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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (27 page)

BOOK: No acaba la noche
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Hacia las doce, ya sentado en una terraza anodina del Eixample, tomándome la primera caña de la mañana, decidí que era una hora prudencial para llamar al Orteguita-post-karaoke. El periodista contestó afónico, saliendo evidentemente del sueño más profundo.

—Buenos días, Pepe, perdona por despertarte.

—Nada, tío, nada. ¿Qué coño te pasaba ayer, que no conseguí entablar conversación contigo, maestro?

—Tortilla de Valium. A propósito, ¿qué me contabas? No me enteré de nada.

—No te digo… Pues que se nos ha ido el reportaje al puto carajo, colega, al foso de los esfuerzos inútiles, así que más te vale volverte a la cama, como yo, y descansar, que llevamos un par de días muy moviditos.

No había ni rastro de sarcasmo en su voz.

—¿De qué me hablas?

—Ayer me fui otra vez para el karaoke de Adriano por lo de tu encargo, ya sabes, las filmaciones de los cojones y lo del bosque… pues bien, agárrate: no hay filmaciones. Nasti de plasti, coleguita,
nothing de nothing
. Que si fue un error lamentable, que si debían de ser de otro caso, que si yo no dije eso y que si te he visto no me acuerdo. Eso es todo lo que pude sacarle al pavo. Por arte de magia, las putas filmaciones se han volatilizado, quién sabe si como Tavito Culodeoro o más aún. Lo que sí te digo es que cuando algo así desaparece ya puedes volverte majarón, que no vuelve a aparecer.

No daba crédito. A Ortega le parecía lo más normal del mundo, pero yo sencillamente no podía creérmelo.

—¿Y qué pasa ahora, qué harán con Enrique, de qué se lo acusa?

—Por supuesto, permanece la acusación de tenencia de armas y tráfico de drogas, pero el caso ha dado la vuelta completamente. Según los pocos datos que ayer se avinieron a facilitarme los amigos más amigos, todo apunta a que Enriquito del Paradís es ahora víctima y no verdugo. A propósito, ellos, de las grabaciones, no tenían ni noción, maestro, ni pajolera idea de qué les estaba hablando. Las investigaciones van por el siguiente camino: Slovo Ras era de una banda de traficantes del Este, que lo era, en eso no se equivocan, traficante de polvitos y putillas varias, y tenía asuntos con Enrique, algo que no sé de dónde se sacan ni si podrán probar, pero el caso es que piensan que el rumano se presentó en el Paradís para darle pasaporte a Enrique. Un clásico y nada interesante ajuste de cuentas entre polveros.

—¡Qué coño me estás diciendo! —Con el grito conseguí llamar la atención de todos los transeúntes que pasaban por allí, y al levantarme y tirar el vaso al suelo, la del camarero.

—Lo que oyes, figura, que todo el marronazo se nos queda en una miserable pieza de color sobre la implicación del empresario Gasch i Llobera en un rifirrafe puteril en el que ni siquiera estuvo présente.

—Ya, pero ¿y las muertas? ¿Y las chicas?, ¿qué pasa con ellas?, ¿también eran cómplices de Enrique o es que les hacían de camellas a los del Este?

—Las chicas murieron en el tiroteo porque estaban cerca de la puerta… ¡no te jode! Y yo qué sé. Si quieres más datos, puedes imaginar que Enrique es tan hijo de puta que las utilizó de escudo o cosas así.

—Pero, bueno, eso no se lo cree nadie. Pero qué coño… ¿Y Ayerdi? Ayerdi ha declarado que Ras entró y disparó directamente a las chicas. Tenemos que…

—Maestro —me cortó Ortega en tono paternal—, déjalo. Ayerdi iba hasta el culo de todo, ¿qué mierda va a saber ese pedazo de majara drogadicto? Lo mejor es que lo dejes. Hay temas que salen y temas que se hunden. Éste se nos ha hundido. Ya encontraremos otro, no te comas la cabeza, hombre. Tú y yo no estamos aquí para enmendarles la plana a los cuerpos de seguridad del Estado, baja de la nube, tú y yo somos putos informadores, y la información es la que hay. ¿O no? ¿O ahora quieres sacarte el carnet de investigador privado y dedicarte a corregir los males del sistema?

Informadores. Si la declaración de Ayerdi no valía, a la Mari aquella del portal y la jeringa, mejor ni mentarla. Y una mierda. Yo no era informador. A Ortega se le había ido al carajo un reportaje en el que llevaba un par de días metido, algo que él consideraba una desgracia gorda, claro, pero a mí se me estaba hundiendo el esfuerzo de un par de semanas por saber. La necesidad de saber y el dolor de ir enterándome. Corté la comunicación sin poder decir nada más. Se me nublaba la vista y sentía la garganta anudada con soga. Amalia, Estrella, Sarita, ¿estoy equivocado? ¿Os habéis metido en mi cabeza para inventarle un sentido trepidante a mis días ociosos? ¿Estáis jugando conmigo? ¿Qué pasa, niñas, qué hostias está pasando? De golpe dudaba sobre la cordura de mi investigación. Quizá sencillamente estaba inventándomelo todo, imaginando. Pero no, las cintas habían existido, un poli se lo dijo a Ortega y, sobre todo, la Mari lo había ratificado: Gustavo Culodeoro copiaba pornografía infantil para Enrique del Paradís. Un momento —pensé—, si aquel eunuco de Bellvitge hacía copias, obviamente no eran todas para Enrique, nadie tiene cinco veces la misma grabación; forzosamente, el del Paradís tenía que ejercer de distribuidor para alguien. Era eso. Enrique no era el consumidor, el destinatario, sino el enlace con alguien más allá. La idea, inútil ya a esas alturas, me animó lo suficiente como para permitirme pedir la nota, pagar y salir a encontrarme con Eva Sacaluga. Me di cuenta de que había depositado en ella todas mis esperanzas de recuperar fuerzas y ánimos no ya de aquel día, sino de todos los días desde que la conocí y salí huyendo, cobarde gallina, capitán de las sardinas.

Ya estaba allí cuando llegué al lugar de la cita, una terraza de colores con parroquia moderna en las traseras del mercado de la Boqueria. Ojeaba el diario y se bajó un par de dedos las gafas de sol para saludarme, sin sonreír. Su presencia, en contra de lo que había previsto, me hizo sentir pequeño e indefenso y, si no hubiera sido porque andaba metido en mis elucubraciones, habría pretextado prisa. Nada más verla, volvió la sensación de que no era mujer para mí, algo no encajaba… O no encajaba nada. Pero necesitaba contarle a alguien todo lo que había ido sabiendo del caso, mis últimos descubrimientos y la decepción por el sentido que había tomado el asunto. Así lo hice, sin darle opción a responder, sin contar con ella.

—Parece que tus anormales no lo son tanto, y que al final todo ha resultado de lo más corriente.

Lo dijo con sarcasmo, retándome con el gesto y la voz. Si alguna vez la había sentido cercana, si existió entre nosotros la camaradería que yo imaginé, desde luego no quedaba ni rastro. Eva Sacaluga era de piedra sobre su silla de plástico naranja, y yo, imbécil de mí, decidí ejercer de picapedrero.

—No has entendido nada. —Lo dije con rabia, masticando—. Enrique del Paradís era proveedor de pornografía infantil, no sé de quién, pero me juego las piernas a que a Amalia de Pablos la mataron por eso, por algo relacionado con eso. ¿Lo entiendes o tengo que repetírtelo?

Eva se quitó las gafas y me miró despreciándome desde algún punto situado a kilómetros luz de donde yo estaba.

—¿A lo mejor porque metió las narices donde no debía? ¿A lo mejor porque decidió comprobar por su cuenta sus propias sospechas? ¿A lo mejor porque a según qué horas Caperucita no debe ir por el bosque so riesgo de encontrarse con el lobo? Y ahora ¿crees que entiendo o que sigo sin entender nada? Mira, guapo, te guste o no, las cosas tienen que cuadrar, y lo que cuadra es que la amante de un camello muera en un ajuste de cuentas. ¿Entiendes tú ahora? Lo normal es que el culpable sea Enrique, porque era un puñetero traficante mediano, lo normal es que haya un ajuste de cuentas, lo normal es que se cace a los participantes y se los meta en la cárcel. Eso es lo normal. Lo demás son desviaciones que a nadie interesan. No se le puede ofrecer soluciones complejas a la gente normal. Tú, con tus peregrinas teorías, deberías saberlo mejor que yo, pero, en el fondo, no eres más que un inocente que se ha encontrado con las manos en la masa de un pastel que le sobrepasa; tú, metido a vengador, a crío defraudado, ¿o a qué? Tú, que ni siquiera sabes el papel que juegas, siguiendo como un perro obediente la pista de los rastros que te ponen ante las narices…

Juro que no me sorprendió comprender. Eso sí, no pude mirarla a la cara. Bajé los ojos y dejé que las piezas de aquel rompecabezas vomitivo fueran dibujando, de nuevo, el colchón en el que había pensado demasiado durante los últimos días. Eva Sacaluga lo conocía. No sólo el puto colchón, sino también su aparición ante Amalia un par de semanas atrás, incluso la relación de aquel cacho de miseria con la automática de Slovo Ras. Noté las manos mojadas por el sudor. Una intensa sensación de vergüenza me impedía secármelas contra el vaquero, me impedía incluso abrir los ojos ante la sospecha de que podía caer una lágrima que no tenía ninguna intención de regalarle a aquella zorra. No era dolor, todo lo que podía herirme ya lo sabía cuando llegué a nuestro encuentro, e incluso el puñetazo que suponía no encontrar ánimo ni consuelo en ella, sino más mierda, resultó un golpe suave frente al sonrojo de haber llegado hasta ese punto para, una vez allí, no tener nada que decir.

Amalia, mi querida Amalia, yo sé que tú no sabías, ¿quién es esta mujer del demonio que tengo delante, a qué ha venido? ¿Quién es esta guarra para llamarte Caperucita? Yo, mi querida Amalia, mataría a todos tus lobos si aún sirviera de algo. Pero ya… Un perro al que le acercan la prenda usada a las narices y sale presto a morder el primer tobillo. Eso es lo que había hecho, ¿no? Seguirles el juego. Entonces abrí los ojos para hacer una última pregunta y me di cuenta de lo sorprendentemente parecidas que eran Amalia de Pablos y Eva Sacaluga. El mismo tipo de mujer, entre los treinta y cinco y los cuarenta, guapas ambas, duras en el gesto, melena negra cuidada a media espalda, vaqueros y chupa de cuero cara, manos grandes, gran esqueleto. Ese aire de venir de otra época, de haber llegado galopando entre la tormenta y de haber sobrevivido.

—Te pareces a Amalia de Pablos.

Me miró sorprendida, esperando otra reacción.

—Si te refieres a eso, me parezco tanto como aquella otra infeliz a la que mataron por su culpa.

30 de abril. 7.40 horas

Álex Ayerdi y Pitu Gallo han salido del Jamboree, en la plaza Reial, pasadas las cinco y media de la mañana, y han cogido un taxi en dirección al Paradís, parada obligatoria para reponer material antes de recalar en el pasaje Valeri Serra, donde los esperan las putas habituales, un buen plantel limpio, entregado y cariñoso. Aunque Gallo ha insistido en ir allí directamente, su colega ha conseguido convencerlo de que, con un fin de semana por delante y tanta fiesta en el cuerpo, no hay prisa. Lo cierto es que le gusta llegar al pasaje con un par de gramos en el bolsillo, por si la juerga se alarga. Y para que no lo pille el bajón a media faena.

Cuando llegan a la puerta del Paradís, justo al ir a pulsar el timbre para que Enrique les abra, Álex Ayerdi ya ha empezado a arrepentirse de su compañía. No por ser justamente Gallo, sino de cualquier compañía, y se admite que albergaba la esperanza de que su compinche se hartara y se diera el piro antes que él. Sabe que va a llegar un momento en el que el tipo se le hará insoportable, y sólo espera que ocurra una vez llegados a las piernas de las correspondientes lumis. Se ha acostumbrado a llegar solo a esas alturas de la noche y de Barcelona. Corre el riesgo de que un ataque de ansiedad o de mala baba injustificada lo enfrente a su inocente amigo, y no le apetece pasarse lo que queda de velada cuidando sus modales. A la mierda, que sea lo que Dios quiera y que se joda si se me va la olla, él ha querido venir, ya me conoce. El torpe de Gallo, ¿no va y me suelta un comentario sobre lo buena que está Anita?, ¿a quién se le ocurre?, como si yo no supiera lo buena que está mi novia, joder. No, si encima habrá sido un cumplido, te metes una juerga camino de las putas y va tu acompañante y se acuerda de lo buena que está tu novia. Pues por muy buena que esté y por muy hijoputamente que yo consiga portarme con ella, ahí sigue la muy lista, aguantando como una jabata.

Llaman al timbre, enfrentan la mirilla y sólo entonces entran, como es norma del local. El olor a alcohol rancio acumulado del interior, el tinte prostibulario que las luces rojas prestan al ambiente y una canción de Frank Sinatra le sosiegan los ánimos. Está en casa. Enrique trajina detrás de la barra, y del lado de la clientela sólo hay una persona, una mujer que Ayerdi reconoce inmediatamente como Amalia de Pablos, habitual del lugar, tan centrada en su teléfono móvil que ni se da cuenta de que han llegado. No le extraña que el Paradís esté vacío, sus días fuertes son los sábados, los domingos y algunos lunes.

Cuando Estrella Sánchez hace su aparición, ya llevan casi una hora allí. La mujer entra con dificultades y, sin mirar a nadie, ocupa el taburete contiguo al de Amalia de Pablos, es decir, la primera localidad desocupada contando desde la puerta. Se sienta tras un esfuerzo penoso, apoya los codos en la barra y mete la cara entre las manos. A esas alturas, Gallo ya ha conseguido convencerlo para que se larguen de allí en busca de su verdadero objetivo, y están a punto de hacerlo, pero Ayerdi le pide cinco minutos para saludar a la recién llegada, una vieja amiga a la que hace tiempo, más de un año, que no ve. Casualidades de la vida, unas horas antes, en la Cena de la Solidaridad, se ha encontrado con su marido en estado de inconsciencia y ahora hace aparición ella, sola y con aires de tener dificultades. Desfilan por la cabeza de Ayerdi problemas familiares, discusiones de pareja, líos, amoríos, malos rollos, y siente una inmensa pereza, pero aun así se acerca a Estrella y le pone una mano en el hombro. Lentamente, ella despega la cabeza de las manos, la gira y le ofrece una mirada asimétrica y desquiciada antes de abrazarse como un pulpo, con ocho u ochocientos brazos, al periodista y comenzar a llorar sin lágrimas. Así permanece unos diez minutos y tarda otros veinte en contarle a Ayerdi, de forma inconexa, a borbotones, que ha visto a Juan Santos en la tele, que estaba en una fiesta y que tenía una chavala en las piernas. Eso es lo que acaba entendiendo él con dificultades, ayudado porque sabe de qué fiesta habla Estrella y ha visto el estado de su marido.

Piensa que no puede dejar a la mujer allí sola en ese estado. O sí puede, ¿qué se lo impide? Piensa: Ella ha venido aquí solita sin saber que se iba a encontrar con nadie, ella ha elegido purgar sus miserias sola y no seré yo quien se lo impida. Pero no acaba de decidirse a abandonarla. No quieres taza… pues hala, carga con el simple de Pitu Gallo, con el recuerdo de Anita, lo buena que está, ¡no te jode!, y ahora con las penas de esta mujer, que tampoco desmerece. Eres un hijo de puta, Juan Santos, a ver si voy a tener que comerme yo tu mierda, cabrón, aún me acabaré tirando a tu señora, que no creas que no le ha caído ya más de una paja, y tú te vas a joder justo allí donde te haya dejado el taxi de la fiesta. Si no estuviera tan colocada… Las tías tan ciegas no sirven para nada, a uno no le apetece tirarse a un cadáver, y a ésta le quedan cinco minutos para el grogui definitivo, pero aun así, ¿quién sabe?, me la retiro amistosamente, con cariño, y mañana por la mañana, con la marea baja y los agradecimientos… Ya, pero ¿dónde? Bah, no merece la pena, demasiado riesgo y pocas garantías.

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