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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (22 page)

BOOK: No acaba la noche
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30 de abril. 1.30 horas

«Esa zorra ha pasado más rato dentro del baño que fuera. Como vuelva a ver a ese pedazo de carne negra haciendo guardia en la puerta, le monto un pollo a la pava que se le va a quedar su bonita cara como un culo.» Curra Susín está sulfurada. Linda Gangstey ha llegado a la fiesta tarde y acompañada por un par de amigas, también modelos, de las que nadie sabe el nombre porque ella no se ha dignado todavía hablar con ninguno de los asistentes. Desde que se ha servido el primer plato, los viajes de las tres esculturas humanas al lavabo situado en la zona vip han sido constantes, y si ya ellas solitas son un foco de atención suficiente, no ayuda a la discreción el hecho de que coloquen en la puerta al guardaespaldas de la Gangstey, un amenazante negro calvo, mientras se demoran diez minutos en salir. Se trata de uno de esos contenedores-baño móviles, de los utilizados en conciertos y otras concentraciones masivas, que alberga ocho retretes, en principio, más que suficientes para atender la demanda de las señoras sentadas en mesas preferentes. El problema reside en que el negro cierra el paso a la caravana entera, lo que significa que cada incursión de las chicas deja sin váter a la zona. Teniendo en cuenta que la Gangstey y sus amiguitas han hecho cuatro o cinco viajes por hora y que cada uno de ellos mantiene el lugar cerrado durante alrededor de diez minutos, ha llegado un momento en el que Curra Susín se ha quedado sin argumentos para justificarlas ante el creciente enfado de las asistentes más importantes. Incluso la mujer del alcalde, acompañada por la de un ministro catalán, ha tenido que desplazarse a la zona de los cenantes comunes para evacuar. «Esto es un desastre completo, Sarita, me mandan a esa tía, que no vale un pimiento, que por el momento no ha hecho más que mear, o aquello a lo que sea que se dedican allí dentro, y dar desplantes a todo el mundo, y tú te presentas con Antonia, que ya sabes que no me hace ninguna gracia que vayáis juntas. Tú no tienes nada que ver con esa inútil, mi niña, intenta metértelo en la cabecita, no te va a aportar nada bueno. Lo mínimo que se te puede pegar a su lado son unas ladillas. ¡Es la única persona de esta época que conozco que ha tenido ladillas, la muy puta! Y te advierto que llevarla al lado te baja puntitos, niña, piensa que tú eres distinta y por eso tengo contigo el trato que tengo, pero si según quiénes te empiezan a relacionar con Antonia, la cosa caerá en picado, algo que no nos conviene a ninguna de las dos, pero sobre todo no te conviene a ti, zorrita… ¡Coño!, es otro nivel.» Antonia es el nombre real de aquella que se hace llamar Ulrike Yanko y que en estos momentos espera en una mesa lejana el regreso de Sara Pop. Ésta se ha acercado hasta la Susín preparada para recibir el discursito de turno, así que pone la cara prevista, aguanta el chaparrón con gesto de inocencia y morrete caprichoso y le pregunta dónde y cuándo por fin va a empezar la fiesta, «si es que hay fiesta, vaya». Está molesta porque, con Linda Gangsley y sus amigas haciéndose notar constantemente, a ellas dos se les queda el brillo a la altura de las reinas de fiesta patronal. Para colmo, Curra ha sacado toda la artillería y tiene a una docena de rostros conocidos, televisivos, jóvenes, solteros y bien dispuestos diseminados por la mejor zona, mientras ellas han sido colocadas cerca del área de la prensa, en una mesa de parejas que ni se conocen ni han demostrado la menor intención de hacerlo en las casi tres horas que ha durado el ágape.

La mujer la agarra por la cintura y la guía entre las mesas hasta uno de los extremos del improvisado comedor. Sólo le dirige tres palabras por el camino, «después te cuento», que desde luego no presagian nada bueno. Sara sabe por experiencia que, si hacen falta explicaciones, el bocado no va a ser de cardenal. Por eso no se lleva un gran disgusto cuando llegan por fin hasta el objetivo y Curra se acerca a un tipo con pinta de peñista del Barça venido a más tras pasar a vestirse por casa del enemigo. «Querido Arcadi, perdona que te moleste, pero es que mi amiga Sara lleva toda la noche queriendo conocerte, y ya que por fin veo que salen las copas, he pensado que es el mejor momento para importunarte.» El interpelado, que permanece en su mesa ahora ya semivacía intentando no empezar a dar cabezadas, consigue de golpe abrir los ojos y salta de su silla como impelido por un muelle, y tal es el aburrimiento acumulado que cuando intenta hablar tiene que aclararse la garganta un par de veces para dotar a la voz de sonido. La visita dura lo justo para que Gasch i Llobera dé un par de besos a Sara y ésta vuelva a desaparecer empujada por su presentadora.

«Arcadi Gasch i Llobera, empresario del sector del vino, ahora responsable de la Generalitat para la campaña de promoción de Catalunya en el exterior. Este trabajo es una burbuja», con este nombre designa Curra a aquellos clientes que no pagan, al menos la primera vez, pero cuyo interés los hace merecedores de atenciones gratuitas; ya vendrán luego las compensaciones, los favores debidos, etcétera. «Necesita una carita inocente, relativamente conocida y no gastada para que represente a este país por el mundo, por las Españas o por donde la madre que lo parió perdió la alpargata. O mucho me equivoco, y yo no me equivoco nunca, o esa carita de zorra catalana internacional es la tuya, así que ya puedes ir moviendo ese culete que Dios te ha dado y me lo dejas más fino que la seda. No te pases con él, es un paleto incauto, pero no es tonto. Ni amantes ni líos conocidos. Putitas de empresa y poca cosa más. Ni drogas ni numeritos, ¿entendido? Dale tiempo para que te eche de menos y, mientras tanto, te piensas cuatro preguntas de vinos que le den carrete. ¡Hala!»

Sara vuelve a la mesa en la que la espera Ulrike a paso ligero. «Vamos al baño —le dice sin ni siquiera pararse—. ¿No te jode, tía, no te jode…? La fiesta está a reventar de guindas y bombones, y va la gorda y me pasa una burbuja. Tía, ¿te lo puedes creer? Una puta burbuja. Blanca, además. ¿A que te creías que ya no quedaban clientes blancos? Pues sí, tía, ni coca, ni juerga ni nada de nada, blanco impoluto, el único que queda en la ciudad, y me tiene que tocar a mí.» Están ambas metidas en el mismo retrete y las carcajadas de la otra la obligan a abalanzarse sobre ella y taparle la boca. Sara ha dado por sentado que, sea lo que sea lo que depare la noche, lo compartirá con Ulrike, de la misma manera en que en ese preciso instante su amiga da buena cuenta de sus últimas reservas. «Quedan tres rayas para cada una —sentencia Ulrike—, y me juego lo que quieras a que nos las acabamos metiendo juntas con ese tocinito de pueblo que te ha tocado en suerte. Venga, tía, corta el rollo, vamos afuera, me presentas al tío ese, y ya verás. ¿De verdad te crees lo de los clientes blancos? Un pavo es blanco hasta que le das una mano de pintura y lo pones verde. A éste lo vamos a poner colorao, colega.» Vuelve a reírse con ganas, y esta vez sí logra contagiar a Sara, ¿Cómo no se le ha ocurrido?

Desde luego, está hecha un cándida, creyendo todo lo que le dice la gorda, vaya una para creérsela. «¿A ti te gusta el vino, tía?», le pregunta a su morenaza amiga. «A mí me gusta cualquier cosa que te saque el muermo de encima. El problema del vino es que es muy lento, pero si hay que beber vino, pues se le echa un chorrito de ginebra y tirando, ¿o no?»

Capítulo XVII

A Pepe Ortega le gustaba el Boada's por Carvalho, por la mítica de la Barcelona negra y porque le parecía que allí se iba a codear con escritores que, la verdad, nunca estaban. Aparte, él jamás había leído un libro de Vázquez Montalbán, y de su detective sabía lo que había visto en una pésima serie de televisión protagonizada, a quién se le ocurre, por Eusebio Poncela. Creo que le gustaba el detective porque no se había enterado de que tenía por novia a una puta. A Orteguita ese tipo de cosas no le caían bien. Entre otras cosas, por eso me daba tanta pereza el encuentro.

Cuando llegó, yo ya había callejeado por la zona durante una hora e iba por mi segundo pisco a cubierto. O sea, que había tenido demasiado tiempo para repasar mis dos últimos días, las conversaciones con Laura, con Ayerdi, con Gasch i Llobera. La rabia y el asco se habían convertido en un profundo abatimiento, agravado por la semipenumbra alcohólica del lugar y los lugareños, una panda de señores oscuros habituales y bebedoras a punto de la euforia. No quería cenar con Ortega, ni mucho menos acudir a nuestra cita con la miseria, no tenía fuerzas, pero en ese momento ya no tomaba mis decisiones, sino que era la inercia de la curiosidad —¿curiosidad, venganza, curro…?, ¿qué era exactamente lo que me había dado cuerda durante aquellos días? ¿Dónde estaban mis amigas muertas, que las sentía de repente muy lejanas?— la que me iba llevando a golpes hacia unas conclusiones que no creía querer conocer. Es tan cómodo dejarse llevar en esas circunstancias, tanto más que tomar decisiones, que salí en compañía del periodista en busca de algún garito donde nos dieran algo de comer, «preferentemente un chino», había dicho él.

Y allí estábamos, el estómago luchando con extraños aceites y sustancias seguramente tóxicas, apurando un par de licores sin nombre regalo de la casa, llamada «Chino Felicidad».

—Pero, colega, ¿tú te das cuenta de lo que me estás contando? Nada menos que el comisario para la promoción exterior de Catalunya metido hasta las ingles en el fregao, vamos, con los cojones untando el barro. Te cagas, colega, te cagas por la pata abajo. Bueno, y lo de Loba Laura, que se quiere quedar con la agencia; a saber qué manejos se traía, la muy zorra. Así que don Arcadi Gasch i Llobera estaba amorradito al coño nada menos que de una de las muertas, y al de su amiguita… Lo peor es que, conociéndolo, nos va a costar mucho que esto se lo crea alguien. Pero, claro, si además me dices que fue él quien la llevó hasta el puto centro de la carnicería, el
tortell
tiene hasta
fava
. Me estoy imaginando el titular, maestro: «Chanel, cocaína y Dom Perignon.» —Y se mondaba de la risa—. Dom Perignon, colega, Dom Perignon para el promotor del cava autóctono, fijo que lo que más le molestaría al muy cretino sería lo del champán. Se me saltan los puntos de la risa.

Hacia las once y media salimos por fin del dañino comedor. A esas alturas, Orteguita había conseguido contagiarme su enorme alegría, porque cuando uno se muere de sed traga con cualquier cosa, y bajamos al parking de la plaza de Catalunya como un par de representantes de accesorios para el automóvil que preparan una noche de putas. Hasta ese momento yo no sabía que el camello de camellos tenía su guarida en Bellvitge y enterarme no me hizo puñetera gracia. Hellvitge es uno de esos barrios-pueblo de edificios clónicos construidos sobre columnas, sin fachadas corridas, sin manzanas, una zona de las que me tenía prohibidas. Profilaxis mental: declaradas desde hacía tiempo sectores non gratos.

Justo en uno de los inmuebles prototipo del hacinamiento sin contemplaciones, en el piso más alto, nos recibió un hombre sin cuello, dos ojillos rijosos clavados demasiado cerca el uno del otro en medio de una masa de carne sin nariz ni labios, la cara de un bebé gigante. Un bote de Dan'up del que bebía a morro le había dibujado sobre el agujero que hacía las funciones de boca un bigote rosado de yogur líquido. La casa olía a ambientador de retrete de bar guarro.

—Hombre, Tavito, cuánto tiempo, figura, ya me estabas echando de menos, ¿a que sí? —saludó Ortega. Y a mí—: Ya verás, ya verás qué maravilla de vistas, este cabrón vive en la torre vigía del extrarradio, desde las ventanas se ve el mar, Castelldefels, y por el otro lado, hasta Badalona. Ya te digo, un lujo.

El tal Tavito no le había hecho ni caso y ya desplazaba su insoportable morbidez por un pasillo estrecho con varias puertas abiertas a habitaciones iluminadas donde parecía haber vida. Por lo que pude entrever sin querer fijarme, hasta tal punto temía la náusea, en una de ellas dos tipos trajinaban algo con el riñón doblado sobre una mesa metálica; la segunda parecía la sala de operaciones de un submarino, tapizada de máquinas en funcionamiento, bajo la atenta mirada de un chaval que seguramente se dedicaba a realizar las copias de los DVD que almacenaba a miles la tercera habitación. La última, supuestamente el salón, era una estancia extraña terminada en punta. La proa acristalada de aquella espesa nave, abierta a un mar de parpadeos luminosos, carreteras hormigueantes y guiños de aeropuerto. Aquélla debía de ser la vista que tanío maravillaba a mi colega.

Sobre la mesa de comedor, más botes de Dan'up vacíos, paquetes de tabaco desventrados, colillas de semanas en varios ceniceros, un buen pellizco de cocaína y restos de rayas, tarjetas de plástico, billetes enrollados, un vaso con restos añejos de Cola-Cao sobre un plato lleno de migas. Nos sentamos alrededor como si nada de todo eso fuera repugnante, y Tavito nos invitó con un gesto a servirnos, oferta que Ortega se apresuró a rechazar, porque, dijo, «como ya sabéis todos, a mí, esto de la droga no me va», y tres o cuatro razones que no escuché. El olor me estaba matando. Volví a mirar a aquel extraño eunuco rubio que era nuestro anfitrión y pensé que igual el botoncillo colorado que le hacía de nariz no tenía capacidad para los matices ácidos y dulzones del ambiente, un hedor doloroso que llegaba hasta lo más sensible del cerebro y conseguía convertirse en sabor bajando hasta la boca. Pero todavía me quedaba una sorpresa.

—Podéis pasaros por ahí, si queréis. Invita la casa.

No me había percatado de que, hasta ese momento, el tipo no había abierto la boca. Joder, aquello no era la voz de un hombre, era una grabación de Shirley Temple en sus primeros bolos. Hizo un gesto de cabeza y miré hacia donde señalaba. Lo que al principio me había parecido un armario entreabierto era una habitación minúscula iluminada sólo por la luz que le entraba desde donde estábamos nosotros, con un colchón de matrimonio en el suelo. Sobre él, una mujer joven, toda huesos, cuya cabeza no alcanzaba a ver, yacía desnuda, no se podía saber si dormida o muerta.

—¿Pero es que sigue contigo la Mari? —preguntó Ortega.

—¿Qué quieres? Se fue a putear, pero aquí tiene gratis todo lo que pueda querer. Me costó poco convencerla de que era mejor putear en casa que en la calle.

Le lancé a mi compañero una mirada de súplica, que cazó al vuelo, para que agilizara la conversación. Mientras Tavito introducía por uno de sus minúsculos orificios nasales la punta de una paja y aspiraba una cantidad difícilmente asimilable de cocaína, Ortega le contaba que la policía estaba muy inquieta con el asunto de Enrique Paradís y que lo habían tanteado buscándolo precisamente a él, a Tavito Culodeoro, pero que él se había hecho el longuis, faltaría más. Pura patraña. El otro asentía intentando hurgar el castigado agujerillo con la uña del meñique para luego llevársela golosamente a la boca.

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