Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Aquella mañana en particular, sin embargo, persistía el opresivo calor del verano. Yo estaba segura de que la temperatura superaba los treinta y ocho grados. Al contemplar la gruesa prenda de vestir que tendría que llevar, no pude soportar la idea de una hora de coche en un vehículo atestado, bajo aquel intenso calor, simplemente para visitar una tumba sagrada que nada significaba para mí.
—No quiero ir —le dije a Moody.
—Tienes que hacerlo —me dijo. Y eso fue todo.
Conté las personas que se habían reunido en la casa de Ameh Bozorg. Había una veintena de ellas preparadas para meterse en dos coches.
Mahtob se sentía tan furiosa y desgraciada como yo. Antes de salir, rezamos nuestra plegaria del baño una vez más: «Querido Dios, por favor, encuéntranos una manera segura de volver juntas a casa».
Moody me obligó a llevar un grueso
chador
negro para aquella solemne ocasión. En el atiborrado vehículo, tuve que sentarme en su falda, con Mahtob en la mía. Tras una espantosa hora de viaje, llegamos a Rey bajo una tormenta de polvo, y salimos tambaleándonos del coche para encontrarnos mezclados con una multitud de peregrinos vestidos de negro que gritaban y daban codazos. Mecánicamente, Mahtob y yo empezamos a seguir a las mujeres que se dirigían a la entrada.
—Mahtob puede venir conmigo —dijo Moody—. Yo la llevaré.
—No —gritó la pequeña.
Alargó la mano para coger la de la niña, pero ésta se apartó. La gente se volvió para ver el origen de la conmoción. «¡No-o-o!», gritaba Mahtob.
Irritado por su desafío, Moody agarró la mano de la niña y me la arrancó violentamente. Al mismo tiempo, le dio un puntapié a la pequeña.
—¡No! —Esta vez fui yo quien gritó. Estorbada por el
chador
, me lancé a proteger a mi hija.
Moody volvió inmediatamente su rabia contra mí, gritando con toda la fuerza de sus pulmones, escupiendo todas las obscenidades en inglés que era capaz de recordar. Yo empecé a llorar, impotente ante su rabia.
Mahtob intentó ahora rescatarme, poniéndose entre los dos. Moody bajó su mirada hacia ella, como si no alcanzara a comprender lo que sucedía, y con ciega ira la abofeteó violentamente en la cara. La sangre empezó a manar del labio superior de Mahtob, salpicando en el suelo.
«
Najess
», murmuró la gente que nos rodeaba, «sucio». La sangre es un contaminante en Irán, y debe ser limpiada inmediatamente. Pero nadie intervino en lo que evidentemente era un pelea doméstica. Ni Ameh Bozorg ni ningún otro miembro de la familia trató de reprimir la rabia de Moody. Miraban al suelo o al vacío.
Mahtob lloraba de dolor. La levanté y traté de detener la hemorragia con el borde de mi
chador
mientras Moody continuaba con su sarta de obscenidades, gritando sucias palabras que jamás le había oído pronunciar. A través de mis lágrimas, vi su cara retorcida en una espantosa mueca de odio.
—Tenemos que conseguir un poco de hielo para ponerle en el labio —le grité.
La visión de sangre que cubría la cara de Mahtob aportó un poco de calma, aunque no de remordimiento. Moody se dominó y juntos buscamos un vendedor que estuviera dispuesto a cortar unos trocitos de hielo de un grande y sucio bloque y vendernos un vaso lleno.
Mahtob gemía. Moody, nada compungido, ponía cara de mal humor. Y yo intentaba hacerme a la idea de que estaba casada con un loco y atrapada en un país en el que las leyes decretaban que él era mi amo absoluto.
Casi un mes había transcurrido desde que Moody nos hiciera rehenes a las dos, y cuanto más tiempo permanecíamos en Irán, más sucumbía él al insondable atractivo de su cultura natal. Algo se había torcido horriblemente en la personalidad de Moody. Decididamente, yo tenía que hacer algo para escapar de aquella pesadilla antes de que nos matara a las dos.
Unos días después durante las perezosas horas de la tarde, en un momento en que Moody había salido de la casa, decidí lanzarme a la desesperada en busca de la libertad. Cogí una buena cantidad de riales iraníes del escondite, agarré a Mahtob y silenciosamente salí de la casa. Si no podía establecer contacto telefónico con la embajada, de algún modo conseguiría encontrar el camino hasta allí. Envuelta en mi
montoe
y mi
roosarie
, esperaba ser irreconocible como extranjera. No tenía deseos de explicar mis actos a nadie. Mantuve el
roosarie
firmemente sujeto sobre mi cara, para no llamar la atención de la
pasdar
, la omnipresente y espantosa policía secreta.
—¿Adónde vamos, mami? —preguntó Mahtob.
—Te lo diré dentro de un momento. Apresúrate.
No quería despertar sus esperanzas hasta que las dos estuviéramos a salvo.
Caminamos rápidamente, intimidadas por el alboroto de la bulliciosa ciudad, sin saber en qué dirección ir. Me latía el corazón de miedo. Estábamos comprometidas. No podía calcular la ferocidad de la reacción de Moody cuando se diera cuenta de que habíamos huido, pero no tenía intención de regresar. Me permití un debilísimo suspiro de alivio al pensar que jamás volvería a verle.
Finalmente encontramos un edificio que mostraba un rótulo con la indicación TAXI en inglés. Entramos a pedir uno, y al cabo de cinco minutos nos encontrábamos camino de nuestra libertad.
Traté de decirle al conductor que nos llevara a la Sección de Intereses Americanos de la Embajada de Suiza, pero no me comprendía, de manera que repetí la dirección que mi madre me había dado por teléfono: «Avenida del Parque esquina calle Diecisiete». Su cara se iluminó al oír «Avenida del Parque», y salió zumbando por el tumultuoso tráfico.
—¿Adónde vamos, mami? —repitió Mahtob.
—Vamos a la embajada —le dije, capaz de respirar más fácilmente ahora que nos hallábamos en camino—. Allí estaremos a salvo. Desde allí podremos volver a casa.
Mahtob lanzó un chillido, encantada.
Después de brincar con el taxi por las calles de Teherán durante más de media hora, el chófer se detuvo ante la embajada australiana de la avenida del Parque. Habló con un guardia, el cual le mandó al otro lado de la esquina. Momentos más tarde nos deteníamos delante de nuestro buen puerto, un edificio grande, moderno, de hormigón, con una placa que anunciaba que era la Sección de Intereses de los Estados Unidos de la Embajada de Suiza. La entrada estaba guardada por barrotes de hierro y vigilada por un policía iraní.
Pagué al taxista y apreté un botón del intercomunicador situado en la puerta. Un zumbador electrónico abrió la verja, y Mahtob y yo entramos precipitadamente en suelo suizo, no iraní.
Un iraní que hablaba inglés nos recibió y nos pidió los pasaportes. «No tenemos nuestros pasaportes», dije. Nos miró a los ojos cuidadosamente y decidió que éramos americanas, de manera que nos dejó pasar. Fuimos sometidas a un cacheo. A cada momento que pasaba, mi ánimo se iba levantando más y más con el glorioso convencimiento de que éramos libres.
Finalmente nos permitieron entrar en la zona de oficinas donde una austera pero amistosa mujer irano-armenia llamada Helen Balassanian me escuchó atentamente mientras yo soltaba toda la historia de nuestro encarcelamiento, que ya duraba un mes. Helen, una mujer alta y delgada, que andaría por los cuarenta, decididamente vestida con traje de calle occidental, nada iraní, con una falda que le llegaba a la rodilla, su cabeza blasfemamente descubierta, nos miró con ojos compasivos.
—Dénos refugio aquí —supliqué—. Luego ya encontraremos la manera de volver a casa.
—¿De qué está usted hablando? —respondió Helen—. ¡No puede quedarse aquí!
—No podemos volver a su casa.
—Es usted una ciudadana iraní —dijo Helen suavemente.
—No, soy ciudadana americana.
—Es usted iraní —repitió ella—, y tiene que someterse a la ley iraní.
Con amabilidad, pero con firmeza, me explicó que desde el momento en que me casaba con un iraní, me convertía en ciudadana sometida a la ley iraní. Legalmente, tanto Mahtob como yo, éramos, sin duda, iraníes.
Un frío estremecimiento me recorrió el cuerpo.
—No quiero ser iraní —clamé—. He nacido en América. Quiero ser una ciudadana americana.
Helen movió negativamente la cabeza.
—No —dijo con suavidad—. Tiene usted que volver a su lado.
—Me pegará —dije llorando. Señalé a Mahtob—. ¡Nos pegará!
Helen mostró una actitud comprensiva, pero sencillamente era incapaz de ayudarnos.
—Nos tiene prisioneras en la casa —dije, intentándolo una vez más mientras me corrían gruesas lágrimas por las mejillas—. Conseguimos escapar por la puerta principal porque todo el mundo está durmiendo. No podemos volver. Nos encerrará. Tengo verdadero miedo de lo que nos pueda ocurrir.
—No comprendo por qué las mujeres americanas hacen esto —murmuró Helen—. Puedo conseguirles ropas. Puedo enviarles cartas. Puedo establecer contacto con su familia y decirles que está usted bien. Puedo hacer esta clase de cosas, pero nada más.
El simple y espantoso hecho era que Mahtob y yo estábamos totalmente sometidas a las leyes de aquel inflexible patriarcado.
Me pasé toda la hora siguiente en la embajada, conmocionada. Hicimos todo lo que pudimos. Llamé por teléfono a América.
—Estoy tratando de encontrar una forma de volver a casa —le dije llorando a mi madre, a miles de kilómetros de distancia—. Mira qué puedes hacer tú desde ahí.
—Ya me he puesto en contacto con el Departamento de Estado —respondió mamá, flaqueándole la voz—. Hacemos lo que podemos.
Helen me ayudó a redactar una carta dirigida al Departamento de Estado, que ella enviaría a través de Suiza. En la carta, declaraba que estaba siendo retenida en Irán contra mi voluntad y que no quería que mi marido pudiera sacar nuestros bienes de los Estados Unidos.
Helen rellenó formularios, pidiéndome detalles sobre Moody. Estaba especialmente interesada en su estatuto de ciudadanía. Moody no había reclamado la ciudadanía americana después de mezclarse en el torbellino de la revolución iraní. Helen quiso saber detalles sobre su carta verde: el permiso oficial para vivir y trabajar en los Estados Unidos. Por el momento, podía regresar a América a trabajar. Pero si esperaba demasiado, le caducaría su carta verde y no podría ejercer la medicina en América.
—Me da más miedo que consiga un trabajo aquí —le dije—. Si se le permite ejercer la medicina aquí, estaremos atrapadas. Pero si no puede conseguir un empleo en este país, quizás decida volver a los Estados Unidos.
Habiendo hecho todo lo que podía, Helen lanzó finalmente su temido ultimátum:
—Tiene que volver ahora —dijo en voz baja y convincente—. Haremos lo que podamos. Tenga paciencia.
Nos pidió un taxi. Al llegar éste, ella salió a la calle y habló con el chófer. Le dio una dirección situada a corta distancia de la casa de Ameh Bozorg. Tendríamos que caminar algunas manzanas, para que Moody no nos viera llegar en taxi.
Se me encogió el estómago al encontrarnos de nuevo Mahtob y yo en las calles de Teherán, sin otro lugar al que ir que no fuese junto a un marido y un padre que había asumido el papel de omnipotente carcelero.
Tratando de pensar correctamente, aunque el pulso latía en mis sienes dolorosamente, le hablé con serenidad a Mahtob.
—No podemos decirle a papá, ni a nadie, dónde hemos estado. Así que le diremos que fuimos a dar un paseo y que nos perdimos. Si pregunta, no digas nada.
Mahtob asintió con la cabeza. La estaban obligando a crecer de prisa.
Moody nos estaba esperando cuando finalmente llegamos.
—¿Dónde estuvisteis? —gruñó.
—Fuimos a dar un paseo —mentí—. Nos perdimos. La verdad es que nos alejamos más de lo esperado. Hay tantas cosas que ver…
Moody consideró mi explicación durante un momento, y luego la rechazó. Sabía que yo poseía un agudo sentido de la dirección. Reflejándose en su airada mirada la justa amenaza de un musulmán contrariado por una mujer, me agarró con una mano del brazo y con la otra me tiró del pelo, arrastrándome por delante de los miembros de la familia que estaban reunidos en la sala, aproximadamente unos diez en total.
—¡No se le permite salir de esta casa! —ordenó.
Y a mí me dijo:
—¡Si vuelves a tratar de escaparte, te mataré!
Vuelta a la solitaria habitación, vuelta a los días de vaciedad, vuelta a las náuseas y al vómito, vuelta a la profunda depresión. Cada vez que salía de mi habitación, me sentía acosada en cada escalón por Ameh Bozorg o por una de sus hijas. Sentí que mi voluntad flaqueaba. Pronto, comprendí, aceptaría mi triste situación y me alejaría de mi familia y de mi tierra natal para siempre.
Separada del mundo, descubrí con cierta ironía algunos de los detalles que me preocupaban. Era el último mes de la temporada de béisbol, y no tenía idea de cómo les iba a los Tigres. Cuando salimos de los Estados Unidos, iban en cabeza de la liga. Al principio, había tenido intención de llevar a mi padre a un partido de béisbol a mi regreso a casa, sabiendo que ésa podía ser su última oportunidad de ver uno.
Sumida en la añoranza, una tarde traté de escribir una carta a mamá y papá, no muy segura de cómo podía echarla al correo. Descubrí con gran decepción que mi mano estaba demasiado débil: no podía ni siquiera garabatear mi nombre.
A medida que pasaban las horas, reflexioné acerca de las consecuencias de mi situación. Estaba enferma, débil, deprimida, y perdía poco a poco la noción de la realidad. Moody parecía satisfecho de verme así acorralada, confiado en que no pudiese levantarme y luchar por mi libertad. Miré a mi hija. La tierna piel de Mahtob estaba cubierta de enormes manchas rojas causadas por la incesante plaga de mosquitos. El verano estaba terminando. Pronto vendría el invierno. Antes de que me diese cuenta, las estaciones —el tiempo mismo— se irían fundiendo en la nada. Cuanto más tiempo permaneciera allí, más fácil me sería aceptar la situación.
El eslogan favorito de papá daba vueltas en mi mente: «Donde hay una voluntad, hay un medio». Pero, aunque yo tuviera la voluntad, ¿quién tenía los medios para ayudarnos?, me pregunté. ¿Había alguien que pudiera sacarnos a mí y a mi hija de aquella pesadilla? Poco a poco, pese a la niebla provocada por mi enfermedad y a las medicinas que Moody me daba, la respuesta acudió a mí.
Nadie podía ayudarme.
Sólo yo podía hallar la forma de salir de aquel infierno.