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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (6 page)

BOOK: Oscura
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El hígado, el órgano interno y la glándula más grande del cuerpo humano, tiene muchas funciones vitales, incluyendo el metabolismo, el almacenamiento de glucógeno, la síntesis de plasma, la producción de hormonas y la desintoxicación. En la actualidad, no existen recursos médicos para compensar su ausencia en el cuerpo, que había sido bastante desafortunada para el reacio
donante salvadoreño.

El señor Fitzwilliam, enfermero, guardaespaldas y compañero constante de Palmer, permanecía en un rincón, siempre vigilante, como acostumbraban a hacerlo casi todos los ex marines. El cirujano entró sin quitarse su mascarilla
y se puso un nuevo par de guantes. El médico era exigente, ambicioso, e incluso, para los estándares de la mayoría de los cirujanos, increíblemente rico.

Retiró la sábana. La sutura reciente era la reapertura de la cicatriz de un antiguo trasplante. Si exteriormente el pecho de Palmer era un cuadro abigarrado de cicatrices desfiguradas, su caja torácica era una cesta endurecida de órganos defectuosos.

—Me temo que su organismo ya no tolera más los tejidos y órganos trasplantados, señor Palmer —dijo el cirujano—. Éste es el fin.

Palmer sonrió. Su cuerpo era un hervidero de órganos de otras personas, y en ese sentido no era muy diferente al del Amo, la personificación de un enjambre de almas que no habían muerto.

—Gracias, doctor. Comprendo. —La voz de Palmer se escuchaba ronca a través del tubo respiratorio—. De hecho, sugiero que me practique esta operación. Sé que a usted le preocupa que la AMA descubra nuestras técnicas de extracción
de órganos, y por lo tanto, lo eximo de cualquier responsabilidad. Le garantizo que, además, ésta será la última tarifa que cobrará por este procedimiento. No volveré a necesitar intervenciones médicas... nunca más.

El cirujano lo seguía mirando con perplejidad. Eldritch Palmer, un hombre enfermo desde la infancia, poseía una extraordinaria voluntad de vivir: un feroz instinto de supervivencia como nunca antes había visto el cirujano. ¿Acaso estaba el anciano sucumbiendo finalmente al destino de todos los mortales?

No tenía importancia. El cirujano se sintió aliviado y agradecido. Llevaba planeando su retiro desde hacía algún tiempo, y todo estaba arreglado. Era una bendición verse libre de todas sus obligaciones en tiempos tan tumultuosos como ésos. Sólo esperaba que su vuelo a Honduras aún siguiera en pie. Y que el incendio de ese edificio no despertara demasiadas sospechas ni investigaciones a raíz de los muchos disturbios civiles.

El médico pensó en todo esto mientras se retiraba con una sonrisa amable, bajo la mirada glacial del señor Fitzwilliam.

Palmer cerró los
ojos. Dejó que su mente volviera de nuevo a la exposición solar del Amo, perpetrada por Setrakian, aquel viejo loco. Palmer evaluó este caso bajo los únicos términos que entendía: ¿qué significado tiene esto para mí? Sólo aceleraba la línea de tiempo, que a su vez apresuraba su inminente liberación. Finalmente, su día estaba a punto de llegar.

Setrakian. ¿La derrota realmente tenía un sabor amargo? ¿O era como tener un montón de cenizas en el paladar?

Palmer no conocía el rostro de la derrota. Nunca lo conocería. ¿Cuántos podrían decir algo parecido?

Setrakian era como las piedras en medio de los ríos caudalosos. Orgullosamente necio, creía que podía interrumpir la corriente, cuando, a decir verdad, y de manera predecible, el río estaba fluyendo a toda velocidad a su alrededor.

La futilidad de los seres humanos. Todo comienza con semejante promesa, ¿verdad? Y, no obstante, todo termina siempre de un modo predecible.

Concentró sus pensamientos en la Fundación Palmer. Era lo usual entre los multimillonarios: bautizar una organización caritativa con su nombre. Ésta, su única fundación filantrópica, había destinado una fracción de sus cuantiosos recursos al traslado y posterior tratamiento de una decena de niños afectados por la ocultación reciente de la Tierra. Habían perdido la visión durante el raro fenómeno
celeste, ya sea por observar el eclipse sin la protección óptica adecuada, o bien debido a un desafortunado defecto en las gafas de seguridad para niños que procedía de una planta en China, cuyo rastro terminaba en un solar vacío
de Taipei...

A través de su fundación, Palmer prometió que no escatimaría ningún gasto para la rehabilitación y reeducación de esas pobres criaturas. Y, en efecto, Palmer lo había dicho en serio.

El Amo lo había exigido así.

 

 

Calle Pearl

 

E
PH SENTÍA QUE
los estaban siguiendo mientras cruzaban la calle. Mientras tanto, Fet seguía concentrado en las ratas. Los roedores desplazados huían de puerta en puerta y a lo largo de la alcantarilla soleada, en un evidente estado de pánico, completamente desconcertados.

—Mira allí —dijo Fet.

Lo que Eph tomó por palomas posadas en las cornisas en realidad eran ratas. Estaban mirando hacia abajo, observando a Eph y a Fet como si esperaran a ver qué hacían. Su presencia fue tan reveladora como un termómetro que medía el grado de infestación de vampiros que se propagaban bajo tierra y expulsaban a las ratas de sus nidos. Hubo un registro de algo relacionado con las vibraciones animales de
strigoi
, o, en su defecto, de su presencia manifiestamente diabólica, que rechazaba otras formas de vida.

—Debe de haber un nido cercano —dijo Fet.

Pasaron junto a un bar, y Eph tenía tanta sed que sintió un tirón en la parte posterior de su garganta. Retrocedió y trató de abrir la puerta, que estaba sin seguro.

Un bar antiguo, fundado hacía más de ciento cincuenta años, presumía el cartel; el más antiguo en funcionamiento en Nueva York, pero no había clientes ni barman. La única interrupción del silencio era el murmullo apagado de un televisor que había en un rincón, transmitiendo las noticias.

Eph se acercó a la barra del fondo, tan oscura como desolada. En las mesas había jarras de cerveza a medio consumir, y unas cuantas
sillas con abrigos colgados de los respaldos. Era evidente que la fiesta había concluido de manera abrupta y para siempre.

Eph inspeccionó los baños —de los hombres, con urinarios grandes y antiguos que daban a un desagüe con forma de cubeta—, y los encontró vacíos, como era de prever.

Regresó, y las suelas de sus botas dejaron huellas
en el suelo cubierto de serrín.

Fet tenía el maletín a un lado y descansaba sus piernas sobre una silla. Eph se aventuró detrás de la barra. No había botellas de licores, licuadoras ni cubetas de hielo: sólo las espitas
de los barriles de cerveza, con las jarras de cristal de un tercio
esperando a ser llenadas. Aquel bar sólo vendía cerveza. No tenía licor alguno, que era lo que Eph buscaba. Sólo vio cerveza con la marca del bar, disponible en versión rubia o negra. Las espitas antiguas
eran de adorno, pero las nuevas funcionaban sin problema. Eph sirvió dos cervezas negras.

—¿Por quién brindamos?

Fet se acercó a la barra, agarrando
una de las jarras.

—Por la aniquilación de los malditos chupasangres.

Eph vació la mitad de su jarra.

—Parece que los clientes salieron huyendo de aquí a toda prisa.

—¡Última llamada! —exclamó Fet, lamiéndose
el bigote de espuma en su grueso labio superior.

«Última llamada
a toda la ciudad». Una voz proveniente del televisor captó su atención, y fueron a escuchar. Un periodista estaba haciendo una toma en directo de un pueblo cercano a Bronxville, la ciudad natal de uno de los cuatro supervivientes
del vuelo 753. El humo oscurecía el cielo detrás de él, y el titular de la noticia decía: «Siguen los disturbios en Brownsville».

Fet cambió de canal. Wall Street se tambaleaba debido al pánico financiero, a la amenaza de un brote mayor que el de la gripe H1N1 y a una serie de desapariciones recientes de sus agentes.

Los corredores de bolsa estaban sentados y casi petrificados en sus puestos mientras veían cómo se desplomaban los mercados bursátiles.

En el canal NY1, el tema principal era el tráfico. Todas las salidas de Manhattan estaban atestadas de ciudadanos que huían de la isla antes de que fuera declarada la supuesta cuarentena.

En los aeropuertos y estaciones de tren había
overbooking
y estaban produciéndose
escenas totalmente caóticas.

Eph escuchó el vuelo de un helicóptero. Posiblemente fuera la única forma de entrar o salir de Manhattan en aquel momento. Si es que tenías tu propio helipuerto, como Eldritch Palmer.

Encontró un teléfono antiguo detrás de la barra.

Escuchó un áspero tono de marcado y utilizó con paciencia el dial para llamar a Setrakian.

El teléfono repiqueteó
y Nora contestó.

—¿Cómo está Zack? —le preguntó Eph antes de que ella pudiera hablar.

—Mejor. Realmente estaba conmocionado.

—¿Ella no ha regresado?

—No. Setrakian la echó
de la azotea.

—¿De la azotea? ¡Santo Dios! —Eph se sintió indispuesto. Sacó otra jarra y se sirvió otra cerveza con rapidez—. ¿Dónde está Z?

—Arriba. ¿Quieres que vaya a buscarlo?

—No. Será mejor que hable cara a cara con él cuando regrese.

—Creo que tienes razón. ¿Habéis destruido el ataúd?

—No —dijo Eph—. Ha desaparecido.

—¿Qué dices? —preguntó ella.

—Parece que no está herido de gravedad. Realmente no salió tan mal parado. Y vimos algo raro en las paredes. Unos dibujos extraños, pintados con aerosol.

—¿Quieres decir que alguien pintó unos grafitis?

Eph se palpó el bolsillo, y se tranquilizó al cerciorarse de que el Nokia rosa
seguía allí.

—Logré filmar algo, y realmente no sé qué pensar. —Apartó brevemente el teléfono para tomar otro trago de
cerveza—. Sin embargo, te diré algo: la ciudad tiene un aspecto espeluznante. El silencio es total.

—Aquí no —dijo Nora—. Hay un poco de calma ahora que está amaneciendo, pero no durará. El sol ya no parece asustarlos tanto. Se están volviendo cada vez más osados.

—Exactamente —replicó Eph—. Están aprendiendo, se están haciendo más inteligentes. Tendremos que irnos. Hoy mismo.

—Setrakian dijo lo mismo. Por lo de Kelly.

—¿Porque ella sabe dónde estamos ahora?

—Sí. Y eso significa que el Amo también lo sabe.

Eph se llevó la mano a los párpados, intentando mitigar su dolor de cabeza.

—Estamos de acuerdo.

—¿Dónde estás ahora?

—En el distrito financiero, cerca de la estación de Ferry Loop. —No le dijo que estaba en un bar—. Fet le ha echado el ojo a un coche más grande. Iremos a por él
y regresaremos pronto.

—Simplemente... regresad
sanos y salvos, por favor.

—Ése es el plan que tenemos.

Colgó el teléfono y se agachó debajo de la barra. Estaba buscando un recipiente que no fuera de cristal
para servir más cerveza; lo
necesitaba para internarse bajo la superficie terrestre. Encontró una vieja licorera forrada de cuero, y tras retirar el polvo de la tapa de latón, descubrió una botella de brandy de buena calidad, completamente limpia. Seguramente el barman rompía con ella la monotonía de las rondas de cerveza. Lavó la copa, la llenó con cuidado sobre un pequeño fregadero, y escuchó un golpe en la puerta.

Corrió a buscar su espada, y recordó que los vampiros no tenían la costumbre de llamar a las puertas. Pasó a un lado de Fet, avanzando con cautela en dirección a la entrada, miró por la ventana y vio al doctor Everett Barnes, el director de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades.

El médico, entrado en años y aspecto de campesino, no llevaba su uniforme de almirante —el CDC había sido creado originalmente por la Marina de los Estados Unidos—, sino un traje marfil y blanco, y la camisa desabotonada. Parecía como si hubiera salido deprisa, sin terminar su desayuno.

Eph pudo ver la calle a sus espaldas, y todo parecía indicar que Barnes estaba solo, al menos en ese instante. Retiró el cerrojo de la puerta y la abrió.

—Ephraim —dijo Barnes.

Eph lo agarró de la solapa y lo obligó a entrar, cerrando la puerta de inmediato.

—Tú —le dijo, echando un vistazo a la calle—. ¿Dónde están los demás?

El director Barnes se soltó y se colocó bien la chaqueta.

—Han recibido órdenes de mantenerse alejados. Pero pronto estarán aquí; de eso no tengas dudas. Insistí en que necesitaba unos pocos minutos para hablar a solas contigo.

—¡Jesús! —exclamó Eph al observar los tejados de enfrente, antes de retirarse de la ventana—. ¿Cómo han llegado tan rápido?

—Es una prioridad de la cual quiero hablarte. Nadie quiere hacerte daño, Ephraim. Todo esto se ha hecho a petición mía.

Eph se apartó de él y se dirigió a la barra.

—Tal vez seas el único en creer eso.

—Necesitamos que vengas con nosotros —dijo Barnes, siguiéndolo—. Te necesito, Ephraim. Ahora lo sé.

—Mira —replicó Eph, acercándose a la barra y dándose la vuelta—. Tal vez entiendas lo que está sucediendo o tal vez no. No sé si formas parte de todo esto. Es probable que ni siquiera lo sepas. Pero hay alguien detrás de este asunto, alguien muy poderoso, y si me voy con vosotros ahora, sin duda alguna terminaré incapacitado o muerto. O tal vez peor que eso.

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