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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (43 page)

BOOK: No sin mi hija
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Y tenía un pasaporte que le permitía regresar a casa.

«No le cuentes nunca a Chamsey lo que te ha sucedido en Irán —me advirtió Moody—. Ni tampoco a Alice. Si lo haces, nunca las volverás a ver».

—Sí —le prometí.

Él se quedó satisfecho con eso, creyendo lo que quería creer, que el tema de regresar a América no se volvería a plantear nunca. Había ganado. Había hecho conmigo lo que Hormoz con Ellen.

Y, basándose en mi promesa, podía permitir que me relacionara libremente con Chamsey y Alice. Realmente, tenía poca elección, porque si intentaba encarcelarme en nuestra nueva casa, no podría mantener la ficción de un matrimonio feliz ante nuestros amigos.

A pesar del cambio producido en Moody respecto de su familia, teníamos obligaciones sociales que cumplir. Él no deseaba invitar a Baba Hajji y a Ameh Bozorg a cenar, pero tenía que mostrar respeto. Habíamos aplazado ya la necesaria invitación durante demasiado tiempo.

—Mahtob va a la escuela y tiene que estar en cama a las ocho; así que venid a las seis —le dijo a su hermana por teléfono.

Ella le recordó que jamás cenaban antes de la diez.

—No me importa —le replicó Moody—. Cenaréis a las seis, o no cenaréis.

Acorralada, Ameh Bozorg aceptó.

Para suavizar la carga de su presencia, invitamos también a los Hakim para que nos acompañaran en la cena.

Preparé una cena especial, eligiendo unas crêpes de pollo como entrante, utilizando la carne más respetuosa. Una feliz incursión en los mercados produjo las primeras coles de Bruselas que encontré en Irán, y las combiné con puerros y zanahorias, cociéndolo todo un poco a fuego lento.

Baba Hajji y Ameh Bozorg, acompañados por Majid y por Fereshteh, llegaron a las ocho, en vez de a las seis, pero esto era un esperado y aceptable compromiso. Junto con los Hakim, nos sentamos todos a cenar alrededor de nuestra mesa de comedor.

Los Hakim eran lo bastante sofisticados como para adaptarse, pero Baba Hajji y Ameh Bozorg, aunque se esforzaron mucho por comportarse lo más adecuadamente posible, tuvieron dificultades. Baba Hajji se quedó mirando fijamente la poco familiar vajilla de plata, no muy seguro de cómo manejarla. Me di cuenta de que estaba preguntando qué hacer con la servilleta de tela, y debía también de pensar que era una ridícula extravagancia que todos tuvieran su propio vaso para beber.

Ameh Bozorg se revolvía en la silla, incapaz de permanecer sentada. Finalmente, tomó su plato y se sentó en el suelo del comedor, riéndose agudamente con las coles de Bruselas, a las que llamaba «las colecitas de Betty».

Al cabo de unos momentos, mi comedor estuvo hecho una porquería. Había restos de comida por toda la mesa y por el suelo, mientras los invitados atacaban su plato con las manos y, de vez en cuando, con una cuchara. Moody, Mahtob y yo comíamos tranquilamente, utilizando los cubiertos adecuados.

La cena terminó pronto, y cuando los invitados se retiraron a la sala, Moody me murmuró: «Mira donde estaba sentada Mahtob. No le ha caído ni un grano de arroz de su plato. Y mira donde se sentaban los adultos».

Yo no quise mirar. Sabía que tendría que quedarme levantada hasta muy tarde aquella noche limpiando de granos de arroz y demás residuos de comida de las paredes y la alfombra.

En la sala, serví el té. Ameh Bozorg hurgó en el tazón del azúcar, dejando un grueso rastro de éste en la alfombra mientras iba echando cucharilla tras cucharilla en su delicada taza de té.

Una noche fuimos a casa de Akram Hakim, la madre de Jamal, el «sobrino» de Moody que, muchos años atrás, viniera a vernos a la hora de desayunar a un hotel de Austin, comunicándonos la noticia de la toma de la Embajada de los Estados Unidos en Teherán. La sobrina de Akram se encontraba allí, y estaba visiblemente trastornada. Le pregunté el motivo, y ella me contó su historia en inglés.

Había estado pasando la aspiradora en su casa a primera hora del día anterior, cuando repentinamente decidió que quería unos cigarrillos. Se puso el
montoe
y el
roosarie
y cruzó la calle, dejando a sus dos hijas de diez y siete años, solas en el apartamento. Después de comprar los cigarrillos, al volver a cruzar la calle, la
pasdar
la detuvo. Varias
pasdar
femeninas la hicieron entrar en su coche y usaron acetona para limpiarle la laca de las uñas y el lápiz de los labios. Estuvieron vociferando durante un rato y le dijeron que iban a llevarla a prisión.

Ella les suplicaba que primero la dejaran ir a recoger a sus niñas al apartamento.

Sin prestar ninguna atención a las niñas, las
pasdar
la retuvieron en el vehículo durante unas dos horas, adoctrinándola. Le preguntaron si decía sus plegarias, y ella les respondió que no. Le dijeron que, antes de dejarla ir, tenía que prometerles que jamás volvería a utilizar laca de uñas ni maquillaje de ninguna clase. También tenía que prometerles que diría sus oraciones debidamente. En caso contrario, advirtieron las
pasdar
femeninas, sería una mala persona e iría al infierno.

—Odio a las
pasdar
—le dije.

—Me asustan —dijo la mujer—. Son peligrosas.

Me explicó que, en las calles de Teherán, cuando se dedican a hacer respetar el código de vestido, las
pasdar
son solamente un fastidio. Pero también cumplen las funciones de una fuerza de policía secreta, al acecho de los enemigos de la República, o simplemente de cualquier persona indefensa a la que puedan intimidar. Siempre que las
pasdar
arrestaban a una mujer que iba a ser ejecutada, los hombres la violaban primero, porque tenían un dicho: «Una mujer jamás debe morir virgen».

Mi primera y última actividad consciente de cada día consistía en hacer un balance de mis planes de fuga. No sucedió nada concreto, pero yo hacía todo lo posible para mantener relación con todos los posibles contactos. Me comunicaba continuamente con Helen en la embajada, y casi a diario llamaba a Amahl.

Cada detalle de la vida cotidiana era adaptado a mi objetivo más importante. Estaba ahora decidida a ser una madre y una esposa eficientísima, por tres motivos. Primero, para consolidar la ilusión de normalidad y felicidad, desviando así las sospechas que Moody pudiera aún albergar. Segundo, para hacer feliz a Mahtob y alejar de su mente nuestra condición de cautivas.

—¿Podemos volver a América, mami? —preguntaba ella de vez en cuando.

—No por ahora —le respondía—. Quizás algún día, dentro de mucho tiempo, papá cambie de parecer y volvamos todos a casa juntos.

Aquella fantasía aliviaba un poquito su dolor, pero no el mío.

Mi tercer objetivo al crear un hogar «feliz» era evitar volverme loca. No tenía forma de saber qué podía sucedernos a Mahtob y a mí cuando finalmente huyéramos hacia la libertad. No quería detenerme a pensar en los posibles peligros. A veces recordaba a Suzanne y a Trish, la forma en que me había negado a su exigencia de que Mahtob y yo huyéramos con ellas inmediatamente. ¿Había cometido un error quizás? No podía saberlo con seguridad. ¿Reuniría algún día suficiente coraje? Cuando llegara el momento, ¿seríamos Mahtob y yo capaces de hacer frente a los desafíos que pudieran surgir? Tampoco tenía respuesta a este interrogante.

Hasta aquel momento, los días transcurrían más fácilmente si me mantenía ocupada.

Tratando de hacerme feliz, Moody me sugirió que fuera a visitar un salón de belleza cercano. Esto parecía absurdo en un país donde no se permitía que nadie te viera la cara o el cabello, pero fui, de todos modos. Cuando la dependienta me preguntó si quería que me depilara un poco las cejas y el vello de la cara, accedí.

En lugar de emplear cera o unas pinzas, la esthéticienne sacó una hebra de algodón delgada y fuerte, y, tensándola, me frotó con ella la cara arriba y abajo, arrancando el vello.

Quería gritar de dolor, pero lo soporté, preguntándome por qué las mujeres permiten que las torturen en nombre de la belleza. Cuando todo terminó, tenía la cara en carne viva, y me ardía la piel.

Aquella noche me apareció un sarpullido en la cara, que se extendió rápidamente por el cuello y el pecho.

—Seguro que el cordel estaba sucio —dijo Moody.

Una noche en que volvía a casa del supermercado encontré la sala de espera de Moody atestada de pacientes.

—Abre las puertas —me dijo Moody—. Deja que algunos se sienten en el cuarto de estar.

No me gustaba mucho que iraníes desconocidos entraran en mi sala de estar, pero hice lo que me habían mandado; abriendo las dobles puertas de madera, acompañé a algunos pacientes al sofá y a las sillas.

Uno de mis deberes como recepcionista consistía en servir té a los pacientes. Detestaba esa tarea, pero aquella noche me encontraba de un especial malhumor, sabiendo que pronto mi sala de estar estaría cubierta de manchas de té y regueros de azúcar.

No obstante, serví el té, y cuando me daba la vuelta para llevar otra vez la bandeja a la cocina, una de las mujeres que estaba en la sala de estar me preguntó:

—¿Es usted americana?

—Sí —respondí—. ¿Habla usted inglés?

—Sí. Estudié en América.

Me senté a su lado, con el humor algo mejorado.

—¿Dónde? —le pregunté.

—En Michigan.

—Oh, yo soy de Michigan. ¿En qué lugar de Michigan estudió usted?

—En Kalamazoo.

Se llamaba Fereshteh Noroozi. Era una hermosa joven enviada a Moody por alguien del hospital. Sufría dolores de cuello y de espalda de origen desconocido, y confiaba en que pudiera ayudarla la terapéutica manipulatoria.

Hablamos durante unos cuarenta y cinco minutos mientras ella esperaba su turno.

Fereshteh regresó con frecuencia para su tratamiento, y siempre la invité a la sala de estar para poder charlar. Un día se me confió.

—Sé qué es lo que me causa el dolor —dijo.

—¿De veras? ¿Y qué es?

—El
stress
.

Y rompió a llorar. Un año antes, me dijo, su marido había salido a poner gasolina al coche, y jamás había regresado. Fereshteh y sus padres le habían buscado frenéticamente por todos los hospitales, pero no encontraron la menor huella de él.

—Al cabo de veinticinco días, la policía llamó —prosiguió Fereshteh, llorando—. Dijeron: «Venga a recoger su coche», pero no quisieron decirme nada más de él.

Fereshteh y su hijita de un año se fueron a vivir a casa de los padres de ella. Transcurrieron cuatro horribles meses más antes de que la policía les informara de que su marido estaba en prisión y se le permitía a ella visitarlo.

—Sencillamente, le cogieron y le metieron en la cárcel —sollozó Fereshteh—. Hace ahora más de un año, y aún no le han acusado de nada.

—¿Cómo pueden hacer eso? —le pregunté—. ¿Y por qué?

—Es licenciado en economía —explicó Fereshteh—. Igual que yo. Y estudiamos en América. Somos la clase de gente de la que el gobierno tiene miedo.

Fereshteh no quería que yo hablara a nadie de su marido. Temía que la arrestaran también a ella si se quejaba demasiado.

Aquella noche, más tarde, después de que Moody hubiera cerrado el consultorio, me dijo:

—Me gusta Fereshteh. ¿Qué hace su marido?

—Es licenciado en economía —le respondí.

—Venga en cuanto pueda.

Había un tono de urgencia en la voz de Amahl que me hizo latir aceleradamente el corazón.

—No podré ir hasta el martes —le dije—. Cuando Moody esté en el hospital.

—Llámeme antes, para que la esté esperando —terminó Amahl.

¿Qué podía ser? Me pareció que serían buenas noticias, porque la voz de Amahl tenía un tono cautelosamente optimista.

El martes me levanté temprano, dije mis oraciones con Moody, y esperé a que el tiempo pasara lentamente. Mahtob salió para la escuela a las siete, y Moody se marchó al trabajo cuarenta y cinco minutos más tarde. Observé por la ventana hasta que desapareció en un taxi, y luego llamé a Amahl para confirmar mi cita. Corrí a la calle y luego hasta la avenida principal a tomar yo también un taxi.

Comenzaba noviembre. Una ligera brisa apuntaba la posibilidad de nieve. El tráfico matutino era denso, y la dificultad de mi paseo se vio aumentada por la necesidad de cambiar de taxi varias veces para poder cruzar la ciudad. Para cuando llegué al edificio y llamé a la puerta de Amahl, la cabeza me daba vueltas de tantas preguntas.

Él respondió a mi llamada rápidamente y en su rostro brillaba una amplia sonrisa.

—Entre —dijo—. Siéntese. ¿Quiere un poco de té? ¿Café?

—Café —respondí—. Por favor.

Esperé impaciente a que me sirviera la taza, pero él parecía disfrutar retrasando ese momento.

Finalmente, me tendió una taza de café, se sentó detrás de su mesa, y dijo:

—Bueno, me parece que será mejor que se ponga en contacto con su familia.

—¿Qué ha sucedido?

—Será mejor que les diga que pongan un par de platos más en la mesa para el día que ustedes llaman de Acción de Gracias.

Un tremendo suspiro de alivio se escapó de mis labios. Esta vez lo sabía. Esta vez funcionaría. ¡Mahtob y yo íbamos a volver a América!

—¿Cómo? —pregunté.

Me explicó el plan. Mahtob y yo volaríamos en un avión de línea iraní hasta Bandar Abbas, en el extremo meridional del país. Desde allí nos llevarían en lancha motora a uno de los emiratos árabes a través del golfo Pérsico.

—Habrá algunos problemas de papeleo en los emiratos —dijo Amahl—, pero usted ya estará fuera de Irán, y no van a devolverla. Pronto podrá conseguir un nuevo pasaporte en la embajada y volver a casa.

—¿Necesitaré dinero? —pregunté.

—Yo pagaré en su nombre —respondió Amahl, repitiendo la oferta que me había hecho en un principio—. Cuando vuelva usted a los Estados Unidos, puede enviármelo.

—Tome —le dije, tendiéndole un fajo de billetes—. Quiero que me guarde esto. No deseo correr el riesgo de que Moody lo encuentre.

Eran unos noventa dólares en moneda americana y otros seiscientos en riales, el dinero que me quedaba del tesoro original. Amahl aceptó guardármelo.

—Necesita usted identificación —dijo— para subir al avión.

—La embajada tiene mi permiso de conducir —dije—, al igual que mi certificado de nacimiento y mis tarjetas de crédito.

—¿Su certificado de nacimiento iraní?

—No. El certificado americano que traje conmigo. Moody tiene mi otra partida de nacimiento, la iraní, en algún lugar que desconozco.

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