No sin mi hija (41 page)

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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

BOOK: No sin mi hija
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¡Babaksheed!
—grité todo lo fuerte que pude. Con un repentino estallido de energía defensiva y afortunado codazo, pude abrirme paso y bajé tambaleándome del autobús con Mahtob, la cual seguía profundamente dormida.

Los peligros de vivir en una ciudad empobrecida y superpoblada de refugiados se pusieron nuevamente de manifiesto un día en que fui a visitar a Ellen.

Ellen y yo habíamos firmado una tregua tácita. Pese a su amenaza de traicionarme en nombre del deber islámico, ella y Hormoz habían hecho todo lo posible para ayudarme durante los tiempos más difíciles, y nunca habían vuelto a mencionar la cuestión de contarle a Moody lo de mis intentos de fuga. Aunque éramos distintas en nuestra filosofía, Ellen y yo éramos americanas y teníamos aún mucho que compartir.

Era casi de noche cuando me disponía a irme de la casa aquel día.

—No te vas a ir sola —dijo Ellen.

—Oh, sí, no hay problema —repliqué.

—No, Hormoz te llevará en coche.

—No, no quiero molestarle. No tengo problema. Cogeré un taxi.

—No te dejaré. —Entonces Ellen explicó el motivo de su cautela—. Ayer asesinaron a una muchacha en la vecindad. La encontraron cerca de aquí. Era una niña de trece años que había salido de casa a las cinco de la mañana para ir a comprar carne con cupones. No regresó, de modo que sus padres empezaron a preocuparse y salieron a buscarla. Encontraron su cuerpo en la calle. Había sido violada y asesinada.

Yo estaba conmocionada, claro.

—Sucede a diario —continuó Ellen alarmada—. Sucede continuamente ahora.

Yo no sabía si creerla. Si Ellen estaba enterada de esas cosas, ¿por qué no me había hablado antes de ello? Nunca había leído nada en los periódicos sobre robos, violaciones o asesinatos.

—Son afganos los que lo hacen —dijo Ellen—. Hay muchos afganos en Irán, y no tienen mujeres propias, así que violan a las mujeres que encuentran.

Majid llegó a nuestra casa poco después de aquel incidente, y le conté lo que me había dicho Ellen.

—Oh, sí, es cierto —dijo Majid—. Sucede a diario. Es realmente peligroso ir sola. Tendrás que ir con cuidado.

Essey me llamó una tarde, su voz temblorosa por las lágrimas.

—Estoy muy asustada —me dijo—. Tu madre acaba de llamar desde América, y le dije que te habías mudado. Quería saber vuestro nuevo número de teléfono. Le dije que lo ignoraba, y ella se volvió loca y me llamó mentirosa. Así que le di tu número, pero ahora sé que voy a tener problemas con
Daheejon
.

—No te preocupes por ello —le respondí—. Moody no está en casa, así que no pasa nada. Colguemos para que mamá pueda hablar conmigo.

Al cabo de unos momentos sonó el teléfono, y descolgué el auricular. Al otro extremo de la línea, la voz de mamá se quebró al decir hola. Papá estaba también al teléfono. Era difícil para mí hablar, por el nudo que tenía en la garganta.

—¿Cómo te va? —pregunté a papá.

—Bien —dijo—. Donde hay una voluntad, hay un medio.

Su voz sonaba desprovista de vitalidad.

—¿Y cómo te va a ti? —preguntó mamá.

—Mejor. —Les hablé de la nueva casa y de la mayor libertad de que disponía ahora—. ¿Cómo están Joe y John? —quise saber—. ¡Les echo tanto de menos!

—Estupendamente. Haciéndose hombres —dijo mamá.

Joe trabajaba en el segundo turno en la ITT Hancock. John, estudiante de segundo año, jugaba en el equipo de fútbol. Me estaba perdiendo una parte importante de su vida.

—Decidles cuánto los quiero.

—Lo haremos.

Establecimos un programa para sus llamadas. Como Moody iba al hospital los martes y miércoles, podían llamar esos días y hablaríamos con libertad. Eso quería decir que tendrían que levantarse a las tres de la madrugada para hacer la llamada, pero merecía la pena. La siguiente semana, dijo mamá, intentarían que Joe y John estuvieran al teléfono.

Al día siguiente, para cubrir a Essey, le hice una visita. Luego le dije a Moody que mis padres habían llamado a casa de Essey mientras estaba yo allí, y que les había dado nuestro nuevo número.

—Perfecto —dijo. No estaba nada furioso de que hubiera hablado con ellos, y parecía encantado con la coincidencia.

—Ven a tomar el té —propuso Chamsey un día por teléfono.

Le pedí permiso a Moody. «Claro», me dijo. ¿Qué otra cosa podía decir? Respetaba a Chamsey y a Zaree, y evidentemente no quería que ellas supieran que me había maltratado en el pasado.

El té fue aquel día una deliciosa experiencia. Chamsey y yo nos hicimos íntimas amigas rápidamente, pasando muchos días juntas a medida que avanzaba el verano.

Normalmente, Chamsey vivía sólo dos meses al año en su adorable hogar situado cerca de nuestro nuevo apartamento, pero en esta particular visita tenía intención de permanecer un tiempo algo mayor que el acostumbrado, porque ella y su marido iban a vender la casa, transfiriendo todo lo que pudieran de sus recursos a California. A Chamsey le entusiasmaba cortar la mayor parte de sus vínculos con Irán, y estaba deseosa de regresar a California, pero la idea de romper nuestra fraternal amistad nos entristecía a ambas.

—No sé cómo haré para volver a California y dejar a Betty —le dijo a Moody un día—. Tienes que dejar que Betty vuelva conmigo.

Ni Moody ni yo nos arriesgamos al enfrentamiento respondiendo al comentario.

Chamsey era un soplo de aire fresco en mi vida, pero durante varias semanas no me atreví a confiarle demasiados detalles de mi historia. Sabía que podía contar con su apoyo, pero me preocupaba su discreción. Ya me habían traicionado antes. Correría a ver a Moody y le regañaría por mantenerme aquí contra mi voluntad. Su natural reacción sólo conseguiría volver a Moody contra mí, justo en un momento en que yo empezaba a hacer progresos. Así que disfruté de su amistad, pero guardé mi secreto hasta que, poco a poco, ella fue descubriendo los detalles por sí misma. Quizás por el hecho de que yo tuviese que pedirle permiso a Moody para todo. Cada excursión que hacía, cada rial que gastaba, tenía primero que ser consultado con él.

Finalmente, un día, después de decirle lo preocupada que estaba por la salud de mi padre, allá en Michigan, ella me preguntó:

—Bien, ¿por qué no vuelves a América para verle?

—No puedo.

—Betty, cometes un gran error al no ir a verle. —Y me contó una historia—. Cuando vivía en Shustar, y mi padre se hallaba aquí en Teherán, tuve un presentimiento un día. Algo me dijo: «Tengo que ir a ver a mi padre», y así se lo hice saber a mi marido. Él me respondió: «No, ahora no vas a ir. Espera el mes que viene, cuando se haya terminado la escuela». Tuvimos una gran discusión; la única vez en nuestra vida en que nos peleamos. Le dije: «Si no me dejas ir a ver a mi padre, voy a abandonarte». Así que él me dijo: «Ve».

Cuando Chamsey llegó a casa de su padre, en Teherán, descubrió que tenía previsto ingresar en el hospital al día siguiente para unas pruebas rutinarias. Se quedaron despiertos hasta tarde aquella noche, charlando, compartiendo noticias y recuerdos, y a la mañana siguiente ella le acompañó al hospital, donde murió aquel mismo día de un repentino ataque al corazón.

—Si no hubiera ido a verlo cuando aquel presentimiento me dijo que fuera, jamás me lo hubiera perdonado —me dijo Chamsey—. Probablemente me hubiera divorciado de mi marido por ello. Pero, por alguna razón, tenía que ir a ver a mi padre. Así que tú tienes que ir a ver a tu padre.

—No puedo —le respondí, mientras las lágrimas caían por mis mejillas. Y le conté el motivo.

—No puedo creer que Moody te hiciera eso.

—Me trajo aquí, y las cosas van bastante bien ahora. Soy feliz de tener vuestra amistad, pero si él se entera ahora, si se entera de que tú lo sabes todo, y sabe que quiero volver a casa tan desesperadamente, no me dejará seguir siendo amiga vuestra.

—No te preocupes —dijo Chamsey—. No se lo diré.

Mantuvo su palabra. Y a partir de aquel día tuvo lugar un cambio perceptible en su actitud hacia Moody. Se mostraba fría, altiva, conteniendo su ira, pero sólo del mismo modo en que su
chador
de encaje disimulaba las prendas de debajo.

De algún modo, transcurrió el verano. Llegó la Semana de la Guerra, a finales de agosto, y ello constituyó un triste recuerdo de que Mahtob y yo llevábamos atrapadas en Irán más de un año. Todas las noches tenían lugar desfiles en la calle. Los hombres marchaban en formación, flagelándose ritualmente. A un ritmo preciso, descargaban las cadenas sobre sus hombros, golpeándose las desnudas espaldas… primero por encima del hombro derecho, luego del izquierdo. Cantando continuamente, llegaban a alcanzar un estado de trance. La sangre manaba de sus espaldas, pero ellos no sentían dolor.

Los informativos de la televisión estaban atiborrados de una retórica más perversa que de costumbre, pero mucho más fácil de tolerar esa vez, porque a esas alturas yo ya tenía una buena comprensión de la diferencia que hay entre las palabras y los hechos de los iraníes. Los furiosos discursos y los estridentes cánticos salpicados de vociferaciones eran todo
taraf
.

—Me gustaría mucho celebrar una fiesta de cumpleaños para Mahtob —dije.

—Bien, pero no vamos a invitar a nadie de nuestra familia —replicó Moody. Y, para gran sorpresa mía, añadió—: Aborrezco su presencia. Son sucios y desaseados. —Unos pocos meses antes, celebrar una fiesta de cumpleaños sin invitar a la familia, hubiera sido una
gaffe
social inimaginable—. Invitaremos a Chamsey y a Zaree, a Ellen y Hormoz y a Maliheh y su familia.

Maliheh era nuestra vecina; vivía en el apartamento más pequeño que lindaba con nuestro dormitorio. No hablaba inglés, pero se mostraba siempre muy amistosa conmigo. Hablábamos diariamente, y gracias a ella mejoré mucho mi comprensión del parsi.

La lista de invitados de Moody revelaba claramente cómo había cambiado nuestro círculo de amistades, y cómo se había suavizado su actitud hacia Ellen y Hormoz. También él se daba cuenta de que ellos habían hecho todo lo posible para ayudar en mitad de la crisis. En aquel relativamente lúcido período de la trastornada vida de Moody, su deseo de acercarse a Ellen y a Hormoz era un reconocimiento tácito de que parte, si no la totalidad, del problema había sido resultado de su locura.

Mahtob no quiso un pastel de confitería esa vez. Quiso que fuera yo quien lo preparara. Esto constituía un tremendo desafío. Tanto la altitud de Teherán como las unidades métricas de los controles del horno causaban estragos en mis habilidades culinarias. El pastel resultó quebradizo y seco, pero Mahtob lo encontró delicioso, especialmente encantada con la barata muñeca de plástico que coloqué en su centro.

Aquel año, el cumpleaños de Mahtob caía por casualidad en el Eid e Ghadir, una más de las innumerables fiestas religiosas. Todo el mundo faltaría al trabajo, de modo que planeamos un almuerzo en vez de una cena.

Preparé un
roast beef
con todos sus accesorios, incluyendo puré de patatas y judías cocidas, esto último como obsequio para Ellen.

Todo estaba dispuesto; todos los invitados habían llegado ya, excepto Ellen y Hormoz. Mientras los aguardábamos, Mahtob abrió sus regalos. Maliheh le había traído un muñeco de Moosch el Ratón, un personaje de dibujos iraníes provisto de enormes orejas. Chamsey y Zaree hicieron un regalo muy especial a Mahtob, una piña fresca, algo muy difícil de encontrar. Moody y yo le regalamos una blusa y unos pantalones de color púrpura, su favorito. Y el regalo especial fue una bicicleta hecha en Taiwán, por la que pagamos el equivalente de 450 dólares.

Fuimos aplazando la comida todo lo posible, hasta que finalmente sucumbimos al hambre y nos lanzamos al ataque sin Ellen ni Hormoz. No fue hasta muy avanzada la tarde cuando llegaron, y se quedaron sorprendidos de ver que la comida había terminado.

—Me hablaste de una cena, no de un almuerzo —me espetó Ellen con irritación.

—Bueno, estoy segura de que no —le dije—. Evidentemente, hubo algún malentendido.

—Siempre estás cometiendo errores —le gritó Hormoz a Ellen—. Siempre llegamos a la hora inadecuada, porque confundes las cosas.

Delante de nuestros invitados, Hormoz estuvo regañando a Ellen durante varios minutos, mientras ella inclinaba sumisamente su cabeza cubierta por el
chador
.

Ellen me proporcionó una fuerte motivación para continuar mi silencioso intento de evasión de Irán. Sin su negativo ejemplo, hubiera persistido igualmente, pero ella reforzó mi sentimiento de urgencia. Cuanto más tiempo permaneciera en Irán, más riesgo corría de volverme como ella.

Nuestra existencia en Irán había llegado a un momento crucial. Aunque la vida era ahora mucho más confortable, surgía el peligro de la complacencia. ¿Era posible alcanzar un estado de relativa felicidad en Irán con Moody, un nivel de comodidad que contrapesara los muy reales peligros con que Mahtob y yo tendríamos que enfrentarnos si tratábamos de escapar?

Todas las noches, cuando me iba a la cama con Moody, sabía que la respuesta era un inconfundible No. Aborrecía a aquel hombre con el que dormía, pero, más aún, le temía. Se mostraba estable por el momento, pero eso no duraría. Su próximo acceso de rabia, lo sabía en lo más profundo de mí, era sólo cuestión de tiempo.

Con la posibilidad ahora de utilizar el teléfono con frecuencia, y de efectuar alguna rápida visita a la embajada, renové mis esfuerzos para encontrar a alguien que pudiera y quisiera ayudarme. Desgraciadamente, mi mejor contacto parecía haberse desvanecido en el cálido aire de fines de verano. El teléfono de Miss Alavi estaba desconectado. Hice un vano intento de volver a contactar con Rasheed, cuyo amigo pasaba gente a Turquía. Y de nuevo se negó a considerar la posibilidad de llevar a un niño.

Tenía que encontrar a alguien. ¿Pero a quién? ¿Y dónde?

19

Me quedé mirando fijamente el trozo de papel en el que habían garabateado una dirección, y que alguien me había tendido.

«Vaya a esta dirección, y pida por el director», me había dicho alguien. Y me dio más instrucciones. Pero revelar la identidad de mi benefactor sería condenar a muerte a este «alguien» a manos de la República Islámica de Irán.

La dirección era la de una oficina situada en el otro extremo de la ciudad, lo que representaba un largo y azaroso viaje a través de calles atestadas; pero me decidí a ir allí inmediatamente, aun cuando la aventura fuese arriesgada. Mahtob venía conmigo. Era ya la primera hora de la tarde, y yo no sabía si podría estar de regreso en casa antes de que Moody volviera del hospital. Pero cada vez me iba mostrando más osada en mi libertad. Si era preciso, compraría algo para la casa, cualquier cosa, y explicaría que Mahtob y yo nos habíamos retrasado en las compras. Moody se tragaría la explicación, al menos una vez.

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