa podría haber sido muy bien la ironía de este siglo. Un miembro del escuadrón de la muerte o el propio verdugo la resucita el tiempo suficiente para matarla. —Colin se levanta de su escritorio y me entrega la caja de pastillas—. Por si quieres más. Yo las compro a toneladas.
—Me imagino que no pasa nada si Marino lo ve.
—Trabaja contigo y tú confías en él, no tengo ningún problema. En todo momento estará a tu lado uno de mis técnicos patólogos. Colin tiene que tener a alguien conmigo en la habitación, no solo para su protección, sino también por la mía. Él debe estar en condiciones de declarar, bajo juramento, que yo no he podido añadir un documento en un expediente o llevarme algo conmigo.
—También estoy interesada en las prendas que tú y el GBI todavía podríais tener —agrego, mientras él me acompaña por el pasillo, más allá de los despachos de otros patólogos forenses, el antropólogo forense y los laboratorios de histología, más allá de la sala de descanso, los lavabos, y luego llegamos a la sala de conferencias a nuestra derecha.
—Me imagino que te refieres a la ropa de Lola Daggette que estaba lavando en su cuarto de baño en la casa de acogida. ¿O a las prendas que vestían las víctimas cuando las asesinaron?
—Todo lo que tengas —respondo.
—Incluido lo que fue presentado como prueba en el juicio.
—Todo.
—Supongo que podría llevarte a la casa si quieres.
—La he visto por fuera.
—Se podría arreglar para que la visitases. No sé quién vive allí ahora y no creo que se muestren encantados.
—No es necesario en este momento, pero ya te lo diré después de leer los casos.
—Puedo pedir que te instalen un microscopio si deseas ver las platinas originales. Mandy puede ocuparse; Mandy O’Toole estará allí con vosotros. O podemos hacer más cortes, crear un segundo grupo de platinas, porque, por supuesto, todavía tengo las secciones de tejido. Sin embargo, si hacemos más cortes, estaremos creando nuevas pruebas. Pero tendrás cualquier cosa que responda a cualquiera de tus preguntas.
—Vamos a ver primero cuáles son.
—La ropa está guardada en varios lugares. Pero la mayoría se encuentra en nuestros laboratorios. No dejo que nada esté muy lejos de mi vista.
—No me cabe la menor duda.
—No sé si ustedes dos se conocen —dice mientras me doy cuenta de la presencia de una mujer vestida con prendas quirúrgicas azules y una bata de laboratorio en la puerta de la sala de conferencias.
Mandy O’Toole sale y me da la mano. Calculo que ronda los cuarenta, alta y todo piernas, como un potro, y lleva el pelo negro largo recogido hacia atrás. Es atractiva de una manera inusual, los rasgos asimétricos, los ojos azul cobalto, le dan una apariencia desconcertante, pero agradable a la vez. Colin me saluda con el dedo índice y me deja a solas con ella en una habitación de tamaño modesto, con una mesa con acabado de cerezo, rodeada por ocho sillas de cuero negro con cojines esponjosos. Ventanas con cristales de un grosor poco habitual y recios marcos de aluminio que dan a un aparcamiento cerrado por una cerca de tela metálica, y más allá un bosque de pinos de color verde oscuro se extiende sin fin en el cielo pálido.
—¿Jaime Berger no está con usted?
Mandy O’Toole se mueve hacia el otro extremo de la mesa, donde hay una botella de Vitaminwater y un BlackBerry con auriculares, y se sienta en una silla.
—Creo que vendrá más tarde —contesto.
—Es de esas personas que no se detienen nunca, lo que es bueno si eres como ella. Ya sabe, todo vale. —La técnica patóloga de Colin comienza a hablar de Jaime, como si le hubiese preguntado—. Coincidí con ella en el lavabo cuando vino aquí hace un par de semanas. Me estaba lavando las manos y empezó a preguntarme, sin más, por el nivel de adrenalina de Barrie Lou Rivers.
Había advertido algo histológico que podría apuntar a un aumento de la adrenalina como indicativo del estrés y el pánico, como si la reclusa hubiese sufrido abusos la noche de su ejecución. Le respondí que la histología no podía mostrar algo así porque no se puede ver la adrenalina en el microscopio. Para saberlo sería necesario un estudio bioquímico especial.
—Estudio que, conociendo a Colin, ordenó —comento.
—Así es él. No deja piedra sin mover. Sangre, humor vítreo, el líquido cefalorraquídeo, y creo que ese fue el resultado de laboratorio que pudo haber encontrado la señorita Berger. Barrie Lou Rivers tenía un nivel de adrenalina moderadamente elevado. Pero la gente suele apresurarse demasiado a sacar conclusiones ante resultados como estos. ¿No le parece?
—La gente a menudo se apresura a leer todo tipo de cosas en los resultados que no necesariamente encajan con la realidad —respondo.
—Si alguien sufre un episodio traumático como un infarto o un atragantamiento con la comida, sin duda puede dejarse llevar por el pánico y segregar una gran cantidad de adrenalina antes de la muerte —dice con una expresión firme en sus ojos azules—. Si me estuviese ahogando, estoy segura de que bombearía litros de adrenalina. No hay nada que provoque más pánico a una persona que no poder respirar. Vaya, es un pensamiento horrible.
—Sí, lo es.
Me pregunto de nuevo qué habrá estado diciendo Jaime Berger de mí. Le dijo a Colin que ayer visité a Kathleen Lawler en la GPFW. ¿Qué otra cosa ha estado diciendo Jaime? ¿Por qué Mandy O’Toole me mira con tanta atención?
—Solía verla cuando usted salía en aquel programa de la CNN —añade entonces, y me doy cuenta del porqué de su interés—. Lamento que lo dejara porque creo que era bueno de verdad. Por lo menos ofrecía algo de sentido común sobre la medicina forense y no todo ese griterío y sensacionalismo de algunas series. Debe ser genial tener tu propio programa. Si alguna vez tiene otro y necesita alguien que hable de histología...
—Es muy amable, pero lo que estoy haciendo estos días no es necesariamente compatible con tener un programa de televisión.
—Yo aceptaría corriendo si me lo propusiesen. Pero a nadie le interesa lo que ocurre con los tejidos. Supongo que la parte más interesante es obtener muestras del cuerpo, ya sabe lo que hay que hacer. Sin embargo, encontrar el fijador perfecto y saber cuál hay que usar es muy emocionante.
—¿Cuánto hace que trabaja con Colin?
—Desde 2003. El mismo año en que el GBI comenzó a informatizarse, sin papeles. Así que tiene suerte, o no, con los casos de los Jordan, según cómo se mire. Ahora todo es electrónico, pero no lo era en ese entonces, en enero de 2002. Yo no sé usted, pero me sigue gustando el papel. Siempre hay una cosa que alguien decide no analizar, a excepción de cuando se trata de Colin. Es un loco obsesivocompulsivo. No le importa si se trata de una servilleta de papel que se mezcló con los documentos, igualmente entra en el archivo. Siempre dice que el diablo está en los detalles.
—Y tiene razón —afirmo.
—Yo debería haber sido investigadora. No dejo de pedirle que me envíe a una escuela de investigación forense, como la de la ciudad de Nueva York, la oficina del jefe médico forense donde estuvo usted, pero todo es una cuestión de dinero. No lo hay. —Coge el BlackBerry y los auriculares de la mesa—. Tengo que dejar que trabaje. Avíseme si necesita algo.
Cojo el archivador que está encima de la pila de cuatro en el extremo de la mesa más cercano a la puerta, y un rápido vistazo confirma lo que podía haber esperado, pero sin duda no esperaba. Colin me ha ofrecido respeto colegial y cortesía profesional y mucho más que eso. Por ley está obligado a revelar solo las pruebas que generó directamente, como el informe de la investigación inicial del médico forense, los informes preliminares y finales de la autopsia, y el final, las fotografías de la autopsia, los informes del laboratorio y los estudios especiales solicitados.
Podía ser tacaño si quería con sus notas personales y las hojas de llamada y pasar por alto convenientemente casi todos los documentos que quisiera, y obligarme a pedírselo y con toda probabilidad a tener que discutir con él. Peor aún, podía tratarme como a alguien del público o de los medios de comunicación, lo que significaría escribir una carta de solicitud oficial que tendría que ser aprobada y respondida con una factura por los servicios y los costes devengados. El pago tendría que ser recibido antes del envío de los documentos, y para el momento en que todo esto estuviera dicho y hecho, yo estaría de vuelta en Cambridge y sería mediados de julio o más tarde.
—Suze hizo la toxicología de Barrie Lou Rivers. —El vozarrón de Marino le precede en su entrada a la sala de conferencias y mira a Mandy O’Toole sentada al otro extremo de la mesa—. No sabía que hubiera nadie más aquí —añade y siempre sé cuándo le gusta lo que está mirando.
Ella se quita los auriculares y le dice:
—Hola. Soy Mandy.
—¿Sí? ¿Qué haces?
—Soy técnica de patología y algo más.
—Soy Marino. —Se sienta en la silla a mi lado—. Me puedes llamar Pete. Soy un investigador y algo más. Supongo que tú eres el guardián.
—No te preocupes por mí. Estoy escuchando música y poniéndome al día con el correo electrónico. —Se pone los auriculares de nuevo—. Puedes decir lo que quieras. Yo solo soy un florero.
—Sí, lo sé todo de los floreros —afirma Marino—. No te puedo decir la cantidad de casos que fracasan debido a los floreros que filtran información.
Apenas les escucho mientras cojo un listado de lo que Colin Dengate ha puesto a mi disposición, y estoy agradecida y aliviada.
Casi quiero buscarle para darle las gracias y, en parte, podría ser una reacción a cómo fui engañada y manipulada por Jaime Berger, y a lo denigrada y molesta que me siento. Colin podría haber recurrido, sin problemas, a un sinfín de maniobras y estratagemas para hacer inconveniente, si no imposible, revisar cualquier cosa.
Pero no lo ha hecho.
Con independencia de cualquier opinión personal que pueda tener sobre la culpabilidad de Lola Daggette, no está tratando de forzar a los demás a que acepten lo que él percibe como justo. Por el volumen de los archivos que ha dejado para que revise, está haciendo todo lo contrario. Ha vetado poco si es que lo ha hecho, y están los registros que se podría argumentar que no debería revelar, y este pensamiento conduce a otros. No sería tan generoso sin obtener la aprobación del fiscal de distrito del condado de Chatham, Tucker Ridley, y yo no habría esperado de Ridley que cediese nada más allá de sus obligaciones legales, conforme a lo dispuesto por la ley estatal de los registros abiertos. Podrían haberme ofrecido solo los informes del médico forense más básicos, cuando lo que más me interesa es todo el resto.
Los informes policiales del incidente y la detención, incluidos los historiales médicos y penales, o declaraciones de testigos, cualquier cosa que haya encontrado en su camino el expediente del caso de un causante, porque el detective entregó copias al médico forense, y si el médico forense es como yo, cada pedazo de papel, cada archivo electrónico se conserva. Creí que todos estos documentos quedarían excluidos. Cuando Colin me acompañó a esta sala de conferencias, esperaba encontrar muy poco para revisar y pensaba que al cabo de una hora estaría yendo por el pasillo hacia su despacho para que rellenara los espacios en blanco, si es que estaba dispuesto.
—Cualquier cosa que pase por aquí, acabo por enterarme de todas maneras.
Mandy se ha quitado los auriculares de nuevo.
—¿Es cierto? —Marino coquetea con descaro—. ¿Qué sabes de Barrie Lou Rivers? ¿Qué dicen los rumores? ¿Conoces el caso?
—Hice la histología, entré y salí de la sala de autopsias para recoger las secciones de tejido mientras Colin hacía la autopsia.
—Has tenido que venir fuera de tu horario habitual —dice Marino como si estuviese investigando a Mandy O’Toole por algo—. No apareces en el listado como testigo oficial. Un guardia de la prisión llamado Macon y otro par de personas. No recuerdo haber visto tu nombre.
—Eso es porque no era testigo oficial.
Muevo mi silla para observar un paisaje de pinos esqueléticos y los buitres que planean muy alto por encima de ellos como cometas negros, y decido que se podría argumentar que el caso de los Jordan ya no está activo y que ha finalizado cualquier pleito directo. Esto podría explicar por qué el fiscal de distrito tomó la decisión calculada de no ponerme impedimentos. Cuando una investigación concluye, sus documentos se pueden consultar, y al continuar con mi razonamiento, se me ocurre que Tucker Ridley podría muy bien haber acabado con Lola Daggette. A pesar de los nuevos análisis de las pruebas solicitados por Jaime, en la mente de Tucker Ridley y quizás en la de Colin Dengate, la investigación quedó terminada cuando se agotaron las apelaciones de Lola Daggette y el gobernador se negó a cambiar su sentencia de muerte por la de cadena perpetua.