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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (25 page)

BOOK: No acaba la noche
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—Sí, bien visto, es lo que pasó si nos saltamos algunos detalles. Te sigo, maestro, te sigo y me estás gustando.

—¿Por qué, entonces, Curra Susín les dio el nombre de Arcadi Gasch i Llobera como acompañante de Sara Pop? ¿Qué falta le hacía?

—No estarás queriéndome decir que la gorda Susín intentaba salpicar al mambrú de Gasch. Mira, tío —el periodista se relamía—, a mí todo lo relacionado con ese tipo me pone cachondo, no puedo evitarlo.

—No lo creo. El empresario, a ella, ni le iba ni le venía, era otro más entre los muchos que aquella noche debieron de disfrutar de la solidaridad de sus servicios. La cosa tiene que ir por otro lado. O no, o sencillamente es tan hija de puta como para joder sin necesidad.

30 de abril. 4.00 horas

Nadie sabe lo que buscan las mujeres del Medianoche, qué quiere cada una, cuáles son prostitutas y cuáles no. Forma parte del juego. Ellas esperan, eligen y sólo después descubren al escogido su identidad, verdadera o falsa. No todas las que cobran son profesionales ni todas quieren hombres. Al cabaret del pasaje Rosal, en el acomodado barrio de Sant Gervasi, acuden putas, madres de familia, estudiantes sin trabajo, señoras que se aburren y otras que no reciben las satisfacciones necesarias en lo cotidiano. No es la primera vez que Estrella Sánchez bebe en esta larga barra, pero sí hace mucho tiempo desde la última.

Su primera visita tuvo lugar alrededor de diez años atrás, acompañando a una colega, en medio de una noche de juerga, a pillar algo de química para salpimentar la velada. Su amiga aseguraba que los currantes de allí movían el mejor material de Barcelona. Compraron, consumieron y finiquitaron lo comprado sin moverse del sitio, espantando pretendientes o dándoles coba hasta que se aburrían de ellos y cambiaban de público. Bailaron como posesas y protagonizaron un
striptease
a dos casi completo que recibió incluso aplausos. Recuerda a la chica, Patricia, y aquella época desmadrada, pero no sabría situar la fecha exacta en la que dejaron de verse. No tiene ni idea de qué ha sido de ella. En estos momentos también ignora cuánto rato lleva subida al taburete. ¿Una hora, cuatro? Se le va la cabeza, esporádicos lapsos-laguna, aunque no lo suficiente como para no darse cuenta de que el tipo sentado a su derecha le está dando palique sin importarle que ella no le preste la menor atención.

Ha entregado la tarjeta de crédito al camarero al llegar, cuenta con fondos para beberse la barra entera y tirarse a media clientela, y no tiene previsto reparar en gastos. Para empezar, el mismo hombretón que administra su capital con ademanes de marquesa va a reponer inmediatamente lo que ha provisto el taxista, ya agotado, y tiene orden de pasar del champán al whisky. Ella sigue mentalmente en casa, intentando tomar decisiones. Puede no volver a aparecer por allí, esfumarse, o echar a Juan, para empezar. Te voy a dejar con el marrón de un piso que no puedes pagar, imbécil, con toda nuestra vida dentro para que la eches de menos cada minuto del día, que huelas mis restos y no falten los recuerdos. Igual no me vuelves a ver, y ojalá tengas que llamar a la policía y a todos los hospitales preguntando por mi desaparición mientras yo me largo de viaje y ni Ricardo ni nadie que me quiera te podrá dar noticias mías, porque nadie sabe que te he visto y que me he muerto, pero ya estoy resucitando. No podrán darte razón porque nadie va a tener ni idea de lo que ha pasado. Estaba sola, como he estado sola durante los últimos tiempos, y ésa es mi baza, yo soy la idiota. No vas a entender nada y ojalá te mueras de pena. Lo que te dure, porque yo volveré y te haré la vida imposible. No sé cómo todavía, pero no me van a faltar ni recursos ni quien me ayude.

Se levanta, va al baño, vuelve, apura la copa y exige inmediata reposición. Necesita acción. El hombre de su derecha sigue hablando, ahora con un camarero, no el que la atiende a ella, sino otro mayor. Intenta fijarse en él, en la medida en que su dispersión se lo permite. Abogado, decide que es un relativamente joven abogado de éxito con su traje impecable, su corte de pelo impecable, su calzado impecable. Este tío impecable me va a oír, se dice, y le da un par de golpecitos en el hombro.

—¿Qué pasa, míster impecable, es que ya te has hartado de mi conversación?

Nota que le resbalan algo las erres, lleva demasiadas horas sin hablar, desde que ha llamado al taxista y ha decidido salir a tomar el aire. Tiene la mandíbula inferior luchando por incrustar la superior en la nariz y la lengua como una hamburguesa, pero el tipo responde. Deja caer un par de excusas educadas y le pregunta su nombre.

—Creo que te estás equivocando, míster impecable, eso es algo que aquí no se pregunta… ¡A la mierda!, me llamo Estrella y me apetece bailar.

Lo coge de la mano y lo arrastra a la pequeña pista que queda al fondo de la sala, tras unas columnas, casi como si fuera un reservado. Si en la barra hay poca gente, la pista es un desierto. Sólo una rubia cincuentona y prostibularia fuma apoyada en uno de los pilares. Saltan al ruedo.

Música, más música, el abogado me mira con deseo, claro, le gusta mi cuerpo, no le gustan las chiquillas flacas y discretas, las modernas putillas modosas; le gustan las mujeres, y yo soy una mujer. Una puta mujer con mis curvas y los años cosidos al coño, Juan Santos, una hembra de cojones y no una chavala con la que jugar a los amantes. Mira, abogado, mira cómo muevo la cadera, mírame la cara y la melena, estoy enfurecida, soy una fiera, llevo todo el día preparándome para joder y voy a joder, no lo dudes, seguro que me lo notas, hijo de puta, seguro que me rondas porque lo hueles, no dejes de mirarme, me voy a abrir la blusa para ti, sólo para ti, y luego vamos a jugar a que tú no puedes más y me vas a follar contra la pared del fondo, al ritmo de la música, más música, joder, más música.

Se acerca al hombre que la mira desde una discreta distancia, abrigado por la sombra de una esquina. Lleva la blusa abierta hasta el ombligo y el pezón izquierdo a punto de salirse del sujetador blanco de encaje. El pelo se le ha pegado a la frente y a las mejillas sudorosas. Apoya su cuerpo contra el de él, que permanece inmóvil, se baja la cremallera del pantalón y, cogiéndole la mano, se la introduce hasta que nota un lío de dedos pugnando por abrirse paso en la estrechez de la postura, al fin uno de ellos ya dentro. Suelta un gemido seco, luego otro, adelanta la pelvis para ayudar a los nudillos, flexiona las rodillas, se abre, y de repente piensa que quiere más, beber más, drogarse más, y se le va el santo al cielo. El hombre lo nota. Sin sacar la mano aún, le propone que se vayan juntos a algún sitio, un hotel. Pero ¿quién es ese tío? ¿Cómo se va a meter ella en la cama con un abogado semejante? ¿Está loco o qué? ¿Qué hace con la mano en su coño? Se la saca de un tirón, vuelve a subir la cremallera y no repara en lo de la blusa y el pezón cuando vuelve a la barra, apura su whisky, coge su bolso y parte de nuevo hacia el baño.

Frente al lavabo, una jovencita morena de origen sudamericano se pinta los labios con todo el aspecto de llevar horas haciéndolo. Estrella le coge la mano y señala hacia uno de los váteres con la cabeza. La chica está allí para que ella la invite, y la invita sobre la tapa del retrete, varias veces, hasta que una taquicardia feroz le llena de sangre la cabeza. Emputecida por la rabia, besa a la chica con violencia contra la puerta del váter; la obliga, agarrándola del pelo, a que le lama el escote y las tetas mientras intenta sin éxito masturbarse, hasta que se cansa y la echa de un empujón con intención de hacerle daño. Luego, se sienta en el suelo para tratar de recuperar la respiración normal, tomándose el pulso y perdiendo a ratos la conciencia de dónde está. Así permanece más de una hora, hasta que el camarero marquesa la saca, le moja la cara y la nuca y le sirve otro whisky.

Capítulo XIX

Laura ya no es loba sino cordero —pensé—, y va a empezar a balar tiernamente palabritas de remordimiento. Laurita estaba acojonada. Fuera de su ámbito, se convertía en lo que era, una chavala guapa todavía a medio hacer, ni tan segura de sí misma ni tan despectiva como se mostraba dentro de su huevito de diseño comunicacional. En el café Salambó, a las cuatro de la tarde, todavía quedaba gente comiendo y un ambiente de menú para salir del paso muy alejado de mis recuerdos de Ulrike, la pantera recostada en el banco del altillo con el vientre al aire y los ojos extraviados. Los lugares con altillo empezaban a inquietarme, pero miré con nostalgia hacia arriba al proponerle a Laura que nos sentáramos a una mesa de la planta baja. No había comido y me pedí un whisky.

Ahí la tenía. Bastante mermado mi trato con las muertas, las vivas cobraban nuevo interés, y la chica ocupaba uno de los primeros puestos en la lista de animales en observación. Mientras nos servían, se dedicó a mirar alrededor con una mueca inconsciente de desamparo, ese tipo de cara que se le queda a la gente con sus gestos muy estudiados cuando se olvida de aplicarlos. Por fin su ambición se había retirado un poco para dejar paso a los sentimientos y los pesares. ¿O no era eso?

—Iban a por Amalia.

Bueno, la cosa pintaba bien, empezábamos a hablar en serio. Me guardé de decirle que esa era una conclusión a la que ya había llegado yo solito, para no quitarle esa importancia que le gustaba tener, y esperé a que me diera más datos ofreciendo a cambio ligeros movimientos de cabeza.

—El otro día te volví a mentir. Cuando por fin hablé con ella, al final de la fiesta, cuando me dijo que tenía miedo, ¿recuerdas?, pues de quien tenía miedo era de Enrique. No me dijo por qué, tienes que creerme, pero sí que él la había llamado varias veces para decirle que fuera y que la estaba esperando. Enrique es un hijo de puta, es imposible que llamara a Amalia porque tenía ganas de verla y cosas así, como le dijo. Es imposible… Bueno, Amalia me pidió que la acompañara a la cita, dijo que iba porque quería romper con él. Estaba muy rara, le pasaba algo, algo había cambiado de un día para otro. Eran casi las tres de la madrugada y la encontré completamente serena, como si estuviera enferma. Tú no conocías a Amalia, pero verla a esas horas, en una fiesta, en ese estado, sólo podía ser señal de que estaba mala o de que le había pasado algo muy gordo. Total, que me pidió que la acompañara y yo le dije que no, que de ninguna manera iba a acudir al Paradís con ella. Tenía mis razones. —Me moría de ganas de preguntárselas, pero seguí asintiendo en silencio—. Entonces, no sé si para hacerme chantaje o porque lo había decidido en serio, se le ocurrió decirme que me dejaba la agencia y que ella se retiraba. La cosa era muy gorda, joder, y a mí me dio un vuelco el corazón. Yo siempre he querido ser como Amalia, no sé si lo entiendes, para mí representaba el tipo de mujer que yo quería ser: lista, independiente, rica, culta… Lo que pasa es que ella tuvo mala suerte. Primero se lió con un tío en una relación que la alejó de todos sus amigos. Eso le dolía mucho, siempre salía de los encuentros con ellos, los pocos a los que acudía, enfurecida. Como el día anterior a la noche que la mataron. Yo creo que la vida que ellos llevaban le daba un poco de envidia, pero también se sentía defraudada, había esperado mucho más de su gente. Puede que a veces pensara que quería ser como ellos; ahora, que te puedo asegurar que nunca lo intentó. Luego, cuando por fin se separó de aquel hijo de puta, se enredó en lo de los olvidos… era como si quisiera castigarse porque aquello no le había salido bien. También creo que le tenía miedo a la soledad. Muchas veces, al principio, me pedía que me quedara a dormir en su casa. Casi nunca, o puede que nunca, llegó a dormir sola estando serena. Prefería llevarse a algún tipo que a cambio de un polvo le hiciera compañía, o llegaba tan ciega que no era consciente de estar sola. Esto era lo más habitual. Eso, si no acababa en el altillo de Enrique hasta el día siguiente.

—Estábamos en que te pidió que la acompañara.

Fui duro, y la chica me miró con los ojos llenos de lágrimas. A medida que seguía la explicación, iban resbalando por sus mejillas, sólo eso, sin un gesto de dolor, como si lo más normal del mundo fuera que, al hablar, a uno le gotearan los ojos.

—No fui. Le dije que sí, que la acompañaba, y eso la tranquilizó bastante. Y cuando se lo dije pensaba que iría, estaba alucinada con lo de la agencia, pero cometí el error de pedirle que fuera tirando en un taxi, que se tomara una copa por ahí, porque a mí me quedaban un par de cosas que arreglar con los organizadores. Tuve tiempo de pensarlo. Quedamos a las cinco de la mañana y sencillamente no me presenté.

—¿Por qué? Usted le había dicho que iría, y asegura que pensaba hacerlo, ¿por qué la dejó sola?

—Porque yo no quería presentarme con Amalia en el Paradís, no podía. Enrique la había llamado para decirle que la echaba de menos, yo vi el mensaje que le dejó en el móvil, y eso era imposible. Hazme caso, por favor, y deja de tratarme de usted, ¡joder, te estoy contando cosas muy serias!

—Bueno, entonces ¿me puedes decir, tú, Laura, por qué era imposible que Enrique echara de menos a Amalia y, sobre todo, cómo lo sabes tú?

Inesperadamente, se puso de pie y volvió a sentarse. Se tapó la cara con las manos y por fin lloró como las personas normales durante algunos minutos. Me debatía entre levantarme y abrazarla o seguir sentado delante de ella, sólo esperando; estaba claro que a la chica le sentaba bien la tensión, que era lo único que la empujaría a seguir hablando, pero su aspecto casi infantil y la fragilidad de aquel cuello al recibir las pequeñas convulsiones que llegaban desde el pecho me estaban matando. Hablé suavemente, paternal.

—Laura, ¿por qué?

—Porque Enrique estaba conmigo. Yo, y no ella, era su amante. —Se secó las lágrimas con la palma de la mano y recobró algo de serenidad—. Desde el primer momento, desde la primera vez que la acompañé al Paradís, surgió entre nosotros una química brutal e inmediatamente nos liamos. No estaba bien, pero fue superior a nuestra voluntad. Amalia no sabía nada de eso, claro, no se lo podía decir, me habría matado. Él era todo lo que ella creía tener, a quien acudía en sus peores momentos… Además, Enrique ya no la soportaba, y me da la impresión de que se dedicaba a humillarla cada vez que la tenía delante.

La cosa empezaba a superarme, sólo faltaba la alusión a la química de la chavala, ¡una química brutal! O sea, que no sólo se estaba tirando al amante fijo de su amiga a escondidas, sino que además permitió que fuera hacia allí sabiendo que Enrique podía querer muchas cosas de Amalia, pero lo que seguro que no quería era darle el cariño que le había insinuado. Y la dejó sola. Sola con su miedo.

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