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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (40 page)

BOOK: No sin mi hija
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Me preocupaba un poco el hecho de estar instalándonos, y me preocupaba no poder decirle a Mahtob que aquella nueva casa no iba ser algo permanente. La pequeña ya no hablaba de regresar a América. Yo aún veía la ilusión en sus ojos, pero no se atrevía a discutirlo, ni siquiera cuando estábamos a solas.

Nos mudamos a finales de junio, gracias al dinero facilitado por Majid y Mammal. También le dieron a Moody una considerable cantidad para que pudiera comprar las cosas más necesarias: toallas, mantas, almohadas, cacerolas, sartenes… y comida.

Otros parientes nos ayudaron, encantados de que nos estuviéramos instalando. Feliz ante nuestra reconciliación,
Aga
y
Janum
Hakim nos invitaron a cenar, ofreciendo a Moody una sorpresa que resultó ser un refrescante acontecimiento para mí. Al entrar en su casa, Moody se iluminó ante la vista de dos inesperadas invitadas.

—¡Chamsey! —gritó—. ¡Zaree!

Eran dos hermanas que habían crecido en Shuhstar como vecinas de la familia de Moody. Él había perdido el contacto con ellas desde su salida de Irán, pero sintió gran júbilo al volver a verlas ahora. Cobré una inmediata simpatía por Chamsey Najafee aun antes de conocer los detalles de su vida. Chamsey llevaba un
chador
, pero diferente de los que yo había visto hasta el momento. Este
chador
estaba hecho de encaje transparente, con lo que se desbarataba su propósito. Debajo de la prenda, Chamsey iba vestida con una falda negra y un jersey rosa, las dos cosas de origen occidental. Y me habló inmediatamente en un inglés impecable.

Moody se mostró encantado al enterarse de que el marido de Chamsey era cirujano en uno de los pocos hospitales privados de Teherán. «Quizás el doctor Najafee pueda conseguirte un trabajo allí», comentó
Aga
Hakim.

A medida que avanzaba la conversación, me enteré del maravilloso hecho de que tanto Chamsey como Zaree vivían diez meses al año en América. El doctor Najafee dividía su tiempo entre los dos países, viniendo a Irán a ganar unos exorbitantes honorarios en el ejercicio de su medicina privada, y pasando seis meses al año en California asistiendo a seminarios, estudiando y apreciando la libertad y la limpieza. Zaree tendría unos quince años más que Chamsey. Viuda, vivía ahora con su hermana. Su inglés no era tan refinado como el de Chamsey, pero también se mostró muy amistosa conmigo. Ambas mujeres se consideraban americanas.

Mientras nos encontrábamos sentados en el suelo, cenando y charlando, presté atención a la conversación que me rodeaba, la cual tenía lugar en parte en parsi y en parte en inglés. Me gustó lo que oía.

Zaree le preguntó a Moody.

—¿Qué piensa tu hermana de Betty?

—Bueno, tienen sus problemas —respondió Moody.

Chamsey miró a Moody de hito en hito.

—No es justo que sometas a tu mujer a alguien como tu hermana —le dijo—. Sé cómo es, y que no hay forma de que ella y Betty puedan congeniar. Betty no se puede pasar todo el día tratando de agradarle. Las culturas son demasiado diferentes. Estoy segura de que Betty no puede soportarla.

Lejos de irritarse ante aquella regañina procedente de una mujer, Moody asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—. No es justo.

—Deberíais volver a casa —dijo Chamsey—. ¿Por qué os habéis quedado tanto tiempo aquí?

Moody se encogió de hombros.

—No cometas un error —continuó Chamsey—. No seas loco. Volved.

Zaree, por su parte, confirmaba con la cabeza las palabras de su hermana.

Moody volvió a encogerse de hombros ante aquellos comentarios.

Tendríamos que pasar más tiempo con esta gente, me dije.

Antes de irnos, Moody dijo cortésmente: «Tendremos que invitaros un día a cenar», y durante el viaje de vuelta, aquella noche, traté de asegurarme de que su invitación era algo más que
taraf
.

—Caramba, realmente me gustan —dije—. Invitémoslas pronto.

—Sí —repuso Moody, saboreando el placer de la buena comida y los buenos amigos—. Viven a sólo cuatro manzanas de distancia.

Finalmente, el jefe de Moody en el hospital le informó que le habían pagado. El dinero había sido depositado en una cuenta en un determinado banco situado junto al hospital. Para tener el dinero, Moody no tenía más que presentarse al banco con el adecuado número de identificación.

Muy satisfecho, Moody se dirigió al banco a retirar los primeros ingresos que había ganado en casi un año de estancia en Irán. Pero el empleado del banco le informó de que no había dinero en la cuenta.

—Sí, lo depositamos —le aseguró el administrador del hospital.

—No hay dinero —insistió el oficinista del banco.

Moody fue de un lado para otro varias veces, hablando con los dos hombres; su ansiedad aumentaba por momentos, hasta que finalmente se enteró de la causa del problema. Papeleo. Los asientos en Irán se hacen todos a mano. Moody se enfureció al saber que tardaría unos diez días más en poder disponer del dinero.

Me contó la historia con apasionada furia, pronunciando la notabilísima frase: «¡Lo único que puede enderezar a este jodido país es una bomba atómica! ¡Borrarlo del mapa, y empezar de nuevo!».

Y aún se encolerizó más al comprobar, cuando llegó el dinero, que el total era mucho menor que el prometido. Por añadidura, el hospital establecía una peculiar forma de pago, de modo que Moody calculó que podía ganar la misma cantidad de dinero trabajando dos días por semana que los actuales seis días. Así que informó al hospital de que iría a trabajar sólo los martes y miércoles. Esto le dejaba tiempo libre para montar su propia consulta.

Abrió, pues, su consulta, colgando un simple rótulo que proclamaba en parsi: D
R.
M
AHMOODY:
F
ORMADO EN
A
MÉRICA.
E
SPECIALIZADO EN EL TRATAMIENTO DEL DOLOR
.

Su sobrino, Morteza Ghodsi, abogado, entró un día en casa gritando al ver el rótulo.

—No lo hagas —aconsejó—. Es un gran error ejercer sin licencia. Te arrestarán.

—No me importa —replicó Moody—. He esperado durante mucho tiempo, y ellos no han hecho nada respecto de mi permiso. No voy a esperar más.

Si bien Moody seguía preocupado por la posibilidad de que Mahtob y yo tratáramos de escapar de su presa, lo cierto era que no podía hacer nada respecto de esta aprensión. Ahora nos necesitaba más que nunca. Éramos una familia, éramos lo único que tenía. Aunque, en una valoración racional, debía llegar a la conclusión de que era temerario, ahora le era preciso confiar en nuestro amor y devoción. Y eso representaba una oportunidad.

Casi directamente detrás de nuestra casa, corría una calle importante en la que había tres tiendas que yo tenía que visitar diariamente, subiendo por nuestra manzana, cruzando y luego bajando por la otra manzana hasta llegar a ellas.

Una de las tiendas era un «super», no enteramente similar a un supermercado americano, aunque sí un lugar donde se podía comprar las mercancías básicas, si, y cuando, estaban disponibles. Siempre tenían productos básicos como judías, queso, catchup y especias. Algunos días vendían leche y huevos. La segunda tienda era un comercio de
sabzi
, y vendía una variedad de verduras y hortalizas. La tercera era un mercado de carne.

Moody cultivaba una amistad con el dueño de cada una de las tres tiendas. Ellos y sus familias acudían a Moody para tratamiento, que él proporcionaba gratuitamente. A cambio, ellos nos notificaban la existencia de los artículos disponibles, y nos guardaban las mejores porciones.

Casi a diario les llevaba a todos estos tenderos cosas como algunos periódicos o trozos de cordel, que ellos utilizaban para envolver sus productos.
Aga
Reza, el dueño del «super», me dijo: «Es usted la mejor mujer de Irán. La mayor parte de las iraníes no saben ahorrar».

Los tres tenderos me llamaban «
Janum
Doctor», y siempre encontraban un muchacho que me ayudara a llevar a casa los paquetes.

Moody quería realizar su sueño de vivir como próspero médico formado en América, un culto profesional que se alzaba por encima de la miseria del mundo que le rodeaba, pero no tenía tiempo para atender a los detalles. Me arrojaba el dinero.

—Compra cosas —decía—. Arregla la casa. Arregla la consulta.

Para mí, ese encargo significaba un desafío: se trataba de resolver los detalles de la vida diaria como mujer y como extranjera en una ciudad de catorce millones —a veces hostiles y siempre impredecibles— de habitantes. No sabía de la existencia de ninguna mujer —iraní, americana o lo que fuera— que se arriesgara a las vicisitudes de excursiones regulares en Teherán sin la protección de un hombre o, al menos, de otra mujer adulta que la acompañara.

Un día, Moody me pidió que fuera al centro de la ciudad, a una tienda, propiedad del padre de Malouk, la mujer que había cuidado de Mahtob cuando Moody me la había arrebatado. Quería que comprara toallas y tela para hacer sábanas para la casa, lujos que nos situarían entre la élite.

—Toma el autobús —sugirió Moody—. Es un viaje largo, y es gratis.

Me alargó una tira entera de billetes de autobús, suministrados gratuitamente a los trabajadores del gobierno.

Me importaba un bledo ahorrarle unos riales a Moody, pero deseaba aprender a moverme en todos los medios de transporte existentes, de modo que Mahtob y yo seguimos las instrucciones. Primero bajamos a pie por la calle Pasdaran, una importante avenida, y tomamos un taxi hasta una parada de autobús situada junto a la casa de Mammal. Subimos a un vehículo que más se parecía a un autocar americano del tipo Greyhound de largas distancias que a un autobús urbano de tipo corriente. Los asientos estaban todos ocupados, así como también los pasillos con pasajeros de pie.

El viaje al centro de la ciudad llevó más de una hora. El vehículo hacía muchas paradas, descargando cada vez docenas de pasajeros mientras otras docenas de ellos trataban de subir. Nadie esperaba pacientemente su turno; por el contrario, todo el mundo intentaba subir al mismo tiempo, dándose codazos y lanzándose maldiciones.

Finalmente, encontramos la tienda e hicimos nuestra compra. Tanto Mahtob como yo estábamos exhaustas a esas alturas. Con los brazos cargados de paquetes, anduvimos por atestadas aceras hasta llegar a la cochera donde había aparcados numerosos autobuses. No encontraba el autobús con el número de ruta que nos había dicho Moody que tomáramos, y empecé a sentir pánico. Era importante que yo lograra llevar a cabo este recado adecuadamente. Si fracasaba, Moody supondría que no era capaz de manejar sola tareas como aquélla. O, peor aún, quizás sintiera sospechas por un inexplicable retraso.

El frenesí debió de ser patente en mis ojos, porque un iraní me preguntó: «
Janum, ¿chi mikai?
». («Señora, ¿necesita algo?»)


Seyyed Jandan
—le dije. Era la zona de la ciudad donde vivía Mammal, el punto de conexión para un fácil viaje a casa en un taxi naranja. Señalé un autobús—. ¿
Seyyed Jandan
?


Na
—respondió moviendo negativamente la cabeza. Hizo un gesto para que Mahtob y yo le siguiéramos, conduciéndonos hacia un autobús vacío—.
Seyyed]andan
—dijo.

Le di las gracias con la cabeza. Mahtob y yo nos encaramamos a bordo, cargadas con los paquetes. Como podíamos elegir el asiento, nos colocamos en el primero de ellos, inmediatamente detrás del conductor.

El autobús se llenó de pasajeros para
Seyyed Jandan
. Para sorpresa mía, el hombre que me había dirigido allí también subió y se sentó en el lugar del chófer. Por casualidad, se trataba del propio conductor del vehículo.

Le tendí los billetes, pero él se negó a cogerlos. Ahora me sabía mal haber elegido aquellos asientos, porque el chófer era un iraní especialmente maloliente. Era bajito y llevaba un limpio afeitado, pero eso era lo único limpio en él. Sus ropas tenían el aspecto y el olor de no haber sido lavadas en muchos meses.

Cuando llegó el momento de partir, el chófer recorrió el pasillo hasta la parte trasera del vehículo y empezó a recoger los billetes. Yo no le prestaba atención. Mahtob estaba cansada e irritable. Los paquetes nos pesaban y nos molestaban. Nos revolvimos en busca de una postura cómoda en el asiento.

El conductor llegó a la parte delantera del autobús y alargó la mano. Cuando le tendía los billetes, me asió la mano y la sujetó firmemente por un instante antes de dejar resbalar la suya lentamente junto con los billetes. Era un error, pensé. Los hombres iraníes no tocan a las mujeres así. Ignoré el incidente, porque no quería otra cosa que regresar con Mahtob a casa.

La pequeña dormitaba y se despertaba durante el largo viaje, y para cuando por fin llegamos a
Seyyed Jandan
y al final de la línea, estaba completamente dormida. ¿Cómo voy a cargar con ella y con los paquetes al mismo tiempo?, me pregunté. Le di unos golpecitos para despertarla.

—Vamos, Mahtob —le dije suavemente—. Es hora de bajar.

La niña no se movió. Estaba profundamente dormida.

A esas alturas, ya los demás pasajeros habían bajado atropelladamente del vehículo. Vi que el conductor nos estaba esperando. El hombre sonrió y alargó los brazos, indicando con ello que ayudaría a bajar a Mahtob del autobús. Es muy amable de su parte, pensé.

El hombre cogió a Mahtob y, para consternación mía, puso sus sucios labios sobre las mejillas de la niña y la besó.

Miré a mi alrededor, repentinamente asustada. El vacío autobús estaba oscuro; el pasillo, desierto. Recogí todos los paquetes, y me levanté para bajar.

Pero el conductor, con Mahtob bajo uno de sus brazos, me bloqueó la salida. Sin decir una palabra, se inclinó hacia mí y apretó todo su cuerpo contra el mío.


Babaksheed
—le dije. «Excúseme». Alargué el brazo y así a Mahtob, separándola del chófer. Traté de pasar por su lado, pero él separó un brazo para detenerme. Yo no dije nada. Pero él siguió apretando su horrible y maloliente cuerpo contra mí.

Estaba realmente asustada ahora, preguntándome qué podía usar como arma, ignorando si podía arriesgarme a darle un rodillazo en la ingle. Estaba a punto de desmayarme a causa del agotamiento y la repulsión.

—¿Dónde vive? —preguntó en parsi—. La ayudaré a ir a casa.

Nuevamente alargó la mano y la puso sobre mi pecho.

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