No sin mi hija (34 page)

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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

BOOK: No sin mi hija
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Pasó el tiempo… veinte minutos o media hora. Yo me hallaba en la sala con el teléfono en la mano, lista para conectarlo, sopesando los riesgos. Entonces oí que la puerta del apartamento de Essey se abría y cerraba. Igualmente, se abrió y se cerró la puerta de la calle. Corrí hacia la ventana y apreté la cara contra la reja protectora a tiempo de ver a Essey y a sus niños bajar por la calle. Raras veces salía de casa, ni siquiera por unos minutos. Esto era como una respuesta a mi plegaria.

Inmediatamente, enchufé el teléfono, llamé a Helen a la embajada, y, sollozando, le conté los detalles de mi desgraciada situación.

—Creía que estaba usted en casa de Ellen —me dijo Helen, tratando de dar con una solución.

—No. Me ha encerrado. Se ha llevado a Mahtob. No sé dónde está la niña, ni siquiera si está bien.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Helen.

—No quiero que haga nada hasta que Mahtob no haya vuelto —le respondí rápidamente—. No quiero hacer nada que ponga en peligro la posibilidad de volver a verla.

—¿Por qué no habla usted con Mr. Vincop? —sugirió Helen. Le llamó y, cuando se puso al aparato, le dije una vez más que no quería arriesgarme a que la embajada interviniera activamente. Al menos, hasta que hubiera podido reunirme con Mahtob.

—No es usted razonable —me aconsejó—. Deberíamos ir y tratar de sacarla de ahí. Deberíamos informar a la policía de que la tienen encerrada ahí.

—¡No! —le grité por teléfono—. Le exijo que no haga nada. No trate de ponerse en contacto conmigo. No haga nada para ayudarme. Seré yo la que la llame en cuanto pueda, aunque no sé cuándo será… mañana, o dentro de seis meses, lo ignoro. Pero no intente ponerse en contacto conmigo.

Colgué el teléfono, preguntándome si podía arriesgarme a llamar a Ellen al trabajo. Pero oí crujir una llave en la cerradura de la puerta de la calle. Essey y sus hijos regresaban. Rápidamente desconecté el teléfono, lo metí en la cartera y devolví ésta al lugar en que Moody la había dejado.

De repente, me sentí preocupada por la fotografía que había tomado en el momento en que Moody se llevaba a Mahtob. Había otras fotos en el rollo. Si las revelaba, Moody se daría cuenta de lo que yo había hecho, y, estaba convencida de ello, reaccionaría con furia. Busqué en la bolsa donde guardaba la cámara para ver si tenía otro rollo de película, con el fin de reemplazarlo por el de la cámara, pero no encontré nada.

La foto parecía ahora carente de importancia, porque mostraría sólo la espalda de Mahtob mientras Moody la empujaba en el cochecito. Ciertamente, no merecería la pena arriesgarse a la ira de Moody. Abrí la cámara, expuse el film a la luz, y lo devolví a su lugar, confiando en haber estropeado con ello alguna fotografía que fuera importante para Moody.

Dos días más tarde, sin ninguna explicación, Essey dejó el apartamento de abajo, llevándose a Maryam y a Mehdi consigo. Atisbando por la ventana del piso de arriba, vi que se metía en un taxi, peleando con una maleta, con sus ingobernables hijos y con el
chador
. Al parecer, se iba a visitar a sus parientes. Reza seguía en el trabajo. Ahora me encontraba totalmente aislada.

Algunas noches, Moody volvía a casa; otras, no. No sabía cuál de las dos cosas prefería. Detestaba y temía a aquel hombre, pero era mi único vínculo con Mahtob. Las noches en que llegaba, los brazos cargados de comestibles, se mostraba seco y malhumorado, eludiendo mis preguntas sobre Mahtob con un sucinto: «Está bien».

—¿Le va bien en la escuela? —pregunté.

—No va a la escuela —repuso ásperamente—. No la dejaron volver por lo que hiciste. Es culpa tuya. Lo has destruido todo y ahora no la quieren allí. Eres un problema demasiado grande. —Y añadió otro tema—: Eres una mala esposa. No me das más hijos. Voy a tomar otra esposa para poder tener un hijo.

De repente pensé en mi DIU. ¿Qué pasaría si Moody lo descubría? ¿Y si Moody me pegaba tanto que requería asistencia médica, y algún médico iraní lo encontraba? Si Moody no me mataba, quizás lo hiciera el gobierno.

—Voy a llevarte a Jomeini y decirle que le odias —gruñó Moody—. Voy a llevarte al gobierno, y les diré que eres agente de la CIA.

En un momento de racionalidad, hubiera considerado estas amenazas como tonterías. Pero había oído historias de personas acusadas sobre la base de escasas o nulas pruebas, y luego encarceladas o ejecutadas, sin juicio. Yo estaba a merced tanto de aquel hombre demente como de su gobierno. Sabía que seguía viva sólo por el capricho de Moody.

Encerrada en el apartamento con mi atormentador, no me atrevía a discutir. Cada vez que veía encenderse un fuego en sus ojos, me obligaba a mí misma a sujetar la lengua, confiando en que él no pudiera oír el terrible latido de mi corazón.

Moody centraba gran parte de su ira en el hecho de que yo no fuese musulmana.

—Te quemarás en las llamas del infierno —me gritaba—. Y yo voy a ir al cielo. ¿Por qué no despiertas?

—No sé lo que va a suceder —replicaba yo suavemente, tratando de apaciguarlo—. No soy juez. Sólo Dios es juez.

Aquellas noches en que Moody decidía quedarse conmigo, dormíamos en la misma cama, pero él se mostraba distante. Algunas veces, luchando desesperadamente por la libertad, me acercaba a él y apoyaba mi cabeza en su hombro, aunque el esfuerzo me llevara al borde de las náuseas. Pero, en cualquier caso, Moody no se mostraba interesado. Gruñía y se daba la vuelta, apartándose de mí.

Por la mañana, me dejaba sola, llevándose su cartera —y el teléfono— consigo.

Yo estaba loca de miedo y de aburrimiento. Doliéndome todavía el cuerpo por la espantosa pelea que habíamos tenido, abrumada por la desesperación y la depresión, yacía en cama durante horas, incapaz de dormir, pero incapaz también de levantarme. En otros momentos, paseaba por el apartamento, buscando no sé qué. Algunos días transcurrían en medio de una niebla total. Al cabo de poco tiempo perdí la noción del día de la semana, e incluso del mes, en que estábamos, o de si el sol iba a salir a la mañana siguiente. Lo único que deseaba era ver a mi hija.

Durante uno de aquellos días de angustia, mi temor se centró en un detalle. Introduciendo los dedos en mi cuerpo, busqué la espiral de alambre de cobre a la que estaba unida mi DIU. La encontré, y vacilé durante un momento. ¿Y si iniciaba una hemorragia? Estaba encerrada en la casa, sin ningún teléfono. ¿Y si me desangraba?

En aquel momento, ya no me importaba vivir o morir. Tiré del alambre, y lancé un grito de dolor, pero el DIU permaneció fijo en su sitio. Lo probé varias veces más, tirando con más fuerza, retorciéndome por el dolor cada vez más vivo. Pero el artilugio no cedía. Finalmente agarré un par de pinzas de mi estuche de manicura y sujeté con fuerza el alambre. Con una presión lenta, pero constante, que arrancaba de mis labios gritos de agonía, finalmente conseguí mi propósito. De repente, me encontré en la mano el trocito de plástico y alambre de cobre que podía llevarme a una condena de muerte. Me dolían las entrañas. Esperé varios minutos hasta asegurarme de que no sangraba.

Contemplé el DIU, una estrecha franja de plástico blanco y opaco, de menos de un par de centímetros de longitud, adherido a la espiral de alambre de cobre. ¿Qué podía hacer con él, ahora? No podía sencillamente arrojarlo a la basura, y correr el riesgo de que Moody lo descubriera, aunque ésta fuera una remota posibilidad. Como médico, lo reconocería inmediatamente.

¿Y si lo tiraba por el retrete? No estaba segura de que la taza se lo tragara. ¿Y si provocaba un taponamiento, teníamos que llamar al fontanero, y éste mostraba a Moody el extraño material que causaba la obstrucción?

El metal era blando.

Quizás pudiera cortarlo en trocitos. Encontré unas tijeras en el cesto de coser de Nasserine, y me dediqué a la tarea hasta que el artilugio estuvo reducido a diminutos trozos.

Corrí por mi cuchillo-destornillador, y rápidamente quité la reja de la ventana. Inclinándome hacia fuera, esperé hasta que estuve segura de que nadie miraba. Entonces dejé caer los trocitos de mi DIU en las calles de Teherán.

El cumpleaños de papá era el 5 de abril. Cumpliría sesenta y cinco, si seguía vivo. El de John era el 7 de abril. Tenía ya quince años. ¿Sabía mi hijo que yo seguía viva?

No podía ofrecerles regalos. No podía cocinarles pasteles. No podía llamarles para desearles feliz cumpleaños. No podía mandarles postales.

Ni siquiera sabía cuándo era la fecha exacta de su cumpleaños, porque había perdido la noción del tiempo.

A veces, por la noche, salía al balcón, a contemplar la luna y pensar: «Tan grande como es este mundo, y hay una sola luna para todos, para John, para Joe, para papá y mamá, y para mí». Era la misma luna que veía Mahtob.

De alguna manera, eso me daba un sentimiento de unión.

Un día, mirando por casualidad por la ventana delantera, me quedé sin aliento. Allí estaba Miss Alavi, de pie en la acera al otro lado del callejón, mirándome. Por un momento, pensé que se trataba de una aparición conjurada por mi confuso cerebro.

—¿Qué está usted haciendo aquí? —le pregunté, sorprendida.

—Llevo observando y observando, esperando desde hace horas —dijo—. Sé lo que le ha sucedido.

¿Cómo había averiguado dónde vivía yo?, me pregunté. ¿Por la embajada? ¿Por la escuela? Bueno, el caso es que ello no importaba. Estaba auténticamente emocionada de ver a aquella mujer que estaba dispuesta a arriesgar su vida por sacarnos a Mahtob y a mí del país. Lo que me hizo lanzar un gemido interior al recordar que Mahtob no estaba conmigo.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Miss Alavi.

—Nada —repuse, abrumada por la tristeza.

—Tengo que hablar con usted —dijo ella, bajando la voz, comprendiendo cuán sospechoso podía parecer que estuviera hablando así, al otro lado del callejón con una mujer que estaba en la ventana del piso de arriba, en inglés.

—¡Espere! —le dije.

Al cabo de un momento, tenía quitada la reja. Entonces apoyé la cabeza contra los barrotes, y continuamos nuestra extraña conversación en tonos más apagados.

—Llevo observando la casa varios días —dijo Miss Alavi. Explicó que su hermano había estado con ella algún tiempo, sentados ambos en un coche. Pero alguien sospechó algo y les preguntó qué estaban haciendo allí. El hermano de Miss Alavi respondió que estaban observando a una muchacha de una de las casas porque quería casarse con ella. Esa explicación fue suficiente, pero quizás el incidente hubiese despertado la cautela del hermano. En todo caso, Miss Alavi estaba ahora sola.

—Todo está preparado para el viaje a Zahedán —me dijo.

—No puedo ir. No tengo a Mahtob.

—Encontraré a Mahtob.

¡¡¡¿Podría hacerlo?!!!

—Por favor, no haga nada sospechoso.

Ella asintió con la cabeza. Luego se marchó, tan misteriosamente como había venido. Yo volví a colocar la reja en su sitio, escondí el cuchillo de cocina, y una vez más me sumergí en un letargo, preguntándome si aquel episodio había sido algo más que un sueño.

Dios debía de haber reducido la velocidad del paso del tiempo. Seguramente, los días tenían ahora cuarenta y ocho o setenta y dos horas. Aquéllos fueron los días más solitarios de mi vida. Encontrar alguna manera de ocupar mi tiempo era una ocupación agotadora.

En mi mente, elaboraba una sutil estratagema para comunicar con Mahtob. Con los trocitos de comida que podía encontrar, o con lo que Moody traía a casa, intentaba cocinar platos favoritos de Mahtob y mandárselos a través de su padre. El pilaf búlgaro, un plato oriental a base de arroz, era un plato exquisito para ella.

Con unos trocitos de hilo blanco, conseguí tejer un par de botitas para su muñeca. Luego recordé un par de camisas de cuello de tortuga que ella llevaba pocas veces, quejándose de que le apretaban por el cuello. Le corté unas cintas de tejido de los cuellos para hacerlas más confortables, y con los fragmentos de tela le hice más ropita para su muñeca. Encontré luego una blusa blanca de mangas largas que se le había quedado pequeña. Cortándole las mangas y añadiendo tela a la cintura, la convertí en una blusa de manga corta que era lo bastante grande para que pudiera ponérsela.

Moody se llevó consigo los regalos, pero se negó a darme noticias de mi hija, excepto una vez en que devolvió las botitas de la muñeca. «Dice que no las quiere, porque los demás niños se las van a ensuciar», explicó.

En mi interior, resplandecí ante aquellas noticias, tratando de que Moody no se diera cuenta de lo que acababa de ocurrir. La pequeña y valiente Mahtob había adivinado mi plan. Aquélla era su forma de decirme: Mami, aún existo. Y estoy con otros niños.

Eso descartaba la casa de Ameh Bozorg, gracias a Dios.

¿Pero dónde estaba?

Por aburrimiento y frustración, empecé ahora a leer los diversos libros en inglés que tenía Moody. La mayoría de ellos versaba sobre el Islam, pero no me importó. Los leí de cabo a rabo. Había un diccionario Webster, y me lo leí también. Me hubiera gustado tener una Biblia.

Dios era mi única compañía durante aquellos tediosos días y noches. Hablaba con Él constantemente. Poco a poco, a lo largo de no sé cuántos días, fui elaborando una estrategia en mi perturbada mente. Atrapada como estaba, incapaz de hacer nada en mi propia defensa, me sentía dispuesta a intentar cualquier plan de acción que pudiera reunirme con Mahtob. De modo que empecé a dedicar mi atención a la religión de Moody.

Estudié atentamente un librito de instrucciones que explicaba en detalle las costumbres y rituales de la plegaria islámica, y me dediqué a seguir la rutina. Antes de rezar me lavé las manos, los brazos, la cara y la parte superior de los pies. Luego me puse un
chador
blanco de plegaria. Cuando uno se arrodilla en la oración islámica, inclinándose hacia adelante en señal de sumisión a la voluntad de Alá, la cabeza no debe tocar ningún objeto hecho por la mano del hombre. Al aire libre, esto es sencillo. En casa, el suplicante debe hacer uso de una piedra de plegaria, y tiene que haber varias de ellas disponibles en la casa. Eran simplemente terrones de arcilla endurecida, de aproximadamente dos centímetros de grosor. Cualquier clase de tierra serviría, pero éstas estaban especialmente fabricadas con arcilla procedente de La Meca.

Vestida con el
chador
, inclinándome hacia adelante para tocar la piedra de plegaria con la cabeza, un libro de instrucciones abierto en el suelo delante de mí, practicaba mis plegarias una y otra vez.

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