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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (21 page)

BOOK: No acaba la noche
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Se acerca hasta donde ha caído redondo y lo zarandea primero suave, luego con más fuerza, y al final cierra el puño y le da un golpe seco con los nudillos en plena coronilla. No consigue la menor señal de respuesta. El tipo está completamente inconsciente, lo que refuerza su primera idea de que debe de llevar un par de días sin dormir y se ha quedado frito allí mismo. Del respaldo de su silla cuelga una chupa vaquera que supone es la suya, sobre todo porque no ve a nadie más por los alrededores con aspecto de haber llegado a la fiesta con cazadora Levi's, En un bolsillo interior encuentra la cartera de Juan con documentación, tarjetas y todo lo que se supone que lleva una cartera excepto lo que él andaba buscando, dinero. Se le ocurre que igual el tipo usa un monedero y mira primero en los bolsillos exteriores de la prenda, y luego, con no poco esfuerzo, moviendo como puede aquel peso muerto, en los del pantalón vaquero. En uno de los traseros encuentra dos billetes de veinte euros doblados, un tercero en forma de rulo que desenrosca y dobla como los otros, y una papelina a medio consumir que se echa a su propio bolsillo. «Lleva sesenta euros en el pantalón, así que ya puedes llamar a los de seguridad o a un taxi y que lo depositen en su casa. El carnet está en la cartera, guardada en la chupa. Buena suerte, guapa», y se va por donde había venido en busca de Pitu Gallo.

«Sorpresa, colega, nos invitan a más farlopa, bola extra por lo bien que nos hemos portado esta tarde y porque este jueves de mierda ha terminado hace diez minutos. Bienvenido al viernes festivo y que se preparen las de Valeri Serra, porque me han ingresado la nómina.» Gallo responde a la mano alzada de su amigo con una palmada. Todavía queda mucha noche por delante y bien podrían buscarse un par de chavalas, sobre todo, cargados como van y con pasta en la tarjeta, pero el de deportes no es la mejor compañía para un ligue elegante. Gallo es más bien un noctámbulo de karaoke clandestino y puta media ucraniana, de los que te sueltan frases del tipo «siempre sale más barata una lumi que una chati», o «más vale que, si te la van a chupar, tengan el paladar ablandado, ya me entiendes». Justo lo que Ayerdi necesita en una noche que prevé guarra. «Y antes de pasar por el pasaje, parada en el Paradís para reponer combustible, coleguita, que ése lo pago yo», lo oye decir eufórico, ya camino de la caseta-váter.

Capítulo XVI

El despertador sonó a las tres de la tarde del miércoles con sonido de mazo y campana y bocina, y con dolor. Tres horas mal dormidas desde que, con el sol en lo alto del cielo, me había metido en la cama tras bocadillo y caña en el Paral·lel. Y a las cinco tenía cita con Arcadi Gasch i Llobera. Tuve que apelar a mis tres compañeras muertas, volver a tratarlas durante veinte minutos entre las sábanas para no cancelar la cita con aquella torpe y engañada secretaria. Para colmo, estaba echando ya demasiado de menos una llamada de Eva Sacaluga; se la había tragado la tierra. Evitaba enzarzarme en pensamientos del tipo «habrá perdido mi teléfono, pero si quisiera encontrarme, me encontraría», y así, pero no acababa de lograrlo, y no me sacudía de encima una sensación de molesta adolescencia. Eso, y la impresión de que algo no cuadraba en su relación conmigo. No es falsa modestia, ni siquiera modestia a secas, yo no era un hombre para Eva Sacaluga, demasiada mujer para tan poco yo. Pero fue ella quien se quedó en mi cama, pensaba, terco; la que puso la mano en la rodilla, la que me acompañó en cena y paseo, fue ella la que me invitó a su casa. Y yo, el imbécil que se quedó en el taxi. Porque no señor, no las tenía todas conmigo, cuanto más le mostrara, más me exponía a que descubriera por fin el tipo de hombre que soy. Pensamientos de esta clase, del todo indeseables a partir de los veinticinco, me habían tenido en vilo durante todo el día anterior, desde que salí asqueado de la visita al que fue el despacho de Amalia, y en aquel despertar de badajo con resaca de alcoholes a deshora pude comprobar que allí continuaban.

En ésas estaba cuando por fin sonó el teléfono y me puso al borde de un precipicio de imbecilidad. Salté de la cama y, en pelotas como estaba, agarré el móvil sin descolgarlo y me llegué hasta el salón buscando el paquete de cigarrillos y un mechero que me sirvieran de agarradero. Descolgué con el pitillo aún sin encender en la mano e intentando disimular el jadeo, a punto de llamarla por su nombre.

—¿Qué pasa, maestro, vienes corriendo o qué?

La voz de Orteguita me sonó más falsa que nunca, y cuando fui a contestar, me di cuenta de que se me había anudado la decepción en la garganta y no podía hablar sin delatarme. Tosí.

—Maestro, ¿estás bien? Cualquiera diría que te he cogido en plena huida, colega. Nada, nada, respira y tómate algo, que yo espero…

—No, no es nada, se me ha ido la cerveza por el otro lado.

—Espero que no te hayas olvidado de nuestra cita. A las doce
in point
de la
nuit
nos espera el gran Gustavito Culodeoro, y más vale que nos pille frescos. Te propongo que quedemos para cenar y así me pones al día, porque si no voy a ir más vendido que una exclusiva de los de Alba. ¿Ok?

—Sí, de acuerdo, yo tengo una entrevista y poca cosa más, esta tarde. Si quieres, quedamos a las ocho y media para tomar una copa y luego ya cenamos algo.

—Ahora te escucho, campeón, en el Boada's a y media.

—Si me surge alguna complicación, te llamo. —Pensaba en Eva, en la llamada que en cualquier momento podía llegar.

—Si te surge alguna complicación, colega, llamas al tío Orteguita y te la borro del mapa en menos que canta un gallo, será por recursos…

Y colgó.

Las cinco de la tarde en la Diagonal a la altura de la plaza de Francesc Macià con sol picante y resaca es lo más parecido al infierno que se me ocurre. Coches, cláxones, ajetreo de gentes que parecen tener infinitas responsabilidades, normalidad urbana de zona donde los negocios se mezclan con mamas estupendas que conducen sus 4x4, exclusivas tiendas de moda y personas que acostumbran a merendar. El portal del edificio donde Gasch i Llobera tenía su despacho particular daba paso a un espacio con una ostentación de cartón piedra: dobles columnas blancas, techo con molduras, suelos de mármol en ajedrezado, y todo contribuía a hundirme más en un humor de perros. Lo pagó, claro, la secretaria de turno que, después de recibirme como si no recordara la cita, me avisó de que el señor Gasch i Llobera no disponía de demasiado tiempo para mí porque tenía que estar al cabo de una hora «en Palau». A los políticos catalanes, a sus frustradas aspiraciones republicanas, les encanta llamar al edificio de la Generalitat «Palau», así, a secas, como si de esa forma su poder tuviera algo de monárquico, o porque aspiran a que así sea. Recibidor en tonos claros con sillones de piel negra, hilo musical y un par de carteles
king size
con las distintas variedades de uvas que existen, uno, y con un centenar de etiquetas de botellas de vino, el otro.

—Ya veremos si puede más la prisa o la entrevista —contesté con un rencor que no tenía nada que ver con ella, pobre.

—¿No viene fotógrafo con usted? —preguntó, dejando claro otra vez su error.

—No nos va a hacer falta —mi contestación fue tan seca que no se atrevió ni a mirarme mientras me acompañaba hacia el interior de un piso luminoso por un pasillo lleno de puertas cerradas.

La aparición del empresario en el quicio de la última puerta, acceso a una gran sala rematada con un coqueto mirador de vidriera emplomada en verdes y malvas, me bajó los humos de un soplo. Joder, aquél no era el tipo de hombre que uno se imagina llevándose a dos lumis de lujo a la cama por el módico precio de un favor a la Susín. Arcadi Gasch i Llobera, alto y lo suficientemente delgado para imaginarle gimnasio diario, tenía la mirada húmeda y bovina, una nariz de palmo que llegaba a ocultar los labios casi inexistentes, calva cubierta de restos de cabello fino y una ligera chepa a la espalda que completaba el retrato de un mayordomo fiel de costumbres refinadas pero origen incierto. Quedan pocos hombres —pensé— que sepan llevar con naturalidad un traje con chaleco, sea cual sea su tipo de cuerpo, y me lo imaginé negociando por tierras del Penedés, bodega a bodega, cruzando viñedos con la satisfacción de un capataz de la Administración. Ahí si me cuadraba.

Pasamos a la sala despejada, sólo una mesa de reuniones para veinte y la preciosa cristalera que teñía el interior de aires antiguos. Tan antiguos como el morador.

—Me tendrá que perdonar, ya le habrá dicho mi secretaria que tengo cierta prisa… Ya sabe, esas llamadas imprevistas… Además, podemos hacer la entrevista, si quiere, pero no me está permitido desvelar aún la identidad de la elegida, el
conseller
prefiere hacer una presentación donde además de todos los medios de comunicación acudan representantes de la sociedad civil. No es para menos. Imagino que le habrá informado su director. Me llamó ayer mismo para interesarse por la chica y ya le avisé de que me era imposible saltarme las órdenes.

Así que ya habían elegido a la Marianne catalana. Si hasta el momento el asunto me había importado un carajo, conocer al seleccionador me despertó una curiosidad divertida. ¿Ese hombre al que no le está permitido y que no se salta las órdenes, con las uñas perfectamente cuidadas, ya moreno de sol playero y sin embargo con la mezquindad calcada en los labios y generaciones de servidumbre más en la mirada que en la chepa, ese mismo que daba vueltas a su Montblanc modelo polla con una amabilidad sin sonrisas, ése y no otro se había montado un trío con Sara Pop y la voluptuosa Ulrike de mis erecciones? ¡Anda ya! —pensé—, ahora me vas a contar qué hiciste con mi niña Sara, porque no me creo nada.

—Perdone, Arcadi, pero creo que hay una equivocación. —Por primera vez me miró directamente a los ojos, los suyos acobardados y esquivos—. Me encuentro recopilando datos sobre las muertes de las tres mujeres del Paradís y, según los informes policiales, usted fue quien llevó a la más joven de ellas hasta allí… —Iba a protestar, y rematé—: Extremo éste que me ha confirmado su amiga Sandra Pita, del despacho de Susín, así como la señorita Ulrike, quien asegura haber pasado la noche con ustedes.

La cara aberenjenada fue de tostada a blanca, luego casi verde, y comenzaron a brotarle brillantes gotillas de sudor sobre la nariz, tremendo apéndice efervescente en plena jeta color papel. Ni mu. Pasaron cinco minutos como cinco meses en un silencio tan desasosegante que pensé: Levántate y échame a la calle, imbécil, dime que no son asuntos míos, mándame a tomar por culo, remíteme a la policía o dame una patada con tu horrible Martinelli en pleno morro, pero no te quedes pajarito. Y por fin:

—Creo que no tengo nada que añadir. Si tiene los informes policiales, sabrá que yo sencillamente dejé allí a la chica y me fui.

No los tenía, pero qué más daba, me sabía la historia casi de memoria.

—¿Dónde dejó a la chica exactamente?

Costumbre de docilidad, me respondió al instante:

—En la puerta de un local… en fin, en la puerta del Paradís, sólo que entonces no sabía cómo se llamaba el sitio.

—¿La vio entrar?

—Sí, sí la vi entrar.

—¿Y salir, la vio salir?

—No.

—A ver, se supone que Sara Pop entró, salió y volvió a entrar. Ulrike me aseguró que usted la había acompañado a que comprara lo que fuera que necesitara…

—Sí, la acompañé, pero la chica tardaba mucho en salir… tardaba tanto que pensé que se había quedado dentro y todo era una treta para que la llevara… Eran casi las ocho de la mañana, ¿qué pintaba yo parado en doble fila a la puerta de un lugar que parece, hay que admitirlo, un prostíbulo?

Había levantado un poco la voz, pero no la vista.

—¡Míreme, hostia! —Grité, yo sí grité—. ¿Me está diciendo que Sara Pop creía que la estaba esperando y cuando salió se encontró con que usted se había largado? ¿Sabe usted, señor Gasch i Llobera, que a la joven Sara Pop le pegaron un tiro sólo por estar en el momento equivocado en el lugar equivocado? ¿Sabe usted que si la hubiera esperado ahora la chica andaría tranquilamente por la calle con su cuerpo intacto, con toda su sangre dentro?

Arcadi Gasch i Llobera se levantó de su silla despacio y me dirigió una mirada de buey, puede que de buey arrepentido, pero buey al fin y al cabo. Lentamente se dirigió hacia la puerta y desapareció. Yo había dado una palmada tan furiosa a la mesa que sentía cómo la mano se me iba hinchando por momentos, pero estaba paralizado, y así seguí un buen rato sin pensar en nada más que en la foto de Sara Pop en el suplemento de
El País
. Tenía debilidad por aquella joven golfa desgraciada.

El último fulgor de sol directo dejó la vidriera, y los verdes y malvas se volvieron sombras. El tipo ya debía de haber llegado a su particular palacio de fantasía en la plaza de Sant Jaume, y a mí me quedaban un par de horas hasta mi cita con Ortega. Salí sin despedirme de la secretaria con aspecto de pariente, empezaba a ser costumbre, y enfilé la Diagonal en sentido mar. Sara, Sarita, ¿qué pensaste cuando viste que este miserable se había ido? Lo de follar, sí, lo de follar hasta el amanecer no se lo había perdido, no había desertado en mitad de vuestro polvo a tres, seguramente una experiencia única en su triste vida de rumiante sumiso. No tenía la culpa, en sentido estricto, no era culpable directo de tu muerte, como tampoco Laura tenía que ver, en rigor, con la de Amalia, ni Juan Santos directamente con la de Estrella, pero cuánta mierda, pequeñita, cuánta mierda os rodeaba, joder. El tío fue capaz de mantener el tipo durante, pongamos, las cinco o seis horas que estuvo con vosotras, pero, en cambio, diez minutos, seguramente ni eso, se le hicieron insoportables porque la puerta le parecía la de una casa de putas. Y vosotras dos, ¿qué le habíais parecido vosotras dos?, ¿ángeles de la guarda, dulce compañía?

Cuando me encontré con la rambla de Catalunya, otra vez la rambla de Catalunya, tiré hacia abajo a buscar las Ramblas. Hacía un par de días que había recorrido ese camino varias veces, y volví a pensar en Eva Sacaluga, pero en esa ocasión ya dudaba incluso de su existencia real. La idea Sacaluga, una fantasía fruto de mi paso por casa de Tito, el hombre capaz de defender la existencia del fantasma de Elvis con razones de experiencia propia. La idea de una mujer a la que poder llevar al Chicago Pizza Pie Factory sin remordimientos, y luego conversar y desear volver a instalarte en su boca como aquella otra vez. La idea de una mujer que siempre es de otro, para qué engañarnos.

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