No sin mi hija (33 page)

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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

BOOK: No sin mi hija
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Mahtob tenía dos meses, e iba vestida con un vestidito rosa de encaje elegido entre los muchos del vestuario pródigamente adquirido para ella por un hombre que la encontraba tan encantadora que rápidamente olvidó su decepción inicial y se convirtió en el más orgulloso de los papás. La pequeña yacía satisfecha en mis brazos, mirándome a los ojos. Los suyos estaban cambiando de la tonalidad azul de bebé a un castaño oscuro. Estudiaban el fenómeno de la vida, mientras, a nuestro alrededor, más de un centenar de estudiantes musulmanes celebraban
Eid e Ghorban
, la fiesta del sacrificio. Era el 4 de noviembre de 1979.

Como miembro cada vez más activo de la Sociedad Islámica de Texas del Sur, Moody fue uno de los principales organizadores del acontecimiento, celebrado en un parque local. Yo había recobrado las fuerzas rápidamente, y mientras aquello fuera una celebración social, divorciada de la política, me sentía feliz de asistir a los preparativos. Ayudé a cocinar enormes cantidades de arroz. Con otras esposas, una combinación de iraníes, egipcias, saudíes y americanas, preparé una variedad de ricas salsas para el
joreshe
. Cortamos pepinos, tomates y cebollas y los rociamos con zumo de limón. Preparamos enormes cestos de lujuriante fruta fresca de todas las variedades imaginables. E hicimos
baklava
.

En esta ocasión, sin embargo, fueron los hombres los responsables del plato fuerte. La fiesta conmemora el día en que Dios ordenó a Abraham el sacrificio de su hijo Isaac, pero a última hora perdonó al niño, reclamando en su lugar un cordero. Varios hombres cogieron una serie de corderos vivos, y, colocándose cara a La Meca mientras entonaban plegarias sagradas, les cortaron el cuello. Los hombres llevaron a los animales hasta una barbacoa local, donde fueron preparados para la fiesta.

El festival abarcaba a todo el Islam, no solamente a Irán y, por lo tanto, la retórica política aquel día estaba limitada a pequeños y aislados comités de iraníes que charlaban contentos sobre el satisfactorio intento del ayatollah de centralizar el poder.

Yo me mantenía el margen de aquellas discusiones, dedicándome a la relación social con mi amplio círculo de amigas, unas Naciones Unidas en miniatura. La mayoría de ellas disfrutaba con estos toques de cultura oriental, pero todas estaban satisfechas de vivir en América.

Dejando a los niños en casa, inmediatamente después de la fiesta, Moody, Mahtob y yo partimos en coche a Dallas para una convención osteopática. Por el camino nos detuvimos en Austin a visitar a algunos miembros de la que parecía ser una cada vez más numerosa manada de parientes que también se habían olvidado de su tierra natal para vivir en América. Moody los llamaba sus «sobrinos», y éstos a él «
Daheejon
». Tuvimos que cenar con ellos aquella noche, y hacer planes para encontrarnos todos en nuestro hotel a la mañana siguiente para desayunar.

Cansados de la jornada, nos despertamos tarde. Con prisas para terminar nuestros preparativos matutinos, no prestamos atención a la televisión. Al bajar al vestíbulo del hotel, uno de los «sobrinos», un joven llamado Jamal, nos estaba esperando con impaciencia. Se lanzó hacia nosotros lleno de inquietud.


¡Daheejon!
—gritó—. ¿No te has enterado de las noticias? La Embajada americana ha sido tomada en Teherán. —Y se rió.

Moody se daba cuenta ahora de que la política era un juego serio. Al comienzo, desde su cómodo lugar de observación, a medio mundo de distancia, se había sentido lo bastante seguro como para proclamar su celo por la revolución y por el sueño del ayatollah de convertir Irán en una República Islámica. Hablar era fácil, desde lejos.

Pero ahora que los estudiantes de la Universidad de Teherán habían cometido un acto de guerra contra los Estados Unidos, Moody se enfrentaba con la realidad del peligro personal. No era una buena ocasión para ser un iraní en América… ni para estar casada con uno de ellos. Un estudiante iraní de la Texas A&I fue golpeado por asaltantes desconocidos, y Moody se sintió preocupado por la posibilidad de correr la misma suerte. También le inquietaba la posibilidad del arresto o la deportación.

No faltó en el hospital quien empezara a referirse a él como «el doctor Jomeini». En una ocasión, afirmó que un coche había tratado de atropellado en la calle. Recibimos una serie de llamadas telefónicas amenazadoras. «Os vamos a matar», dijo por el auricular una voz con acento sureño. Auténticamente asustado, Moody contrató un servicio de protección para que vigilara la casa, y para que nos guardara a los demás cuando él salía.

¿No había un final para esa locura?, me preguntaba yo. ¿Por qué deben los hombres mezclarse en sus estúpidos juegos de guerra? ¿Por qué no pueden dejar tranquila a una esposa y una madre?

Moody descubrió que no podía liberarse de aquella madeja de intrigas. Resultaba casi imposible para él permanecer neutral. Sus amigos iraníes querían arrastrarle a su lado como activista, para que ayudara a organizar manifestaciones, utilizando nuestra casa como una especie de campamento base. Nuestros amigos americanos y nuestros vecinos, así como sus colegas médicos, esperaban e incluso exigían que declarara su lealtad a la nación que le permitía vivir en tan alto nivel.

Al principio, vaciló. En privado se regocijaba de los exasperantes hechos de la crisis de los rehenes, evidentemente satisfecho de que América apareciera así humillada ante el mundo. Yo le odié por esto, y tuvimos ásperas discusiones. Él solía soltar un interminable discurso contra el embargo americano de armas destinadas a Irán. Una y otra vez declaraba que era una vergüenza, que lo que haría América sería simplemente mandar armas a Irán, pero a través de un tercer país, aumentando así el precio.

Algo extraño ocurría. Moody había establecido una íntima relación con el doctor Mojallali, un neurocirujano iraní. Como había estudiado en Irán, el doctor Mojallali no estaba autorizado a ejercer la medicina en los Estados Unidos, así que trabajaba como técnico de laboratorio. Pero Moody le trataba con todo el respeto debido a un colega, y ambos trabajaban juntos armónicamente con los estudiantes iraníes. De la noche a la mañana, la amistad se enfrió. De repente, Moody dejó de hablar con el doctor Mojallali, pero se negó a explicarme las razones.

En el hospital, Moody adoptó una estrategia de no enfrentamiento. Aunque seguía permitiendo que los estudiantes iraníes se reunieran en nuestra casa, trataba de mantener en secreto aquellas reuniones e intentaba evitar las conversaciones políticas, fingiendo haber cortado los vínculos con «Un Grupo de Musulmanes Preocupados». En el hospital, se concentró en su trabajo.

Pero el daño ya estaba hecho. Había manifestado sus simpatías demasiado a las claras, y esto le convertía en un blanco fácil para cualquiera.

La tensa situación cristalizó cuando el otro anestesista del hospital acusó a Moody de estar escuchando su radio de onda corta por los auriculares cuando debía estar atendiendo a sus deberes durante una operación. Era una acusación que resultaba fácil de creer. Por otra parte, yo conocía muy bien la realidad de la profesión de Moody. Los dos habíamos disfrutado de las fáciles ganancias de un anestesista, pero sólo al precio de una lucha territorial cada vez mayor. Con poco trabajo y mucha paga, quizás el «colega» de Moody hubiese visto la oportunidad de hacerse con una parcela mayor del negocio.

La controversia dividió al personal del hospital en dos campos. La situación amenazaba con hacerse insostenible, especialmente dado que la crisis de los rehenes no evolucionaba, estableciéndose una especie de «empate».

Cuando el tumultuoso año tocaba a su fin, Moody se encontraba en medio de dos campos internacionales, y era vulnerable al ataque de ambos bandos.

Hicimos un viaje a Michigan para visitar a mis padres, en Navidades. Resultaba un agradable respiro, después de las insoportables presiones de Corpus Christi. Todo el mundo se lo pasó bien en casa de mis padres, que hicieron regalos a John, Joe y Mahtob. En los momentos más tranquilos de aquellos dichosos días, musité a Moody la posibilidad de escapar del torbellino en que se había convertido nuestra vida en Corpus Christi. A Moody le gustaba Michigan. Si la oportunidad de un empleo se presentaba, ¿consideraría la posibilidad de mudarse aquí? ¿Había tal vez alguna vacante? Yo sabía que si visitaba a algunos de sus antiguos colegas, era probable que el tema surgiera, así que un día le propuse: «¿Por qué no vas a visitar a tus viejos amigos de Carson City?».

Le encantó la idea. Era una oportunidad de hablar de asuntos profesionales en una atmósfera segura, donde no tenía ningún antecedente como simpatizante iraní. Aquella visita renovó su entusiasmo por su trabajo y le recordó que había ambientes en los que sus orígenes podían ser mantenidos en un discreto segundo plano. Resplandecía cuando me contó que un médico había dicho: «¡Eh! Conozco a alguien que está buscando un anestesista».

Moody se puso en contacto con esa persona, un anestesista de Alpena, y fue invitado a celebrar una entrevista. Las cosas se movían con rapidez. Moody y yo dejamos a los niños con mis parientes y nos metimos en el coche para un viaje de tres horas.

Nevaba ligeramente cuando salimos, cubriendo de escarcha bosques de pinos verde oscuro, en un festival de blancura. Aquella escena de postal invernal resultaba arrebatadoramente hermosa después de tres años de vivir en la cálida y desolada Texas.

—¿Cómo fuimos capaces de apartarnos de esto? —preguntó Moody en voz alta.

Encontramos el Hospital de Alpena situado en su propio paisaje invernal. En un primer plano, se levantaba un moderno complejo de edificios que se extendían a lo largo de un aparcamiento cubierto de nieve. Algunos gansos canadienses anadeaban tranquilamente por entre los pinos. A lo lejos, onduladas colinas formaban un pacífico fondo.

La entrevista de trabajo fue muy bien. Aquí, en Alpena, se necesitaba claramente un segundo anestesista. Al terminar la entrevista, el otro médico extendió su mano y dijo: «¿Cuándo puede usted venir?».

Transcurrieron varios meses antes de que pudiéramos resolver nuestros asuntos en Corpus Christi. Moody anhelaba tanto el cambio que varias veces, en medio del suave invierno texano, puso en marcha el aire acondicionado para poder encender un alegre fuego en nuestra chimenea. Le recordaba Michigan. Iniciamos las gestiones necesarias del traslado con un ánimo alegre. Una vez más éramos un equipo, que trabajaba para un objetivo común. Moody había hecho su elección: viviría y trabajaría en América. Sería —era— un americano.

Vendimos nuestra casa de Corpus Christi, aunque conservamos la propiedad que habíamos comprado para desgravar. Y en primavera estábamos en Alpena, a sólo tres horas de distancia de mis padres… y a un millón de kilómetros de Irán.

16

Alpena se encontraba muy lejos del espantoso apartamento en que ahora me encontraba encarcelada. Y también lo estaban papá y mamá. Y Joe y John. ¡Y, sobre todo, Mahtob!

¿Estaría con Mammal y Nasserine? Confiaba en que no fuera así. Confiaba en que estuviera con alguien a quien ella conociera y que le gustara, alguien que la quisiera. ¿Estaba con Ameh Bozorg? Esto me hizo estremecer. ¡Oh, cómo lloraba por mi niña!

Sola en el apartamento, encerrada en solitario confinamiento durante el día, desesperada por saber algo de Mahtob, temí por mi cordura. En medio de aquella terrible frustración y angustia, hice lo que le había dicho a Mahtob que haría. Cuando sientes que estás solo, siempre puedes rezar. Nunca estás realmente solo.

Cerré los ojos y lo intenté. ¡Dios mío, ayúdame!, empecé… pero mi exhausta mente divagaba, sumergiéndome en un mar de remordimientos. Había ignorado la religión durante años, y sólo era capaz de dirigirme a Dios en busca de ayuda cuando me encontraba perdida en una tierra extraña. ¿Por qué iba a escucharme ahora?

Lo volví a intentar. Ahora ya no pedía que Mahtob y yo pudiéramos volver a América juntas. Sólo rogaba que se me permitiera reunirme con mi hija. Dios mío, ayúdame a reunirme con Mahtob. Protégela y confórtala. Hazle saber que la amas, que estás con ella, y que yo la quiero. Ayúdame a encontrar la manera de que vuelva.

Algo —¿o alguien?— me dijo que abriera los ojos. Realmente oí la voz, ¿o no? Sorprendida, levanté la mirada y vi la cartera de Moody descansando en el suelo en un rincón de la habitación. Por lo general la llevaba consigo, pero hoy se la había olvidado, o quizás simplemente la había dejado. Con curiosidad, me acerqué a ella para examinarla. No tenía ni idea de lo que guardaba en ella, pero quizás se tratara de algo que me sirviera de ayuda. ¿Una llave, quizás?

La cartera llevaba cerradura de combinación. El propio Moody la había codificado, y yo ignoraba la secuencia que abriría la cerradura. «Empezaré con cero, cero, cero», murmuré para mí. Por lo demás, ¿qué otra cosa tenía que hacer?

Me llevé la cartera a la habitación de Mammal y de Nasserine, desde donde podía oír si alguien se acercaba a la casa. Me senté en el suelo y marqué los dígitos de la cerradura: 0-0-0. Apreté luego los botones. Nada sucedió. Modifiqué la secuencia a 0-0-1. De nuevo, nada. Con un oído atento a las voces que venían de la calle, para enterarme del posible regreso de Moody, trabajé sistemáticamente: 0-0-3, 0-0-4, 0-0-5. Proseguí sin descanso; la repetición de aquella tarea ayudaba a pasar el espantoso tiempo, aunque también provocaba cierto pesimismo.

Llegué al 1-0-0, sin éxito. Y continué. La aventura parecía ahora carente de significado. Probablemente no hubiese nada en la cartera que pudiera serme de alguna utilidad. Pero tenía 900 números que recorrer y nada más en qué ocuparme.

Llegué al 1-1-4. Nada.

1-1-5. Nada. ¿Por qué molestarme?

1-1-6. Nada. ¿Y si Moody regresaba silenciosamente y se deslizaba en el apartamento encontrándose con que yo estaba invadiendo su intimidad?

Marqué las cifras 1-1-7 y apreté con pesimismo los botones.

¡Los dos cierres se abrieron de golpe!

Levanté la tapa y lancé un jadeo de alegría. Allí estaba el teléfono, un moderno y elegante aparato con toda clase de artilugios. Mammal lo había adquirido en un viaje a Alemania. El cordón llevaba en su extremo un empalme que parecía un enchufe eléctrico corriente, y por ahí se enganchaba a la toma del teléfono.

Corrí hacia ésta, pero me detuve en seco. Essey estaba en casa, justo debajo de mí. Yo la oía ir y venir por la casa, así como el alboroto que armaba el pequeño. Y sabía que aquel maldito sistema telefónico estaba mal instalado. Cada vez que alguien marcaba un número en el teléfono de arriba, el aparato de abajo emitía algunos ruiditos sordos. Essey se daría cuenta. ¿Podía arriesgarme? No, ella ya había demostrado su lealtad. Tal vez no estuviese de acuerdo con lo que Moody hacía, pero obedecería. Me espiaría, si
Daheejon
lo deseaba.

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