Olympos (51 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Olympos
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—¿Todavía crees en los dioses? —pregunta Hockenberry, dando un largo trago al potente vino—. ¿Incluso después de haber ido a la guerra contra ellos?

El barbudo estratega frunce el ceño cuando oye estas palabras, luego sonríe y se rasca la mejilla.

—A veces puede ser difícil creer en tus amigos, Hockenberry, hijo de Duane, pero siempre hay que creer en tus enemigos. Sobre todo si tienes el privilegio de que los dioses se cuenten entre ellos.

Beben un minuto en silencio. La nave vuelve a rotar. La brillante luz del sol apaga las estrellas un instante, la nave gira hacia su propia sombra una vez más y las estrellas reaparecen.

El vino golpea a Hockenberry con una oleada de calor. Está contento de estar vivo; se lleva la mano al pecho, tocando no sólo el medallón TC sino la fina cicatriz que ya desaparece bajo su túnica, y se da cuenta de que después de diez años de vivir entre griegos y troyanos, ésta es la primera vez que se sienta a beber y charlar con uno de los grandes héroes y principales personajes de la
Ilíada
. Qué extraño, después de haber impartido clases sobre eso durante tantos años.

Los dos hombres charlan un rato sobre los acontecimientos que vieron antes de salir de la Tierra y la base del Olimpo: el Agujero entre los mundos cerrándose, la batalla entre las amazonas y los hombres de Aquiles. A Odiseo le sorprende que Hockenberry sepa tanto de Pentesilea y las otras amazonas, y a Hockenberry no le parece necesario decirle al guerrero que lo ha leído todo gracias a Virgilio. Los dos hombres especulan sobre lo rápido que se reemprenderá la guerra real y si los aqueos y argivos, de nuevo bajo el liderazgo de Agamenón, vencerán finalmente las murallas de Troya.

—Puede que Agamenón tenga la fuerza bruta para destruir Ilión —dice Odiseo, los ojos fijos en las estrellas—, pero si la fuerza y el número le fallan, dudo que tenga el arte.

—¿El arte? —repite Hockenberry. Lleva tanto tiempo pensando y comunicándose en griego antiguo que rara vez tiene que detenerse a reflexionar sobre una palabra. Odiseo ha empleado la palabra
dolos
, que podría significar «astucia» de un modo que implica alabanza o abuso.

Odiseo asiente.

—Agamenón es Agamenón: todos lo ven por lo que es, pues no es capaz de nada más. Pero yo soy Odiseo, conocido en el mundo por todo tipo de argucias.

De nuevo Hockenberry oye la palabra
dolos
y se da cuenta de que Odiseo está alardeando de la misma astucia cruel que hizo a Aquiles decir de él hace meses: «Odio a ese hombre como las mismas puertas de la muerte que... se abren a los mentirosos.»

Odiseo obviamente había entendido el insulto de Aquiles aquella noche, aunque decidiera no darse por aludido. Ahora, después de cuatro odres de vino, el hijo de Laertes se enorgullece de su astucia. No por primera vez Hockenberry se pregunta si podrán tomar Troya sin el caballo de madera de Odiseo. Piensa en los matices de esta palabra,
dolos
, y tiene que sonreír para sí.

—¿Por qué sonríes, hijo de Duane? ¿He dicho algo gracioso?

—No, no, honorable Odiseo —dice el escólico—. Estaba pensando en Aquiles... —Decide callarse antes de decir algo que enfurezca al otro hombre.

—Soñé con Aquiles anoche —dice Odiseo, girando cómodamente en la silla para mirar la esfera casi completa de estrellas que lo rodea. La burbuja de astronavegación se extiende por el casco de la
Reina Mab
, pero el metal y el plástico reflejan sobre todo la luz de las estrellas—. Soñé que hablaba con él en el Hades.

—¿Está muerto entonces el hijo de Peleo? —pregunta Hockenberry. Abre un odre de vino. Odiseo se encoge de hombros.

—Fue sólo un sueño. Los sueños no aceptan el tiempo como límite. No sé si Aquiles respira o si ya se arrastra entre los muertos, pero es seguro que el Hades algún día será su hogar... como lo será de todos nosotros.

—Ah —dice Hockenberry—. ¿Qué te dijo Aquiles en el sueño? Odiseo vuelve su oscura mirada hacia el escólico.

—Quería saber si su hijo, Neptolemo, se había convertido en un campeón en Troya.

—¿Y se lo dijiste?

—Le dije que no lo sabía, que mi propio destino me llevó lejos de las murallas de Ilión antes de que Neptolemo pudiera entrar en batalla. Esto no satisfizo al hijo de Peleo.

Hockenberry asiente. Puede imaginar la petulancia de Aquiles.

—Traté de consolar a Aquiles —continúa Odiseo—. Decirle cómo los argivos lo honraban como dios ahora que estaba muerto... cómo los hombres vivos cantarían siempre sus valerosas hazañas, pero no quiso escucharme.

—¿No?

El vino no sólo es bueno: es maravilloso. Envía calor líquido a florecer por el vientre de Hockenberry y le hace sentirse flotando más libremente aún que en cero-g.

—No. Me dijo que me metiera las canciones de gloria por el culo.

Hockenberry estalla en una especie de carcajada. Burbujas y perlas de vino tinto flotan libres. El escólico trata de atraparlas, pero las esferas rojas estallan y le dejan los dedos pegajosos.

Odiseo sigue contemplando las estrellas.

—La sombra de Aquiles me dijo anoche que prefería ser un campesino destripaterrones, con las manos callosas no de empuñar la espada sino el arado, y pasarse diez horas al día mirando el culo de un buey, que ser el mayor héroe del Hades, o incluso su rey, y gobernar sobre muertos que no respiran. A Aquiles no le gusta estar muerto.

—No —dice Hockenberry—. Veo que no.

Odiseo hace una pirueta en cero-g, agarra el respaldo de su silla, y mira al escólico.

—Nunca te he visto combatir, Hockenberry. ¿Luchas?

—No.

Odiseo asiente.

—Eso es inteligente. Es sabio. Debes venir de un largo linaje de filósofos.

—Mi padre combatió —dice Hockenberry, sorprendido por los recuerdos que irrumpen de pronto. No ha pensado en su padre ni se ha acordado de él en los últimos diez años de su segunda vida.

—¿Dónde? —pregunta Odiseo—. Dime en qué batalla. Puede que yo estuviera allí.

—En la de Okinawa.

—No conozco esa batalla.

—Mi padre sobrevivió a ella —dice Hockenberry, sintiendo que la garganta se le tensa—. Era muy joven. Diecinueve años. Estuvo en los marines. Volvió a casa ese mismo año y yo nací tres años después. Nunca hablaba de eso.

—¿No alardeaba de su valentía ni le describió la batalla a su hijo? —pregunta Odiseo, incrédulo—. No me extraña que te convirtieras en filósofo en vez de en guerrero.

—Nunca la mencionaba —dice Hockenberry—. Yo sabía que había estado en la guerra, pero descubrí que había participado en la batalla de Okinawa sólo años más tarde, leyendo antiguas cartas de recomendación de su oficial en jefe, un teniente no mucho mayor que mi padre cuando combatieron. Yo estaba a punto de licenciarme en clásicas por entonces, así que utilicé mis habilidades como investigador para aprender algo sobre la batalla donde mi padre recibió un corazón púrpura y una estrella de plata.

Odiseo no pregunta por estos premios de extraño nombre. En cambio dice:

—¿Se portó bien entonces tu padre en la batalla, hijo de Duane?

—Creo que sí. Lo hirieron dos veces, el 20 de mayo de 1945, durante la lucha por un lugar llamado Sugar Loaf Hill en la isla de Okinawa.

—No conozco esa isla.

—No, claro —dice Hockenberry—. Está muy lejos de Ítaca.

—¿Hubo muchos hombres en esa batalla?

—El bando de mi padre tenía 183.000 hombres dispuestos a entrar en combate —dice Hockenberry. También él contempla ahora las estrellas—. Su ejército fue transportado a la isla de Okinawa en una flota de más de mil seiscientos barcos. Había 110.000 enemigos esperándolos, atrincherados en las rocas, los corales y las cuevas.

—¿No había ninguna ciudad que asediar? —dice Odiseo, mirando al escólico con expresión de interés por primera vez desde que comenzó la conversación.

—Ninguna ciudad, no —responde Hockenberry—. Fue sólo una batalla en una guerra más grande. El otro bando quería matar a nuestra gente para impedir una invasión de su isla natal. Nuestro bando acabó matándolos como pudo... Rociaban de fuego sus cuevas, los enterraban vivos. Los camaradas de mi padre mataron a más de cien mil de los ciento diez mil japoneses que había en la isla. —Toma un sorbo—. Los japoneses eran nuestros enemigos entonces.

—Una victoria gloriosa —dice Odiseo. Hockenberry bufa.

—Las cifras de... hombres, barcos... me recuerdan nuestra guerra de Troya —dice el argivo.

—Sí, muy similares —dice Hockenberry—. Igual que la ferocidad de la lucha. Cuerpo a cuerpo en la lluvia y el barro, día y noche.

—¿Regresó tu padre con un gran botín? ¿Esclavas? ¿Oro?

—Trajo a casa una espada samurái, la espada de un oficial enemigo, pero la guardó en un arcón y ni siquiera me la enseñó cuando era niño.

—¿Fueron enviados a la Casa de la Muerte muchos camaradas de tu padre?

—Contando los hombres que combatían en tierra y en el mar, murieron 12.520 estadounidenses —dice Hockenberry. Su mente de estudioso (y su corazón de hijo) no tiene ningún problema para recordar las cifras—. Hubo 33.631 heridos en nuestro bando. El enemigo, como dije, perdió a más de cien mil hombres, miles y miles de ellos quemados hasta la muerte y enterrados en las cuevas y agujeros que habían cavado para luchar.

—Los aqueos hemos perdido a más de veinticinco mil camaradas delante de las murallas de Ilión —dice Odiseo—. Los troyanos han construido piras funerarias para al menos la misma cantidad de los suyos.

—Sí —dice Hockenberry con una leve sonrisa—, pero en un período de diez años. La batalla de mi padre en la isla de Okinawa sólo duró noventa días.

Guardan silencio. La
Reina Mab
vuelve a rotar, tan suave y majestuosamente como un gigantesco animal marino en el agua. La brillante luz del sol se desparrama sobre ellos y ambos alzan la mano para cubrirse los ojos. Luego las estrellas regresan.

—Me sorprende no haber oído hablar nunca de esa guerra —dice Odiseo, tendiéndole al escólico un nuevo odre de vino—. Pero, de todas formas, debes estar orgulloso de tu padre, hijo de Duane. Tu pueblo debe de haber tratado a los vencedores de esa batalla como a dioses. Se cantarán canciones al respecto durante siglos en torno a vuestras hogueras. Los nombres de los hombres que combatieron y lucharon allí serán conocidos por los nietos de los nietos de los héroes, y los detalles de cada combate individual serán cantados por bardos y poetas.

—Lo cierto —dice Hockenberry, dando un largo trago— es que casi todo el mundo en mi país ha olvidado ya esa batalla.

¿Estás oyendo esto?
, envía Mahnmut por tensorrayo.


. Orphu de Io está en el casco de la
Reina Mab
, comprobando con otros moravecs de durovac durante las veinticuatro horas que la nave no está sometida a aceleración ni deceleración, haciendo inspecciones y llevando a cabo reparaciones de daños menores causados por impactos de micrometeoritos, estallidos solares, o los efectos de las bombas de fisión que han estado detonando tras ellos. Es posible trabajar en el casco mientras la nave está en camino (Orphu ha estado fuera varias veces en las dos últimas semanas, moviéndose por el sistema de pasarelas y escalerillas dispuestas para ese fin), pero gran ioniano ya ha dejado claro que prefiere la gravedad cero a lo que ha descrito como trabajar en la cara de un edificio de cien plantas mientras está acelerando, con una sensación demasiado real de la popa y la placa impulsora de la nave tan cerca.

Hockenberry parece bastante borracho,
envía Orphu.

Eso creo
, responde Mahnmut.
Este vino que Asteague/Che hizo replicar en las cocinas es potente, basado en una muestra del vino medeo de un ánfora «prestada» de la bodega de Héctor. Hockenberry ha estado bebiendo durante años versiones inferiores de este vino con los griegos y troyanos, pero sin duda con moderación: los troyanos mezclan más agua que vino en sus copas. A veces le añaden agua salada o perfumes como la mirra.

Eso sí que parece bárbaro,
envía Orphu por el tensorrayo.

En cualquier caso
, responde Mahnmut,
el escólico no ha comido nada desde que se mareó, así que su estómago vacío no puede ayudarle a mantenerse sobrio.

Parece que volverá a sentirse mareado más tarde.

Si vomita
, envía Mahnmut,
ahora te toca a ti traerle bolsas para el mareo. Ya le he sujetado la cabeza lo bastante para un ciclo de veinticuatro horas.

Lástima
, contesta Orphu de Io,
me encantaría hacerlo, pero creo que los pasillos del nivel de habitáculos humanos de la nave no son lo bastante anchos para mí.

Espera,
envía Mahnmut.
Escucha esto.

—¿Te gustan los juegos, hijo de Duane?

—¿Juegos? —dice Hockenberry—. ¿Qué tipo de juegos?

—El tipo de juegos que practicamos durante una celebración, o un funeral —responde Odiseo—. Los juegos que habríamos tenido en el funeral de Patroclo si Aquiles hubiera aceptado la muerte de su amigo y nos hubiera permitido celebrar un funeral por su desaparición.

Hockenberry permanece en silencio un minuto.

—Te refieres a competiciones de disco, jabalina... ese tipo de cosas.

—Sí —dice Odiseo—. Y carreras de carros. Carreras a pie. Lucha y pugilismo.

—He visto combates de pugilismo en vuestros campamentos, donde se encuentran las negras naves —dice Hockenberry, arrastrando la lengua levemente—. Los hombres luchan sólo con las manos envueltas en tiras de cuero.

Odiseo se echa a reír.

—¿Qué otra cosa iban a llevar en las manos, hijo de Duane? ¿Almohadones grandes y suaves?

Hockenberry ignora la pregunta.

—El verano pasado, en tu campamento, vi a Epeo derrotar a una docena de hombres. Les aplastó las rodillas y les rompió la mandíbula. Muy sanguinario. Aceptó todos los retos y combatió desde primera hora de la tarde hasta mucho después de que saliera la luna.

Odiseo sonríe.

—Recuerdo esos combates. Nadie pudo vencer al hijo de Panopeo ese día, aunque muchos lo intentaron.

—Dos hombres murieron.

Odiseo se encoge de hombros y bebe más vino.

—Diomedes entrenaba y apoyaba a Euríalo, hijo de Mecisteo, tercero al mando de los combatientes argólidos. Le hacía correr cada mañana antes del alba y endurecerse los puños golpeando piezas de bueyes recién salidos del matadero. Pero Epeo lo dejó tieso esa noche con sólo veinte asaltos. Diomedes tuvo que sacar a rastras a su hombre del círculo y los pies del pobre Euríalo dejaron diez surcos en la arena. Pero vivió para combatir otro día... y la próxima vez no bajará la guardia, tenlo por seguro.

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