Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Presa de la excitación de la Nochebuena, Mahtob se fue retrasando en sus preparativos para ir a dormir. Cuando finalmente conseguí meterla en cama, me dijo:
—Si oyes venir a Santa Claus, por favor, despiértame, porque quiero hablar con él.
—¿Y qué quieres decirle a Santa Claus? —le pregunté.
—Que les diga al abuelo y a la abuela «Hola», y que estoy bien, porque así ellos se sentirán mejor por Navidad.
Sentí que se me formaba un nudo en la garganta. Santa Claus tenía docenas de regalos para Mahtob, pero no podía dejarle el regalo que ella más deseaba. ¡Ojalá Santa Claus pudiera envolverla como un regalo y meterla en su trineo, y Rudolph pudiera guiar a los renos por encima de las montañas, salir de Irán y cruzar el océano, hasta el tejado de cierta casita de las afueras de Bannister, Michigan! ¡Ojalá Santa Claus pudiera bajarla por la chimenea y dejarla bajo el árbol para que ella misma pudiera entregar su mensaje personalmente al abuelo y a la abuela!
En vez de ello, teníamos que hacer frente a otra Navidad en Irán, otra Navidad lejos de Joe y de John, otra Navidad lejos de mamá y de papá.
Moody estuvo tratando a los pacientes hasta última hora de la noche, puesto que la Nochebuena no tenía para ellos ningún significado. Después de terminar, le pregunté:
—¿Puede quedarse en casa Mahtob mañana, en vez de ir a la escuela?
—¡No! —replicó secamente—. No se va a quedar en casa sólo porque sea Navidad.
No discutí, porque percibí un repentino tono de autoridad en su voz que me alarmó. Una vez más comenzaba a mostrar súbitos cambios de comportamiento. Por un instante, el viejo Moody, el demente, había regresado, y yo no sentía deseos de enfrentarme con él.
—¡Mahtob, vamos a ver si Santa Claus vino anoche!
La desperté temprano, para que pudiera desenvolver todos sus regalos antes de ir a la escuela. Saltó de la cama y bajó corriendo por las escaleras, chillando de placer al comprobar que Santa Claus se había terminado la leche y las galletas. Luego descubrió los vistosos paquetes de regalo. Moody nos acompañó, su ánimo más alegre que la noche anterior. En América, había adorado la Navidad, y aquella mañana traía gratos recuerdos a su memoria. Su cara mostraba una amplia sonrisa mientras Mahtob se zambullía en la gloriosa pila de regalos.
—La verdad, no puedo creerme que Santa Claus haya venido hasta Irán para verme —dijo Mahtob.
Moody gastó varios carretes de fotografía, y, cuando se acercaban las siete y Mahtob se dirigía a su habitación a prepararse para ir a tomar el autobús escolar, Moody le dijo:
—No tienes que ir a la escuela hoy. O puedes ir un poco más tarde, quizás.
—No, no puedo faltar a la escuela —dijo Mahtob. Hizo aquella afirmación como una cosa que caía por su propio peso, adoctrinada por sus maestros islámicos. No quería llegar a la escuela tarde y que la arrastraran al despacho de la directora, para recibir allí una regañina y que le dijeran que era
baad
.
Aquella noche venían a cenar nuestros amigos, y la ocasión se echó a perder por la profunda tristeza que sentía Fereshteh. La pobre estaba casi histérica. Después de más de un año en la cárcel, por fin habían acusado y juzgado a su marido.
Aun después de todo lo que había visto y oído en aquel país, apenas daba crédito a mis oídos cuando Fereshteh dijo gimiendo:
—¡Le han encontrado culpable de
pensar contra el gobierno
! Le habían sentenciado a seis años de prisión.
Moody le mostró su simpatía, porque le gustaba Fereshteh tanto como a mí. Pero luego me dijo en privado: «Debe de haber algo más».
Yo me sentía profundamente en desacuerdo con aquella afirmación, pero comprendía cuán necesario era que Moody creyera en la equidad de la justicia iraní. Moody sin duda había tenido pensamientos en contra del gobierno del ayatollah. Debió de estremecerse al oír aquella historia, porque despertaba sus terrores personales. Moody estaba desafiando abiertamente la ley al ejercer la medicina sin permiso. Si eran capaces de encerrar a un hombre durante seis años a causa de sus pensamientos, ¿cuán severamente no iban a castigar una acción abierta?
El día siguiente al de Navidad estuve muy ocupada, a Dios gracias, porque ello me dejó poco tiempo para la autocompasión. Los parientes de Moody irrumpieron en nuestra casa sin anunciarse previamente, portando de regalo comida, ropas, artículos del hogar, obsequios para Mahtob y ramos de flores. Aquélla era una situación bastante diferente de la del año anterior, y constituía un claro intento por parte de la familia de demostrar que me aceptaban.
El único miembro de la familia más próxima que no vino fue Baba Hajji, pero su ausencia quedó compensada por el entusiasmo mostrado por su mujer. «
¡Azzi zam! ¡Azzi zam!
», balbuceó Ameh Bozorg al entrar. «¡Cariño, cariño!»
Llevaba montones de regalos: diminutas cacerolas y sartenes de juguete, flores y calcetines para Mahtob, envoltorios de celofán del raro y caro azafrán de la ciudad santa de Meshed, un kilo de fresas, un nuevo
roosarie
y un par de calcetines caros para mí; nada para Moody.
Estaba muy charlatana, como de costumbre, y era el centro de su propia conversación. Insistió en que me sentara a su lado y se aseguró de que alguien me lo tradujera todo. Empezaba cada frase con un «
Azzi zam
», y no cesaba de elogiarme de todas las maneras posibles. Yo era buena. Todo el mundo me encontraba adorable. No oía más que elogios acerca de mí en todas partes. Trabajaba duramente. Era una buena esposa, y madre… ¡y
hermana
!
Con la cabeza dándome vueltas ante aquel asalto de cumplidos, me fui a la cocina, preocupada porque no tenía bastante comida para aquella horda de inesperados invitados. Todo lo que me quedaba eran los restos de la cena de Navidad. Y me dediqué a prepararlos lo mejor que supe. Había algunas tortitas de pollo y lasagna, restos de un pastel de frutas, verduras surtidas y salsas, un poco de queso y algunas golosinas.
Ameh Bozorg ordenó a todos los invitados probar un poquito de cada cosa, porque aquellos extraños alimentos, como estaban preparados por su hermana, eran santos.
A última hora de la noche, después de que se hubieron ido algunos invitados, llegaron
Aga
y
Janum
Hakim. Como era un hombre de turbante,
Aga
Hakim tomó el mando natural de la conversación, y ésta se desvió hacia la religión.
—Quiero contaros la historia de la Navidad —nos dijo. Y leyó del Corán:
Y en la escritura se hace mención de María, cuando ésta se retiró a una cámara situada a oriente. Mientras estaba allí, recluida de la gente, le enviamos a Nuestro espíritu (Gabriel), el cual se le apareció como un humano perfecto. Y dijo ella: «Busco refugio en Dios de ti, por si esto tiene para ti algún significado». Y él dijo: «Me envía tu Señor, para concederte un piadoso niño». Dijo ella: «¿Cómo puedo tener un hijo, cuando ningún hombre me ha tocado, y no he perdido mi castidad?». Y él dijo: «Así habló tu Señor: “Es fácil para mí”, a fin de que haga un milagro entre la gente, y una merced de nosotros; así es como se hará». Ella lo engendró y se aisló en un lugar alejado. Cuando los dolores del parto la sorprendieron junto a la palmera, ella dijo: «Oh, me gustaría haber muerto antes de que sucediera esto, y fuera completamente olvidado». Pero (el niño) la llamó desde abajo de ella, diciendo: «No te preocupes, tu Señor te ha proporcionado una corriente de agua. Y si sacudes la palmera, caerán sobre ti dátiles maduros. Así que come y bebe y sé feliz, y cuando no veas a nadie entonces di: “He suplicado a Dios un ayuno: no hablaré con nadie”».
Y ella fue a su familia con el pequeño. Y ellos dijeron: «Oh, María, has cometido algo increíble. Oh, hermana de Aarón; tu padre no era inicuo, y tu madre tampoco era impura». Ella lo señaló con el dedo. Ellos dijeron: «¿Cómo podemos hablar con un niño en la cuna?». El niño dijo: «Soy un servidor de Dios. Me dotó con una escritura, y me nombró profeta. Hizo de mí alguien bendito allí donde vaya, y me impuso las plegarias
salat
y la caridad
zakat
mientras viva. Tengo que honrar a mi madre, porque Él no me hizo un rebelde desobediente. Y he merecido la paz el día en que nací, el día en que muera y el día en que resucite».
Ésta es la verdadera historia de Jesús, hijo de María, sobre quien ellos suponen. Dios nunca va a dar un hijo de Sí mismo. Sea Dios glorificado. Para hacer que algo se haga, dice simplemente: «Sea», y así sucede.
El Corán dejaba claro que, aunque milagrosamente concebido, y un gran profeta, Jesús no era el Hijo de Dios.
Yo no estaba de acuerdo, claro, pero mantuve quieta la lengua.
Moody se mostraba jovial, disfrutando del hecho de que nuestra casa fuese el centro de la atracción durante las fiestas. De modo que yo ni siquiera me molesté en pedirle permiso para invitar a nuestros amigos íntimos para la Nochevieja. Para sorpresa mía, Moody se irritó.
—¡No vais a beber nada! —ordenó.
—¿Y de dónde crees que voy a conseguir algo para beber? —pregunté.
—Quizás ellos lo traigan.
—Les diré que no lo hagan. No voy a tener nada de alcohol en casa. Es demasiado arriesgado.
Esto satisfizo a Moody en un aspecto, pero tenía más objeciones.
—No quiero nada de bailes ni de besos —dijo—. No vas a besar a nadie ni desearle feliz Año Nuevo.
—No voy a hacer estas cosas. Sólo quiero estar con nuestros amigos.
Moody lanzó un gruñido, sabiendo que era demasiado tarde para cancelar las invitaciones. Tenía visitas programadas para la tarde y la noche, y seguía trabajando en su despacho cuando llegaron los invitados: Alice y Chamsey y sus respectivos maridos, así como Zaree y Fereshteh. La cena duró más de una hora, y tomamos té y comimos fruta. Llegó una llamada telefónica para el marido de Chamsey, el doctor Najafee. Era una llamada para una operación de urgencia, pero él se negó. «Decidles que busquen a otro», dijo, contrariado por tener que abandonar la fiesta.
Cuando Moody finalmente emergió de su despacho, anunció:
—Me han llamado del hospital. Tengo que irme.
Todo el mundo se preguntó por qué Moody quería huir de la fiesta. Al igual que el doctor Najafee, podía haber buscado un sustituto.
Al cabo de unos minutos, una ambulancia llegó ante nuestra puerta, con sus luces centelleantes. Era la manera más rápida de llevar a un médico al hospital, y daba legitimidad a la afirmación de Moody sobre la urgencia.
Ya sin él, nos sentamos a celebrar la cena de Nochevieja. Seguíamos comiendo cuando él regresó, sobre las 10.30 de la noche.
—Siéntate a cenar con nosotros —le dije.
Pero sonó el teléfono, y Moody corrió a contestar.
—Se trata de un paciente —anunció Moody—. Es una mujer. Tiene un fuerte dolor en la espalda, y va a venir.
—No —protesté—. Diles que la traigan por la mañana.
—No deberías ver pacientes tan tarde —dijo Chamsey—. Deberías limitar tu horario.
—No —replicó Moody—. Tengo que verla esta noche.
Y desapareció en su despacho.
—Nos está arruinando la noche —murmuró Alice.
—Esto ocurre muy a menudo —dije—. Me estoy acostumbrando. Realmente, no me importa.
Estaba claro que todo el mundo me tenía lástima, pero lo cierto es que disfrutaba mucho más de la compañía de mis amigos cuando mi marido no estaba por allí.
Todo el mundo se lo pasaba bien, pero los invitados tenían que volver a casa temprano. El día de Año Nuevo occidental pasaría inadvertido en Teherán. El día siguiente sería un día normal. Cinco minutos después de medianoche, todo el mundo estaba preparado para irse, cuando finalmente Moody salió de su oficina.
—¿No os iréis ya? —dijo, sin duda fingiendo pesar—. Acabo de terminar mi trabajo.
—Tenemos que levantarnos temprano por la mañana —dijo el doctor Najafee.
En el mismo instante en que el último invitado salió por la puerta, y ésta se cerró a sus espaldas, Moody deslizó sus brazos alrededor de mi cintura y me besó con suave pasión.
—¿Y eso por qué? —pregunté, sorprendida.
—Bueno, feliz Año Nuevo.
Feliz Año Nuevo, sí, pensé. Mil novecientos ochenta y seis. Otro año, y sigo aquí.
¿Cuántos más?
El paso de las fiestas me dejó desolada. Había aprovechado aquellos días especiales para permanecer ocupada. Cada una de ellas había sido un objetivo. Iba a pasar aquel día especial en casa, en Michigan, no aquí. Pero cuando el Día de Acción de Gracias, luego la Navidad y finalmente el día de Año Nuevo, llegaron y pasaron, el calendario no me mostró más que la perspectiva de un frío y vacío invierno.
El tiempo se arrastraba, literalmente.
«Tenga paciencia», decía Amahl cada vez que hablaba con él.
La nieve blanqueaba la ciudad. Las calles se habían convertido en un sucio cenagal. Cada mañana me despertaba presa de una profunda desesperación, y cada día sucedía algo que agravaba un poco más la desesperanza que me embargaba.
Un día, cuando cruzaba una bulliciosa plaza cerca de nuestra casa, me detuvo una
pasdar
femenina. Me acordaba del anterior encuentro, cuando tras decir yo unas pocas palabras en parsi, la
pasdar
entró en sospechas porque luego no pude comprender el resto de la conversación. Mahtob estaba en la escuela; no había nadie para traducir.
Esta vez decidí hacerme la tonta.
—No entiendo —le dije en inglés.
Para gran sorpresa mía, la
pasdar
me contestó en inglés, la primera vez que una de aquellas temibles mujeres hacía eso. Me dijo con irritación:
—Cuando caminaba usted por la calle, pude ver una estrecha línea de su rodilla entre el abrigo y los calcetines. Debería llevar unos calcetines mejores.
—¿Y cree usted que me gustan los que llevo? —repliqué—. Jamás había llevado una cosa así en mi vida. Si pudiera elegir, estaría en América llevando unos
panties
, no estos calcetines que no llegan hasta arriba. Dígame, por favor, ¿dónde puedo ir en Irán a comprar un par de calcetines que lleguen más arriba?
La
pasdar
se quedó pensativa, y luego adoptó un aire comprensivo.
—Lo sé,
Janum
, lo sé —dijo amablemente. Y luego se fue, dejándome confusa. Nunca me había encontrado con una
pasdar
que mostrara comprensión.
En aquel momento, el dolor que sentía en mi alma se hizo aún más intenso. ¡Cuánto anhelaba regresar a una sociedad en que pudiera vestir como a mí me gustara! ¡Donde pudiera respirar!