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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (7 page)

BOOK: Oscura
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—Estoy ansioso por oírte, Ephraim; escucharé con atención lo que tengas que decir. Reconozco que cometí un error. Sé que ahora estamos en las garras de algo totalmente devastador y de consecuencias insospechadas, algo que no pertenece a este mundo.

—No es de otro mundo, sino de éste. —Eph tapó la licorera.

Fet estaba detrás de Barnes.

—¿Cuánto tiempo falta para que entren? —preguntó.

—No mucho —dijo Barnes, sin saber quién era aquel exterminador de porte imponente y con el mono sucio. Barnes concentró su atención en Eph y en la copa—. ¿Te parece que es un buen momento para beber?

—Ahora más que nunca —dijo Eph—. Sírvete si quieres. Te recomiendo la cerveza negra.

—Mira, sé que has pasado por muchas situaciones difíciles últimamente.

—Everett, realmente no me importa lo que pueda pasarme. No se trata de mí, y será infructuoso que apeles a mi ego. Lo que realmente me preocupa son estas verdades a medias o, mejor dicho, las patrañas que se publican bajo los auspicios del CDC. ¿Ya no eres un servidor del pueblo, Everett? ¿Sólo del gobierno?

El director Barnes hizo una mueca.

—De los dos, necesariamente.

—Débil —replicó Eph—, un inepto, eso es lo que eres. Incluso un criminal, en las circunstancias actuales.

—Por eso necesito que me acompañes, Ephraim. Necesito tu testimonio de primera mano, tu experiencia.

—¡Es demasiado tarde! ¿Ni siquiera te das cuenta de eso?

Barnes retrocedió un poco, con sus ojos puestos en Fet.

—Tenías razón sobre Bronxville. Lo hemos sellado.

—¿Sellado? —preguntó Fet—. ¿Cómo?

—Con una valla de alambre.

Eph se echó a reír con amargura.

—¿Con una valla de alambre? ¡Por Dios, Everett! Eso es exactamente a lo que me refiero. Estás anticipándote a la percepción pública frente al virus, pero no a la amenaza en sí. ¿Vas a ofrecerles seguridad con lemas publicitarios? ¿Con vallas o símbolos? Ellos no tardarán en hacerlos añicos.

—Entonces dime qué debo hacer. ¿Qué me recomiendas?

—Empieza por destruir los cadáveres. Es el paso número uno.

—¿Destruir los...? Sabes que no puedo hacer eso.

—Entonces nada de lo que hagas surtirá efecto. Tienes que enviar un contingente
militar a que recorra el lugar y elimine a todos y a cada uno de los portadores. Luego debes ampliar la operación al sur, aquí en la ciudad, y en todo Brooklyn y el Bronx...

—Estás hablando de asesinatos en masa. Piensa en las imágenes...

—Eres tú quien tiene que pensar en los hechos, Everett. Yo también soy médico. Nos estamos enfrentando a una realidad completamente distinta.

Fet se acercó de nuevo a la puerta, para cerciorarse de que no hubiera movimientos extraños en la calle.

—Ellos no te han enviado para que os ayude. Lo que quieren es que te acompañe para poder neutralizarnos a mí y a las personas que me rodean. Esto —dijo, sacando la espada de plata del arsenal portátil de su bolsa— es mi bisturí ahora. La única forma de curar a estas criaturas es liberándolas, y sí, eso significa una verdadera masacre. Los tratamientos médicos son inútiles. ¿Realmente quieres ayudar? Entonces ve y divúlgalo por la televisión. Cuéntales la verdad.

Barnes miró a Fet.

—¿Y quién es este que te acompaña? Esperaba verte con la doctora Martínez.

A Eph le pareció extraña la forma en que Barnes pronunció el nombre de Nora. Pero no pudo darle vueltas al asunto. Fet se acercó a ellos. Estaba inquieto.

—Ahí vienen —les dijo.

Eph se dirigió a la puerta y vio unas furgonetas que se detenían para cerrar la calle en ambas direcciones. Fet pasó a su lado y agarró a Barnes del hombro; se lo llevó a una mesa de atrás y lo sentó en un rincón. Eph agarró la bolsa de béisbol y le entregó la maleta a Fet.

—Por favor —exclamó Barnes—. Os lo suplico... Puedo protegeros.

—Escucha —prorrumpió Fet—: acabas de convertirte oficialmente en un rehén, así que cierra el pico de una puñetera
vez. —Miró a Eph, y le preguntó—: ¿Y ahora qué? ¿Cómo hacemos para evitar que entren? Los agentes del FBI son inmunes a la luz UVC.

Eph recorrió la cervecería con la mirada buscando alguna alternativa. Los cuadros colgaban de las paredes y atiborraban los estantes detrás de la barra. Retratos de Lincoln, Garfield, McKinley, y un busto de John F. Kennedy, todos ellos presidentes asesinados, como
testigos del paso de un largo siglo. Muy cerca, entre otras curiosidades
—un fusil de caza, una taza para la espuma de afeitar y algunas esquelas enmarcadas—, colgaba una daga de plata.

A su lado había un cartel: «Estábamos aquí antes de que vosotros nacierais».

Eph saltó detrás de la barra con rapidez. Retiró con una patada el serrín
de la aldaba en forma de hocico de toro incrustada en el suelo
desgastado de madera.

Fet se acercó y le ayudó a levantar la trampilla.

El olor les dijo lo que necesitaban saber: olía a amoniaco fresco y pungente.

—Ellos sólo vendrán a por vosotros —dijo el director Barnes, sentado todavía
en el rincón.

—A juzgar por el olor, no se lo
recomendaría —respondió Fet, bajando por la escalera subterránea.

—Everett —dijo Eph, encendiendo su lámpara Luma antes de iniciar el descenso—, en caso de que aún tengas dudas, permíteme que sea perfectamente claro ahora: dimito.

Eph siguió a Fet, iluminando los estantes inferiores con su lámpara, cuya luz tenía una tonalidad índigo y etérea. Fet se estiró para cerrar la portezuela.

—Deja eso —susurró Eph—. Si él es tan sucio como supongo, seguramente ya está corriendo hacia la puerta.

Fet desistió, y la trampilla
permaneció abierta.

El techo era bajo, y los desechos de tantas décadas —toneles y barriles viejos, unas cuantas sillas desvencijadas, varios estantes repletos de vasos vacíos y un viejo lavaplatos industrial— reducían el espacio del pasillo. Fet sujetó unas bandas de goma gruesa alrededor de los tobillos y en los puños de su chaqueta, un truco de sus días de exterminador, cuando colocaba cebos en apartamentos infestados de cucarachas, y que había aprendido del modo más desagradable. Le pasó unas a Eph.

—Para los gusanos —le dijo, subiéndose el cierre de la chaqueta.

Eph avanzó por la superficie de piedra y empujó una puerta lateral que conducía a una vieja habitación que hacía las veces de bodega, ahora caliente y desierta. Luego vio una puerta de madera con un pomo ovalado
y el polvo asentado en el suelo que ya no perturbaba el ventilador. Fet hizo un gesto con la cabeza y Eph la abrió de un golpe.

Eph había aprendido que no podía titubear ni pensar mucho antes de actuar. No podías darles tiempo a que se reunieran y tomaran la delantera, porque está en su naturaleza el sacrificarse para que los demás tengan una oportunidad
contigo. Ante la posibilidad de enfrentarte a aguijones que pueden extenderse casi dos metros, y a su extraordinaria visión nocturna, nunca puedes dejar de moverte hasta que el último de los monstruos haya sido destruido.

El cuello era su punto débil, como la garganta de sus presas lo era para ellos. Cercénales la columna vertebral y destruirás su cuerpo y al ser que lo habita. Una pérdida significativa de sangre blanca tiene el mismo efecto, aunque el derramamiento de sangre es mucho más peligroso, pues los gusanos capilares que logran escapar vivos buscan nuevos cuerpos huéspedes para invadirlos. Por eso
Fet se colocaba siempre bandas de goma en los puños.

Eph aniquiló a los dos primeros del modo que le había resultado más efectivo: utilizando la lámpara UVC como una antorcha para repeler a las bestias, arrinconándolas contra la pared para luego rematarlas con la espada y darles el golpe de gracia. Al herirlos, las armas de plata producían en los vampiros algo semejante al dolor humano y quemaduras de luz ultravioleta en su ADN, como si se tratara de un lanzallamas.

Fet utilizó la pistola neumática, descerrajándoles clavos de plata en sus rostros para cegarlos o desorientarlos y luego rebanarles sus cuellos distendidos. Los gusanos fugitivos se deslizaron por el suelo húmedo, Eph mató a algunos de ellos con su lámpara UVC, y otros encontraron su destino fatal bajo las suelas de las botas de Fet, quien tras pisotearlos recogió algunos en un pequeño frasco que tenía en su maletín.

—Para el viejo —dijo, antes de continuar con su labor de exterminio.

Oyeron una multitud de pasos y voces allá arriba, en el bar, cuando entraron a la habitación contigua.

Uno de ellos atacó a Eph desde un costado —todavía con su delantal de barman, y sus ojos desmesuradamente abiertos y hambrientos—. Eph le lanzó un mandoble
de revés, haciendo retroceder a la criatura con la luz de su lámpara. Eph estaba aprendiendo a ignorar sus sentimientos misericordiosos. El vampiro chilló lastimosamente en un rincón mientras Eph lo acorralaba para rematarlo.

Otros dos, tal vez tres, huyeron por la puerta lateral tan pronto vieron la luz índigo. Un grupo
se mantuvo agazapado bajo los estantes rotos con la intención de atacar.

Fet se acercó a Eph con su lámpara en la mano, agarrándolo firmemente del brazo cuando éste se disponía a atacar a los vampiros. Eph respiraba con dificultad, así que el exterminador procedió con profesionalidad, concentrado y sin el menor remordimiento.

—Espera —le dijo Fet—. ¡Déjaselo a los agentes del FBI que acompañan a Barnes!

Eph captó la idea de Fet y dio marcha atrás, enfocando los rayos de su lámpara hacia ellos.

—¿Y ahora qué?

—Los otros han huido. Debe de haber una salida...

Eph miró la puerta de al lado.

—Más te vale que estés en lo cierto.

 

 

F
et tomó la delantera, siguiendo el rastro de orina seca que resplandecía bajo la luz fluorescente de sus lámparas. Los cuartos de atrás daban paso a una serie de bodegas, conectadas por túneles antiguos excavados a mano. Los rastros de amoniaco estaban completamente desperdigados, Fet siguió uno y cambió de dirección en un cruce.

—Me gusta esto —dijo, golpeándose las botas para quitarse el barro—. Es como las ratas cuando cazan, que siguen el rastro. La luz ultravioleta lo hace posible.

—Pero ¿cómo conocen estas rutas?

—Ellos han estado explorando en busca de alimentos. ¿Nunca has oído hablar del reglamento
Volstead?

—¿Volstead? ¿Te refieres a la ley Volstead de la Prohibición?

—Los restaurantes, bares y tabernas tuvieron que adecuar sus bodegas y pasar a la clandestinidad. Esta ciudad crece continuamente. Suma todas las antiguas bodegas y casas provistas de túneles a las redes de canalización de agua y alcantarillado... Hay quienes afirman que puedes pasar de cualquier punto a otro de la ciudad, de una manzana
y de un barrio a otro, exclusivamente bajo tierra.

—La casa de Bolívar —insinuó Eph, recordando a la estrella del rock, uno de los cuatro supervivientes
del vuelo 753—. Su residencia era una antigua casa de contrabandistas, con un sótano secreto donde se fabricaba ginebra, que
estaba conectado con los túneles del metro que se extendían abajo.

—¿Cómo sabes hacia dónde se dirigen? —preguntó Eph, examinando uno de los túneles.

Fet señaló otra inscripción de vagabundos grabada en la piedra, probablemente hecha por la uña endurecida en forma de garra característica de las criaturas.

—Aquí hay algo. Es lo único que sé con certeza. Pero apuesto a que van a la estación Ferry Loop, que está a menos de una o dos manzanas
de distancia.

 

 

Nazareth, Pensilvania

 

A
UGUSTIN
...

Augustin Elizalde se puso de pie. Permaneció sumergido en la oscuridad más absoluta. Era una negrura comparable a la de la tinta, sin el menor rastro de luz. Como el firmamento cuando no hay estrellas. Parpadeó para asegurarse de que sus ojos estaban abiertos y que aún los tenía en su sitio. Pero no vio cambio alguno.

¿Así era la muerte? Ningún lugar podía ser más oscuro.

Debía serlo. Estaba jodidamente muerto.

O tal vez lo habían convertido. ¿Era un vampiro ahora, incluido su cuerpo, sólo que una vieja parte de él estaba encerrada en la oscuridad de su mente, como un prisionero en un ático? Tal vez la frialdad que sentía y la dureza del suelo bajo sus pies eran sólo trucos compensatorios de su cerebro. Estaba encerrado para siempre dentro de su cabeza.

Se agachó un poco, tratando de comprobar su existencia mediante el movimiento y la impresión sensorial. Se sintió mareado debido a la ausencia de un punto focal, y apartó los pies. Estiró la mano y saltó, pero no logró tocar techo alguno. Una brisa ocasional y suave ondulaba su camisa. Olía a barro, a tierra. Estaba bajo tierra. Enterrado vivo.

Augustin...

Su madre lo llamaba una vez más como en un sueño.

—¿Mamá?

Su voz rebotó en un eco sorprendente. La recordaba a ella tal como la había dejado: sentada en el armario de su dormitorio, al lado de un montón de ropa. Mirándolo con la sed lasciva de una recién convertida.

––
Vampiros —dijo un anciano.

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