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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (37 page)

BOOK: No sin mi hija
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Decidí contárselo a Moody en cuanto volviéramos a casa, antes de que lo hiciera cualquier otro.

—Tuve un deseo, hoy —le dije—. Le pedí al Imán Mehdi que me concediera un deseo.

—¿Qué fue lo que deseaste? —me preguntó con suspicacia.

—Que los tres pudiéramos volver a ser felices como familia.

Moody iba bajando la guardia poco a poco, hasta que, aproximadamente un mes después de su regreso a casa con Mahtob, estábamos viviendo otra vez juntos como familia. Permitía a Mahtob pasar varios días conmigo cada semana. A veces nos dejaba salir a recados; otras, nos guardaba celosamente. Vivíamos una existencia extraña, enclaustrada.

Resultaba atrozmente difícil tener que esperar el momento oportuno, pero era todo lo que podía hacer. Jugaba mi desesperado juego ahora también con Mahtob, además de con Moody. Rezaba mis plegarias islámicas fielmente, y, siguiendo mi ejemplo, también lo hacía así Mahtob. Moody iba sucumbiendo gradualmente al engaño, porque quería creer que la normalidad se vislumbraba en el horizonte. Existía la posibilidad de un desastre que me asustaba horriblemente. Ahora que estábamos reanudando nuestra vida como familia, me resultaba necesario fingir afecto. ¿Y si me quedaba embarazada? No quería agravar mis dificultades trayendo una nueva vida a este absurdo mundo. No quería dar a luz a un hijo engendrado por un hombre al que odiaba. El embarazo me dejaría más firmemente atrapada que nunca.

El 9 de junio cumplí cuarenta años. Traté de no destacar el hecho. Moody estaba de guardia en el hospital aquella noche, así que ordenó que Mahtob y yo nos quedáramos en el apartamento de abajo donde Essey podía vigilarnos. Yo manifesté mi contrariedad, pero él se mostró inflexible. Así, la noche del día de mi cumpleaños, Mahtob y yo tuvimos que despejar un espacio en el suelo de Essey, quitar los cadáveres de las enormes cucarachas atraídas por la omnipresente orina de Mehdi, extender las mantas y tratar de dormir.

En mitad de la noche sonó el teléfono. Essey respondió, y oí que repetía las palabras: «
Na, na
».

—Es mi familia —dije yo—. Quiero hablar con ellos. Hoy es mi cumpleaños.

En una poco corriente demostración de desafío, agarré el teléfono y oí la voz de mi hermana Carolyn. Me informó del estado de mi padre, que era estable, y me dijo que Joe había conseguido un empleo en la cadena de montaje de mi anterior patrono, la ITT Hancock de Elsie. Mis ojos estaban llenos de lágrimas, y el nudo que tenía en la garganta me dificultaba el habla.

—Dile que le quiero —fue todo lo que pude articular—. Dile a John… que le quiero… también.

La noche siguiente, Moody regresó de su larga sesión de guardia en el hospital. Llevaba un pequeño ramillete de margaritas y crisantemos como regalo de cumpleaños. Le di las gracias, y le hablé inmediatamente de la llamada de Carolyn, antes de que pudieran hacerlo Essey o Reza. Para alivio mío, su reacción fue de indiferencia, en lugar de furia.

Moody nos llevó de paseo un día, bajo el sol veraniego, a algunas manzanas de distancia, a casa de una anciana pareja, unos parientes suyos. Su hijo Morteza, de la edad de Moody, vivía con ellos. Había perdido a su esposa unos años antes, y sus padres le ayudaban en el cuidado de su hija Elham, de edad apenas mayor que la de Mahtob. Era una niña dulce, bonita, pero taciturna y solitaria, por lo general ignorada por su padre y sus abuelos.

En los inicios de la conversación, las palabras de Morteza apuntaron el hecho de que tanto él como sus padres habían apremiado a Moody para que me diera más libertad.

—Nos sentimos felices de verte —me dijo—. Nadie te ha visto recientemente. Nos preguntábamos qué te habría ocurrido, y nos preocupábamos por tu salud.

—Está estupendamente —dijo Moody, con un poquito de incomodidad evidente en su voz—. Ya podéis verlo, estupendamente.

Morteza estaba empleado en el departamento ministerial del gobierno que controlaba las transmisiones de télex que llegaban y salían del país. Era un trabajo importante, y conllevaba grandes privilegios. Durante el curso de nuestra conversación, aquel día, nos explicó que estaba planeando llevar a Elham de vacaciones a Suiza, o, quizás, a Inglaterra.

—Sería estupendo que la niña pudiera aprender un poquito de inglés antes de irnos —dijo.

—Oh, me encantaría enseñarle inglés —repuse.

—Es una gran idea —admitió Moody—. ¿Por qué no la traéis a nuestra casa por las mañanas? Betty puede enseñarle inglés mientras yo estoy en el trabajo.

Más tarde, durante el paseo de vuelta, Moody me dijo que estaba muy satisfecho. Elham era una niña adorable, mucho mejor educada que la mayoría de las niñas iraníes, y Moody quería ayudarla. Se sentía especialmente vinculado a ella porque, al igual que él en su infancia, la pequeña había perdido a su madre. Además, me dijo, le encantaba la idea de haber encontrado una actividad para mí.

—Quiero que seas feliz aquí —dijo.

—Y yo quiero ser feliz aquí —mentí.

Enseñar inglés a Elham resultó también una respuesta a mis plegarias. Moody ya no se preocupaba de llevar a Mahtob a casa de Malouk durante el día. Elham y yo necesitábamos a Mahtob como intérprete, y cuando no trabajábamos en las lecciones, las dos niñas jugaban felizmente.

Reza y Essey planeaban una peregrinación a la
masjed
santa de Meshed, donde Ameh Bozorg se había alojado en busca de una cura milagrosa. Antes del nacimiento de Mehdi, Reza y Essey habían hecho un
nasr
, prometiendo realizar la peregrinación si Alá les concedía un hijo. El hecho de que Mehdi fuera deforme y retrasado no tenía nada que ver; debían cumplir su
nasr
. Cuando nos invitaron a acompañarles, yo insté a Moody a que aceptara.

Lo que se me había ocurrido de pronto era que tendríamos que coger el avión para ir a Meshed, situado en el rincón más alejado del nordeste de Irán. Había habido una serie de secuestros internos recientemente, lo que ofrecía la débil pero real posibilidad de que nuestro vuelo acabara efectuando una imprevista parada en Bagdad.

Sabía también que aquel viaje probablemente calmaría las ansiedades de Moody. Seguramente, mi deseo de ir a la peregrinación le tranquilizaría sobre mi creciente devoción hacia su forma de vivir.

Pero aún había una razón más profunda para mi anhelo. Quería realmente hacer la peregrinación. Essey me había dicho que si uno ejecutaba los rituales adecuados en la tumba de Meshed, le eran concedidos tres deseos. Yo tenía un solo deseo, pero deseaba fervientemente creer en los milagros de Meshed. «Algunas personas llevan a los enfermos y a los locos, y los atan a la tumba con cuerdas, y esperan que suceda el milagro», me dijo Essey solemnemente. Y muchas veces sucedía.

Yo ya no sabía qué creer —o qué no creer— sobre la religión de Moody. Lo único que sabía era que me empujaba la desesperación.

Moody aceptó de buena gana lo de la peregrinación. También él tenía sus deseos.

El vuelo a Meshed fue corto, y, al llegar, Moody nos metió apresuradamente en un taxi para llevarnos al hotel. Él y Reza nos habían inscrito en el hotel más elegante de la ciudad. «¿Qué es esto?», murmuró al entrar en nuestra fría y húmeda habitación. Una cama cubierta de protuberancias nos aguardaba. Un andrajoso pedazo de tela sobre la ventana hacía las veces de cortina. Grandes grietas afeaban las grises paredes de yeso, que al parecer llevaban decenios sin ser pintadas. La alfombra estaba tan sucia que no nos atrevimos a caminar por ella descalzos. Y el olor que llegaba del retrete era mareante.

La «suite» de Reza y Essey, adyacente a la nuestra, no era mucho mejor. Decidimos ir a la
haram
, la tumba, inmediatamente, en parte por nuestro celo religioso, en parte por escapar del hotel.

Essey y yo llevábamos
abbahs
que habíamos pedido prestados para la ocasión. Se trataba de prendas árabes similares a los
chadores
, pero con una cinta elástica que los mantenía sujetos. Para una aficionada como yo, un
abbah
es mucho más fácil de manejar.

Fuimos andando hasta la
masjed
, situada a cinco manzanas de distancia del hotel, a través de unas calles atestadas de vendedores que competían ruidosamente entre sí para anunciar sus mercancías, en este caso
tassbeads
y
morghs
, piedras de plegaria. Otros vendedores voceaban hermosos bordados y joyería, en especial turquesas trabajadas. Los altavoces que nos rodeaban emitían sonoras plegarias.

La
masjed
era la mayor que yo había visto hasta el momento, y estaba adornada con fantásticas cúpulas y minaretes. Avanzamos a través de la multitud de fieles, deteniéndonos ante una piscina al aire libre en la que los peregrinos se lavaban para prepararse para la plegaria. Hechas nuestras abluciones, seguimos a un guía a través de un gran patio e hicimos una breve visita a diversas cámaras, cuyos suelos aparecían cubiertos de exquisitas alfombras persas y de cuyas paredes colgaban hileras de gigantescos espejos con adornos de oro y plata. Monstruosas arañas de cristal iluminaban el escenario, su luz rielando en los espejos y deslumbrando a los fieles.

Cuando nos acercábamos a la
haram
, hombres y mujeres fueron separados. Essey y yo, arrastrando a Maryam y a Mahtob, intentamos abrirnos camino a codazos a través de la muchedumbre de estáticos penitentes, maniobrando para colocarnos lo bastante cerca como para tocar la
haram
y así conseguir que Dios nos concediera nuestros deseos; pero fuimos rechazadas varias veces. Finalmente nos desviamos hacia una zona más tranquila para orar.

Al cabo de un rato, Essey decidió probar de nuevo. Dejándonos a Mahtob y a mí, se sumergió en la santa multitud con Maryam en sus brazos. Finalmente, y gracias a su perseverancia, llegó junto a la
haram
, y levantando a Maryam por encima de la muchedumbre, consiguió tocar la tumba.

Después Moody se enfureció conmigo por no haber dado a Mahtob la misma oportunidad. «Mañana llevarás a Mahtob», le dijo a Essey.

Tres días pasaron en éxtasis religioso. Yo conseguí abrirme camino a la fuerza hasta la
haram
, y cuando tocaba la tumba, oré fervientemente para que Alá me concediera un único deseo: que Mahtob y yo regresáramos sanas y salvas a América a tiempo de ver con vida a papá.

La peregrinación me afectó profundamente, acercándome más que nunca a una auténtica fe en la religión de Moody. Quizás fuese el efecto de mi desesperación, combinado con el hipnótico atractivo del ambiente. Fuera cual fuera la causa, llegué a creer en el poder de la
haram
. El cuarto y último día de nuestra estancia en Meshed, me decidí a repetir el sagrado ritual con toda la devoción de que fuese capaz.

—Quiero ir a la
haram
sola —le dije a Moody.

No me hizo preguntas. Mi piedad era evidente para él también. De hecho, una ligera sonrisa mostró su placer por mi metamorfosis.

Salí del hotel temprano, antes de que los otros estuvieran preparados, dispuesta a hacer mi última y más sincera súplica. Al llegar a la
masjed
, me alegró ver que le había ganado la mano a la multitud. Me abrí camino fácilmente hasta la
haram
, deslicé algunos riales en la mano de un hombre de turbante, el cual accedió a orar por mí —por mi deseo no manifestado— y me senté junto a la
haram
durante varios minutos en profunda meditación. Una y otra vez repetí mi deseo a Alá, y sentí que una extraña sensación me invadía. De algún modo, comprendí que Alá/Dios me concedería el deseo. Pronto.

Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar en mi mente.

Moody nos llevó un día a casa de Ameh Bozorg, pero no se preocupó de cambiarse la ropa por el uniforme normal de visita, el consabido pijama de estar por casa. Permaneció con el traje puesto, y, al cabo de unos minutos, entabló una agria discusión con su hermana. Regresaron al dialecto
shustari
, la lengua que hablaban de niños, de modo que ni Mahtob ni yo pudimos entender de qué hablaban, pero parecía ser la continuación de una discusión permanente.

—Tengo que hacer un recado —me dijo de repente—. Tú y Mahtob quedaos aquí. —Y salió rápidamente con Majid.

A mí no me gustaba regresar a aquella casa, de la que guardaba tan desagradables recuerdos, ni tampoco que me dejaran sola con ninguno de sus moradores. Mahtob y yo salimos al patio trasero, junto al estanque, para aprovechar el escaso sol que pudiera alcanzarnos a través de nuestras ropas y para alejarnos del resto de la familia.

Para gran pena mía, Ameh Bozorg nos siguió afuera.


Azzi zam
—me dijo ella suavemente.

¡Cariño mío! ¡Ameh Bozorg me llamaba cariño mío!

Me rodeó con sus largos y huesudos brazos. «
Azzi zam
», no dejaba de repetir. Hablaba en parsi, utilizando palabras sencillas que yo pudiera comprender o que Mahtob fuera capaz de traducir.


Man khaly, khaly motasifan, azzi zam
. Lo siento mucho, mucho, mucho, por ti, cariño. —Levantó los brazos por encima de su cabeza y exclamó «¡
Aiee Kohdah
!», ¡Oh Dios! Luego añadió—: Ve a telefonear. Llama a tu familia.

Es un truco, pensé.

—No —le dije. A través de Mahtob, proseguí—: No puedo, porque Moody no me deja llamar. No tengo su permiso.

—No, telefonea a tu familia —insistió Ameh Bozorg.

—Papi se pondrá furioso —advirtió Mahtob.

Ameh Bozorg nos miró atentamente. Yo estudié sus ojos y la reducida zona de su rostro que se distinguía a través de su
chador
. ¿Qué está pasando aquí?, me pregunté. ¿Es una trampa que me ha preparado Moody, para ver si le desobedezco? ¿O es que ha cambiado algo que yo ignoro?

Ameh Bozorg le dijo a Mahtob:

—Tu papá no se pondrá furioso, porque no se lo diremos.

Seguí negándome, cada vez más confusa y cautelosa, recordando las malas pasadas que me había jugado en el pasado, especialmente en Qum, donde me ordenó mantenerme sentada, y más tarde se quejó de que yo me hubiese negado a terminar la peregrinación en la tumba del santo mártir musulmán.

Ameh Bozorg desapareció brevemente, pero pronto regresó con sus hijas Zohreh y Fereshteh, que nos hablaron en inglés.

—Ve a llamar a tu familia —dijo Zohreh—. Realmente, nos apena que no hayas hablado con ellos. Llama a todo el mundo. Habla todo lo que quieras. No vamos a decírselo a él.

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