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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (5 page)

BOOK: Oscura
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Eph se obsesionó cada vez más con Eldritch Palmer, la cabeza del Grupo Stoneheart, uno de los tres hombres más ricos del mundo y a quien había identificado como co-conspirador del Amo. A medida que aumentaban los ataques, duplicándose después de cada noche, y la cepa del virus se propagaba exponencialmente, las noticias insistían en reducirlos a simples «disturbios». Equivalía a decir que una revolución era una protesta aislada. Ellos sabían que no era así, y, a pesar de todo, alguien —tenía que ser Palmer, un hombre con un gran interés en desinformar a la opinión pública estadounidense y al mundo en general— estaba influyendo en los medios de comunicación y en el control del CDC. Sólo su Grupo Stoneheart podía financiar y ejecutar una campaña masiva de desinformación pública sobre el ocultamiento. Eph había decidido en privado que si no podían destruir fácilmente al Amo, ciertamente podrían destruir a Palmer, que no sólo era un anciano enfermo, sino también bastante débil.

Cualquier otro hombre habría fallecido diez años antes, pero la gran fortuna de Palmer y sus recursos ilimitados lo mantuvieron con vida, como un vehículo antiguo que requiere de mantenimiento continuo para seguir funcionando. La vida, conjeturó Eph —el médico—, se había convertido para Palmer en algo parecido a un fetiche. ¿Cuánto tiempo podría seguir viviendo?

La furia que sentía Eph por el Amo —por convertir a Kelly, por trastocar todos sus conocimientos sobre la ciencia y la medicina—, aunque justificada, era impotente, así como también lo sería lanzarle puñetazos a la muerte. Pero el acto de condenar a Palmer —el más cercano colaborador del Amo y su asesor— le daba a Eph una dirección y un propósito muy firmes. Mejor aún, legitimaba su deseo de venganza personal.

Aquel anciano había destrozado la vida de su hijo y le había partido el corazón.

Llegaron a la espaciosa cámara, que era su lugar de destino. Fet preparó
su pistola de clavos y Eph empuñó su espada antes de doblar la esquina.

En el otro extremo de la cámara se encontraba el montículo de tierra y desperdicios. El altar hediondo sobre el cual había reposado el ataúd, el armario laboriosamente tallado que había atravesado el Atlántico en el interior del vientre frío del vuelo 753 de Regis Air, dentro del cual estuvo enterrado el Amo en la marga fría y esponjosa.

El ataúd no estaba allí. Había desaparecido de nuevo, tal como lo había hecho en el hangar vigilado del aeropuerto de La Guardia. La cúspide aplanada y terrosa del altar aún conservaba su impronta.

Alguien —o más probablemente algo— había regresado a buscarlo
antes de que Eph y Fet pudieran destruir el lugar de descanso del Amo.

—Ha estado aquí —dijo Fet, mirando a su alrededor.

Eph sufrió una gran decepción. Quería despedazar el pesado armario, descargar su ira destruyendo algún objeto físico y trastornar el hábitat del monstruo de un modo contundente. Hacerle saber que no se había dado por vencido, y que no se rendiría nunca.

—Aquí —señaló
Fet—. Mira esto.

Un remolino salpicado de colores en la base de la pared lateral, iluminado por los rayos de la lámpara de Fet, reveló un charco de orina fresca. A continuación, Fet iluminó toda la pared con una linterna convencional.

Un mural de grafitis de diseños delirantes y dispuestos al azar cubría todo el muro de piedra. Eph se acercó y observó que la gran mayoría de las figuras eran variaciones de una que tenía seis puntas, las cuales iban de lo rupestre a lo abstracto y a lo sencillamente desconcertante. Había algo en ellos que parecía una estrella; algo que se asemejaba más a una ameba. Los grafitis estaban diseminados por el extenso muro como algo que se replica a sí mismo, llenando la fachada de piedra desde abajo hasta arriba. De cerca, la pintura tenía un olor fresco.

—Esto —dijo Fet, dando un paso atrás para verlo bien— es reciente.

Eph se acercó para observar un glifo en el centro de una de las estrellas más elaboradas. Parecía ser un gancho, una garra o...

—Una luna creciente.

Eph pasó su lámpara de luz negra a través del intrincado dibujo. Invisibles a simple vista, dos formas idénticas se ocultaban en los vectores de la decoración. Y una flecha apuntaba en dirección a los túneles que estaban más allá.

—Podrían estar emigrando —dijo Fet—, señalando el camino...

Eph asintió con la cabeza, y siguió la mirada de Fet.

—La dirección que indica es el sureste.

—Mi padre solía hablarme de estas marcas —dijo Fet—. Jerga de vagabundos, de la época en que llegó a este país después de la guerra. Los dibujos muestran las casas hospitalarias y las que son hostiles: dónde puedes recibir alimento, encontrar una cama, y advertirles a otros sobre el dueño de una casa hostil. A lo largo de
los años, he visto numerosos avisos como éste en bodegas, túneles, sótanos...

—¿Qué significa eso?

—No conozco el idioma. —Miró a su alrededor—. Pero parece señalar ese camino. Veamos si uno de esos teléfonos tiene la batería cargada. Uno que tenga cámara.

Eph escarbó en la parte superior de la pila, encendiendo teléfonos y descartando los malos. Un Nokia rosado con un Hello Kitty que brillaba en la oscuridad vibró en su mano. Eph se lo lanzó a Fet.

Fet le echó un vistazo.

—Nunca he entendido este gato de mierda. Su cabeza es demasiado grande. ¿Cómo puede ser un gato? Míralo. ¿Está enfermo...? Tiene agua por dentro.

—¿Hidrocefalia, quieres decir? —replicó Eph, preguntándose por qué Fet había dicho eso.

Fet desprendió el gato y lo arrojó a la basura.

—Es un mal de ojo. Maldito gato. No me gusta ese gato de mierda.

Sacó
una foto del glifo de la luna creciente, iluminado por la luz índigo, y luego grabó en vídeo el fresco delirante, abrumado por la visión que ofrecía al interior de aquella cámara lúgubre, atormentado por la naturaleza de su transgresión y desconcertado por su significado.

 

 

Y
a era de día cuando salieron. Eph llevaba su espada y el resto del equipo dentro de una bolsa de béisbol que colgaba de su hombro; Fet ocultaba
sus armas en el pequeño maletín rodante que utilizaba para guardar los instrumentos de exterminio y los venenos. Iban vestidos como obreros, sucios por el polvo de los túneles debajo de la Zona Cero.

Con sus aceras semivacías, Wall Street parecía extrañamente tranquila. Las sirenas ululaban en la distancia, como implorando una respuesta que no llegaría. El humo negro se estaba convirtiendo en un elemento permanente en el cielo de la ciudad.

Los pocos transeúntes que pasaron junto a ellos avanzaron con rapidez, y apenas
les
devolvieron el saludo. Algunos llevaban mascarillas, otros tenían la nariz y la boca cubierta con bufandas: estaban desinformados sobre ese «virus» misterioso. La mayoría de las tiendas y locales comerciales estaban saqueados y vacíos, o sin electricidad. Pasaron junto al único supermercado iluminado, pero no se veía a ningún empleado.

En el interior, varias personas sacaban las frutas estropeadas de los puestos delanteros, o los productos enlatados de los estantes casi vacíos de atrás. Cualquier cosa que fuera comestible. La nevera de las bebidas ya había sido vaciada, al igual que la sección de alimentos refrigerados. La caja registradora también estaba desocupada, como un recordatorio de los viejos hábitos que tardan en morir: el dinero no era tan valioso como pronto lo serían el agua y los alimentos.

—Absurdo —murmuró Eph.

––Por lo menos algunas personas aún tienen energía —dijo Fet—. Espera que sus teléfonos y ordenadores
portátiles se descarguen, y descubran que no pueden recargarlos. Entonces comenzarán a gritar.

El semáforo
cambió de la mano roja a la figura blanca caminando, pero no había aglomeraciones de transeúntes dispuestos a cruzar. Manhattan sin peatones no era Manhattan. Eph oía el eco de las bocinas de los automóviles en las principales avenidas, pero las calles secundarias sólo eran recorridas por algún
que otro taxi. Los conductores estaban recostados en los volantes, y los pasajeros esperaban ansiosamente atrás.

Eph y Fet se detuvieron en la acera uno junto al otro, por simple costumbre, cuando el semáforo se puso
en rojo.

—¿Por qué crees que está ocurriendo esto ahora? —preguntó Eph—. Si han estado aquí desde hace tanto tiempo, durante siglos, ¿qué ha ocasionado esta situación?

—Nuestros horizontes de tiempo no son los mismos —dijo Fet—. Calculamos nuestra vida en días y años, con un calendario. Pero él es una criatura nocturna. El cielo es lo único que le preocupa.

—¡El eclipse! —señaló Eph—. Él lo estaba esperando.

—Tal vez signifique algo —dijo Fet—. Representa algo para él...

Un policía de la Autoridad de Tránsito que salía de una estación los observó detenidamente, especialmente a Eph.

—Mierda. —Eph desvió la mirada, pero no con la rapidez ni la espontaneidad adecuada. Aunque las fuerzas policiales se estaban desmoronando, el rostro de Eph había aparecido muchas veces en la televisión, y los ciudadanos la seguían viendo en busca de sugerencias y recomendaciones.

Siguieron caminando y el policía les dio la espalda.

«Sólo es paranoia mía», pensó Eph.

Al otro lado de la esquina, y siguiendo instrucciones precisas, el policía hizo una llamada telefónica.

 

 

El blog de Fet

 

H
OLA
,
MUNDO
.

(O lo que queda de él...).

Yo solía pensar que no hay nada más inútil que escribir un blog.

No podía imaginar una pérdida de tiempo más grande que ésta.

Pues ¿a quién le importa lo que tienes que decir?

Así que no sé de qué se trata realmente.

Pero debo saberlo.

Supongo que tengo dos razones.

La primera es organizar mis pensamientos. Sacarlos de la pantalla de este ordenador
donde pueda verlos y tener quizá una idea de todo lo que está sucediendo. Porque lo que he experimentado en los últimos días es algo que me ha transformado —literalmente— y debo tratar de descifrar quién soy en este momento.

¿La segunda razón?

Simple: descubrir la verdad. La verdad de lo que está sucediendo.

¿Quién soy yo? Un exterminador de oficio. Así que si vives en uno de los cinco distritos de Nueva York, ves una rata en la bañera y llamas al Control de Plagas...

Sí. Soy el tipo que aparece dos semanas después.

Acostumbrabas a dejarme ese trabajo sucio a mí. Librarte de las plagas. Erradicar los bichos.

Pero ya no.

Una nueva plaga se está extendiendo por toda la ciudad, por todo el mundo. Un nuevo tipo de intrusos. Una viruela espantosa se cierne sobre la raza humana.

Estas criaturas están anidando en tu sótano.

En tu ático.

En las paredes.

Ahora, aquí viene lo bueno.

La mejor forma de erradicar una plaga —de ratas, ratones o cucarachas— es eliminando la fuente de alimento.

De acuerdo.

¿El verdadero problema consiste en la fuente de alimentos de esta nueva cepa?

Así es.

Somos nosotros.

Tú y yo.

Mira, en caso de que no te hayas dado cuenta todavía, tenemos mogollón
de problemas aquí.

 

 

Condado de Fairfield, Connecticut

 

E
L PEQUEÑO EDIFICIO
era uno de los doce que había al final de la carretera derruida, un complejo de oficinas que se había ido a pique incluso antes de ser golpeado por la recesión. Conservaba el cartel del inquilino anterior —Industrias R. L.—, un agente
de furgones blindados, y como era de esperar, estaba rodeado por una gruesa valla
metálica de tres metros de altura. Se entraba con una tarjeta a través de una puerta electrónica.

El Jaguar de color crema del doctor y una flota de vehículos negros dignos de la comitiva
de un mandatario ocupaban la mitad del garaje. La parte que correspondía a la oficina había sido habilitada como un pequeño quirófano, dedicado al servicio de un solo paciente.

Eldritch Palmer estaba en la sala de reanimación, despertando de las habituales molestias postoperatorias. Se despertó lentamente pero con decisión, pues a fin de cuentas ya estaba habituado al oscuro tránsito de la recuperación de la consciencia. Su equipo médico conocía bien la combinación adecuada de sedantes y anestesia. Ya no lo sedaban mucho, pues era demasiado arriesgado a su avanzada edad. Y Palmer se recuperaba con mayor rapidez cuanta menos anestesia le aplicaran.

Permanecía conectado a unas máquinas que monitoreaban la eficacia de su nuevo hígado. El donante había sido un prófugo salvadoreño, a quien le habían hecho pruebas para cerciorarse de que no sufría enfermedades, drogadicción ni alcoholismo. Se trataba de un órgano rosado-marrón sano y joven, con forma triangular, y su tamaño era similar al de un balón de fútbol americano. Había llegado recientemente en un avión a reacción, menos de catorce horas después de su extracción, y ese trasplante
era, según las cuentas del propio Palmer, su séptimo hígado. Su cuerpo los rechazaba del mismo modo que las máquinas de café lo hacían con los filtros.

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