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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (45 page)

BOOK: No sin mi hija
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Mi melancolía retornó después de la cena, tras comer el falso pastel de calabaza, todo él imitación. Moody se recostó en un butacón, descansó las manos sobre la barriga, y dormitó, momentáneamente contento con su suerte, como si nada en el año y medio anterior hubiera cambiado las circunstancias de su vida. ¡Cómo odiaba a aquel ogro durmiente! ¡Y cuánto anhelaba estar con mamá, papá, Joe y John!

Un martes, sabiendo que Moody estaría en el trabajo, mi hermano Jim llamó desde América. Me contó que el estado de mi padre había mejorado espectacularmente cuando le prometí que Mahtob y yo estaríamos en casa para el Día de Acción de Gracias.

—Durante tres días seguidos se bajó de la cama y dio un pequeño paseo —dijo Jim—. Hacía mucho tiempo que no conseguía hacerlo. Incluso salió un momento al jardín.

—¿Y cómo está ahora?

—Por eso he llamado. Al no regresar vosotras, se deprimió. Empeora día a día. Necesita alguna esperanza. ¿Puedes volverle a llamar?

—No es fácil —le expliqué—. No puedo llamar desde aquí porque Moody lo vería reflejado en la factura. Tengo que ir al centro de la ciudad, y es muy difícil, pero lo intentaré.

—¿Podréis venir pronto tú y Mahtob? —preguntó.

—Estoy trabajando en unos planes para escapar antes de Navidad. Pero mejor será que no le prometas nada a papá.

—No, hasta que no estés segura —coincidió conmigo Jim.

La llamada me dejó desalentada. Me sentía en cierto modo culpable por no haber podido cumplir con mi promesa del Día de Acción de Gracias. ¡Navidad! Por favor, Dios mío, que esté en Michigan, no en Irán, por Navidad.

La Navidad en Irán pasa oficialmente inadvertida. La gran población de armenios de Teherán siempre celebra jubilosamente la fiesta de Navidad, pero aquel año recibieron una siniestra advertencia. A comienzos de diciembre, la prensa iraní publicó un editorial instruyendo a los armenios para que ignoraran la celebración. La felicidad y la alegría estaban fuera de lugar en un período de guerra como el que estábamos soportando, pleno de dolor y sufrimiento, dijo el ayatollah.

A Moody no le importaba. Hacía pública ostentación de su actividad médica. Había perdido interés por la política iraní; y estaba decidido a que su hija tuviera una auténtica fiesta navideña.

Para mantenerme ocupada, y para distraer a Moody de mis cada vez más frecuentes paseos por la ciudad, me lancé de cabeza a las compras navideñas.

—Mahtob tiene muy pocos juguetes aquí —le dije a Moody—. Quiero que tenga una bonita fiesta de Navidad. Voy a comprarle un montón de juguetes.

Él se mostró de acuerdo, y yo inicié una ronda casi diaria de compras, a veces acompañada por Alice, y otras, sola. En una de esas salidas, Alice y yo nos pasamos la mañana en el bazar y regresamos a casa en autobús. Alice bajó en la parada que le pillaba más cerca de su casa, dejando que yo continuara el viaje sola durante unas manzanas más. Una mirada a mi reloj me informó de que llegaría a mi parada y podría tomar un taxi naranja hasta la esquina próxima a nuestra casa, a tiempo para recibir el autobús escolar de Mahtob.

Pero de pronto un discordante mugir de sirenas hizo su aparición en medio del estrépito general de las calles de la capital iraní. Las sirenas son un hecho cotidiano de la vida de Teherán, tan corriente que los conductores generalmente las ignoran, pero éstas eran más fuertes e insistentes que de costumbre. Para sorpresa mía, el chófer del autobús se ciñó a la derecha para dejar pasar los vehículos de emergencia. Pasaron como una centella varios coches de policía, seguidos de una enorme furgoneta de extraño aspecto provista de unos grandes brazos mecánicos.


¡Bohm! ¡Bohm!
—gritaron los pasajeros del autobús.

Era el equipo de desactivación. Ellen había visto antes esa furgoneta y me había hablado de ella; la reconocí inmediatamente. Sus enormes brazos mecánicos podían recoger una bomba y depositarla en un contenedor blindado de la parte trasera del vehículo.

Me inquieté. En algún lugar, adelante, más o menos en la dirección de nuestra casa, había una bomba.

El autobús llegó a la terminal, y rápidamente hice señas a un taxi naranja para que me llevara a casa. Pronto nos vimos metidos en un atasco de tráfico. El conductor lanzaba epítetos a los demás chóferes mientras yo iba consultando el reloj. Para cuando el taxi fue llegando lentamente a pocas manzanas de distancia de mi parada, yo ya estaba frenética. Era casi la hora de que Mahtob regresara de la escuela. Se asustarla si yo no estaba allí para recibir el autobús, y se alarmaría aún más ante toda aquella actividad policial. ¡En algún lugar delante de mí había una bomba!

El tráfico fue desviado a una calle lateral, y cuando el taxi giró, vi el autobús de la escuela delante de nosotros. Mahtob bajó en su parada y miró a su alrededor, confusa. La esquina de la calle estaba atestada de coches de policía y mirones ociosos.

Arrojando algunos riales al chófer, salté del taxi y corrí hacia Mahtob. El atasco era una prueba de que la bomba estaba cerca.

Corrimos, cogidas de la mano, hacia casa, pero al torcer la esquina de nuestro bloque, vimos la enorme furgoneta azul aparcada al final de nuestra calle, a tan sólo unos centenares de metros de nuestra casa.

Observamos con fascinación. En aquel mismo instante el gigantesco robot de acero levantaba con sus brazos una caja de un Pakon amarillo aparcado junto al bordillo. Pese a su tamaño, el artefacto mecánico manejó la bomba con dulzura, depositándola suavemente en el contenedor de acero de la parte de atrás.

Pocos minutos después, la brigada antibombas se fue. La policía registró el Pakon amarillo, buscando pistas que vincularan, sin la menor duda, la bomba al
Munafaquin
, las fuerzas anti-Jomeini.

Para la policía, era un acontecimiento rutinario. Para mí, constituía un espantoso recuerdo de los peligros de vivir en Teherán. Teníamos que salir de aquel infierno, y pronto, antes de que el mundo estallara alrededor de nosotras.

Le dije a Moody que había comprado la mayor parte de nuestros regalos de Navidad en el bazar, pero esto era solamente una verdad a medias. A esas alturas, yo ya conocía la existencia de varias tiendas próximas a nuestra casa donde podía comprar ciertos artículos rápidamente, ganando con ello tiempo para efectuar una breve visita a Amahl…

Un día fui de compras adquiriendo una cantidad especialmente grande de juguetes para Mahtob, pero los llevé a casa de Alice en vez de a la nuestra.

—Te los voy a dejar aquí —le dije—. Y los vendré a buscar poco a poco.

—Conforme —dijo Alice. Demostraba ser una buena amiga al no hacer preguntas. No me atrevía a compartir mis planes con ella. Pero Alice es una mujer sumamente inteligente, con una singular agudeza en el plano del carácter. Sabía que yo no era feliz en mi vida en Irán, y tampoco a ella le gustaba Moody. Alice sin duda debía de estar intrigada con mis actividades clandestinas. Quizás pensaba que tenía una aventura.

Y, en cierto sentido, así era. No había ninguna relación física entre Amahl y yo. Es un devoto padre de familia y yo jamás hubiera hecho algo que amenazara su matrimonio.

Sin embargo, es un hombre atractivo, tanto física como psicológicamente, debido al aura de control y eficiencia que le envuelve, combinado con un profundo sentido de preocupación por el bienestar de Mahtob y el mío. En el sentido de que compartíamos un intenso interés por un objetivo común, estábamos muy cerca uno del otro. Amahl —no Moody— era el hombre de mi vida. Pensaba en él constantemente. Después de la decepción del Día de Acción de Gracias, Amahl me aseguró que Mahtob y yo estaríamos en casa por Navidad.

Tenía que creerle o me volvería loca, pero los días iban transcurriendo sin que se percibiera ningún signo de progreso.

Una mañana, poco después de que Mahtob fuera a la escuela y Moody tomara un taxi hacia el hospital, salí yo a mi vez corriendo hacia el «super», situado en la parte de atrás de mi propia manzana. Hacía un día agradable y quería realizar mi compra temprano, antes de que las mercancías se agotaran. Pero cuando doblaba la esquina para salir a la calle principal, me paré en seco.

Varias furgonetas de
pasdar
se encontraban estacionadas delante del «super», de la
sabzi
(verdulería) y de la carnicería. En la acera, varios
pasdar
uniformados apuntaban con sus fusiles hacia la tienda. Mientras observaba la escena, un gran camión se detuvo junto a los demás vehículos de los
pasdar
.

Me di la vuelta y me alejé rápidamente. No quería problemas. Tomé un taxi naranja y fui varias manzanas más allá, a otro «super», a hacer mi compra.

Al regresar a mi vecindad, pude ver que los
pasdar
acarreaban mercancías de las tres tiendas a la camioneta grande. Di la vuelta apresuradamente al bloque en busca de la seguridad de mi casa.

Una vez en ella, le pregunté a mi vecina Malileh si sabía lo que estaba sucediendo en las tiendas, pero ella se limitó a encogerse de hombros. Pronto el basurero —la fuente de todos los rumores del vecindario— apareció por allí, y Malileh le sonsacó. Todo lo que él sabía era que los
pasdar
estaban confiscando las mercancías de los tres comercios.

La curiosidad, así como la preocupación por los tres tenderos, me llevó de nuevo a la parte trasera del bloque. Asegurándome de que iba adecuadamente tapada, decidí acercarme al «super» como si no pasara nada.
Aga
Reza se encontraba en la acera cuando yo me acerqué, contemplando abatido cómo los
pasdar
le robaban sus posesiones.

—Quisiera leche —le dije en parsi.


Nistish
—replicó. «No hay». Luego se encogió de hombros, demostrando el estoicismo de alguien sometido al capricho de los ladrones apoyados por el gobierno—.
Tamoom
—dijo suspirando. «Se acabó».

Proseguí mi camino hacia la
sabzi
, encontrando más
pasdar
que cargaban fruta fresca y verduras en su camión. En la puerta siguiente efectuaban la misma operación con la carne.

Aquel mismo día, más tarde, cuando Moody regresó del trabajo y le conté lo que a nuestros amigos les había pasado con su negocio, dijo:

—Bueno, deben de haber vendido algo procedente del mercado negro, o no les hubiera sucedido esto.

Moody exhibía un extraño sentido de la moralidad. Él estaba tan satisfecho como cualquier otro con las mercancías que podía hallar en el mercado negro, pero defendía el derecho de su gobierno a castigar a los comerciantes transgresores. Estaba convencido de que los
pasdar
tenían derecho a saquear las tiendas.

El incidente entristeció a Mahtob, que también les había cobrado simpatía a los tres hombres. Aquella noche, y durante muchas noches más, pidió en sus oraciones: «Por favor, Dios mío, haz que pase algo para que esta gente pueda volver a abrir sus tiendas. Han sido muy buenos con nosotros. Por favor, sé tú bueno con ellos».

Corrió el rumor de que el gobierno quería aquellos locales para oficinas, pero lo cierto es que las tiendas permanecieron vacías. Aquellos buenos iraníes habían sido arruinados sin razón aparente. Esto, naturalmente, ya era suficiente justificación para la acción de los
pasdar
.

Las semanas iban transcurriendo. Las diarias llamadas a Amahl, y las visitas a su oficina cuando podía efectuar el paseo, seguían produciendo los mismos resultados. Aún esperábamos ultimar los detalles.

A veces me preguntaba si todo sería
taraf
.

—Las tendré a ustedes en casa por Año Nuevo, si no por Navidad —me aseguró Amahl—. Estoy trabajando en ello todo lo de prisa que puedo. Uno de estos caminos va a funcionar. Tenga paciencia.

Había oído estas palabras muchas veces, demasiadas veces, desde mi primera visita a Helen en la embajada y en todas las conversaciones con Amahl. Era un consejo que resultaba cada vez más difícil de aceptar.

Había un nuevo plan, además de todos los otros. Amahl tenía contacto con un funcionario de aduanas que había aceptado validar los pasaportes americanos obtenidos a través de la Embajada de Suiza. Nos permitiría tomar el avión que salía para Tokio todos los martes por la mañana… mientras Moody se encontraba trabajando en el hospital. Amahl estaba tratando de resolver el problema de la coordinación: aquel particular funcionario de aduanas normalmente no trabajaba los martes por la mañana, y el hombre estaba intentando cambiar su turno con otro compañero. El plan parecía razonable, pero yo creía que era especialmente arriesgado para el funcionario en cuestión.

—¿Qué hay de Bandar Abbas? —pregunté.

—Estamos trabajando en ello —dijo Amahl—. Tenga paciencia.

Mi frustración era evidente. Las lágrimas corrían por mis mejillas.

—A veces pienso que jamás conseguiré salir de aquí —dije, llorosa.

—Sí, lo conseguirá —me aseguró él—. Y también yo.

Pese a la confianza que tenía en sus palabras, seguía teniendo que dejarle, volver a las calles de Teherán, volver a mi marido.

Los más insignificantes recordatorios de que vivía en una sociedad desordenada cada vez me irritaban más.

Una tarde, Mahtob estaba contemplando un programa infantil de la televisión, consistente en un par de violentos dibujos animados seguidos de una apasionada conferencia islámica. Después del programa infantil ponían un programa médico, y éste captó mi atención, al igual que la de Mahtob. Trataba del parto, y a medida que el programa iba avanzando, lo absurdo de aquella cultura me llamó una vez más la atención. La pantalla mostraba el nacimiento real de un bebé. Había una madre islámica, atendida por médicos varones; la cámara enfocaba su cuerpo enteramente desnudo… pero la cabeza, la cara y el cuello estaban tapados por un
chador
.

—¿No vas a poner galletas y leche para Santa Claus? —le pregunté a Mahtob.

—¿Es que va a venir de verdad a casa? El año pasado no vino.

Mahtob y yo habíamos hablado de ello varias veces, y finalmente la pequeña llegó a la conclusión de que Irán estaba demasiado lejos del Polo Norte para que Santa Claus hiciera el viaje. Sin embargo, le dije que ese año podía intentarlo con más empeño.

—No sé si va a venir o no, pero deberías poner algo, por si acaso.

Mahtob se mostró de acuerdo con este razonamiento, y se marchó a la cocina a ocuparse del tentempié de Santa Claus. Luego fue a su habitación y regresó con un broche que Alice le había regalado, y que reproducía al señor y a la señora Santa Claus. «A Santa Claus quizás le gustaría ver una foto de su mujer», dijo, colocándolo en una bandeja junto con las galletas.

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