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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia ficción

Oveja mansa (18 page)

BOOK: Oveja mansa
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A lo largo de los siguientes días quedó claro que prácticamente no había difusión de información en un rebaño de ovejas. Apenas había tampoco ninguna moda.

—Quiero observarlas durante unos cuantos días —dijo Ben—. Necesitamos establecer cuáles son sus pautas normales de difusión de información.

Observamos. Las ovejas pastaban en la hierba seca, daban un paso o dos, pastaban un poco más, daban otros pocos pasitos, seguían pastando. Habría parecido un cuadro pastoral de no ser por sus caras largas de mirada vacía, y por la lana.

No sé quién fomentó la creencia de que las ovejas son blancas como nubes. Tenían más bien el color de una fregona vieja y la misma cantidad de tierra.

Pastaron un poco más. Periódicamente una de ellas dejaba de mordisquear y trotaba por el borde del corral, buscando un precipicio del que caerse, y luego volvía a pastar. Una vez, una de ellas vomitó. Algunas pastaban siguiendo la cerca. Cuando llegaban a una esquina se quedaban allí, incapaces de imaginar cómo volverse, y seguían pastando, comiéndose la hierba hasta la tierra. Luego, a falta de ideas mejores, se comían la tierra.

—¿Estás segura de que las ovejas son un mamífero superior? —preguntó Ben, apoyado en la cerca con la barbilla sobre las manos, observándolas.

—Lo siento mucho. No tenía ni idea de que las ovejas fueran tan estúpidas.

—Bueno, en realidad una estructura simple de conducta podría jugar a nuestro favor. El problema de los macacos es que son listos. Su conducta es complicada, con un montón de cosas actuando simultáneamente: dominio, interacción familiar, galanteo, comunicación, aprendizaje, estructura de atención. Hay tantos factores operando de forma simultánea que el problema es tratar de separar la difusión de información de las otras conductas. Con menos conductas, será más fácil ver la difusión de información.

«Si es que hay alguna», pensé yo, observando las ovejas. Una de ellas dio un paso, pastó, dio dos pasos más, y luego aparentemente se olvidó de lo que estaba haciendo y se quedó mirando la nada.

Llegó Flip. Llevaba un uniforme de camarera con un cordoncillo rojo en el cuello, las palabras «Don's Diner» bordadas en rojo en el bolsillo, y un papel en la mano.

—¿Encontraste trabajo? —preguntó Ben, esperanzado. Ojos en blanco. Suspiro. Meneo de pelo.

—No-o-o.

—Entonces ¿por qué llevas un uniforme? —pregunté yo.

—No es un uniforme. Es un vestido diseñado para parecer un uniforme. Porque tengo que hacer todo el trabajo aquí. Es una declaración. Tienen que firmar esto —dijo, tendiéndome el papel y asomándose a la cerca—. ¿Éstas son las ovejas?

El papel era una petición para que prohibieran fumar en el aparcamiento.

—Una persona que fuma un cigarrillo al día en un aparcamiento de mil metros no produce humo de segunda mano en concentración suficiente para preocuparse —dijo Ben.

Flip agitó el pelo, los cordoncillos se sacudieron salvajemente.

—Humo de segunda mano no —dijo, disgustada—. Contaminación atmosférica.

Se marchó, y nosotros continuamos observando. Al menos la falta de actividad nos daba tiempo de sobra para establecer nuestros programas de observación y revisar la bibliografía.

No había mucha. Un biólogo de William and Mary había observado un rebaño de quinientas y llegó a la conclusión de que tenían un «fuerte instinto de rebaño», y un investigador de Indiana había identificado cinco formas distintas de comunicación merina (los
bees
estaban listados fonéticamente), pero nadie había hecho experimentos activos de aprendizaje. Sólo habían hecho lo que hacíamos nosotros: observarlas morder, trotar, cagar y vomitar.

Tuvimos tiempo de sobra para charlar sobre el pelo corto y la teoría del caos.

—Lo sorprendente es que los sistemas caóticos no siempre permanecen siendo caóticos —dijo Ben, apoyándose en la cerca—. A veces se reorganizan espontáneamente para formar una estructura ordenada.

—¿De pronto se vuelven menos caóticos? —dije yo, deseando que eso sucediera en HiTek.

—No, ésa es la cuestión. Se vuelven más y más caóticos, hasta que llegan a una especie de masa crítica caótica. Cuando eso sucede, se reorganizan espontáneamente en un nivel de equilibrio superior. Se llama estado crítico auto-organizado.

Por lo visto, teníamos una buena racha. Dirección promulgaba memorandos, las ovejas se enganchaban la cabeza en la cerca, la puerta y bajo el abrevadero, y Flip venía periódicamente a colgarse de la verja entre el corral y el laboratorio para menear el pestillo monótonamente arriba y abajo y poner cara de enferma de amor.

Al tercer día quedó claro que las ovejas no iban a iniciar ninguna moda. Ni a aprender a pulsar un botón para alimentarse. Ben había emplazado el aparato a la mañana siguiente de que consiguiéramos las ovejas e hizo varias demostraciones; se puso a cuatro patas y pulsó el botón ancho y plano con la nariz. Cada vez cayeron bolitas de comida, y Ben metió la cabeza en el pesebre e hizo ruidos como de masticar. Las ovejas lo observaron impasibles.

—Vamos a tener que obligarlas a hacerlo —dije. Habíamos mirado los vídeos del día en que llegaron y vimos cómo habían bajado del camión. Las ovejas se habían apretujado y retrocedido hasta que una acabó por caerse de la rampa. Las otras cayeron inmediatamente a toda prisa—. Si podemos enseñárselo a una, sabemos que las demás la seguirán.

Resignado, Ben fue a buscar el ronzal.

—¿Cuál?

—Esa no —dije, señalando la oveja que había vomitado. Las miré, buscando en ellas signos de inteligencia y viveza. No parecía haber muchos—. Ésa, supongo.

Ben asintió, y nos encaminamos hacia ella con el ronzal. La oveja masticó pensativa un momento y luego corrió hacia el rincón más lejano. Todo el rebaño la siguió, saltando unas sobre otras en su ansia por llegar a la pared.

—«Y las ratas salieron corriendo de las casas» —murmuré.

—Bueno, al menos están todas en una esquina —dijo Ben—. Podré ponerle el ronzal a una.

Ni hablar, aunque pudo agarrarse a un puñado de lana y llegar hasta casi la mitad del corral.

—Creo que las está asustando —dijo Flip desde la verja. Se había pasado allí colgada media mañana, meneando amorosamente el pestillo arriba y abajo y hablándonos de Darrell el dentista.

—Ellas me están asustando a mí —contestó Ben, sacudiéndose los pantalones de pana—, así que estamos en paz.

—Tal vez deberíamos intentar engatusarlas —comenté yo. Me agaché—. Ven aquí —dije, con la voz infantil que la gente utiliza con los perros—. Vamos. No te haré daño.

La oveja me miró desde la esquina, masticando impasible.

—¿Qué hacen los pastores cuando guían sus rebaños? —preguntó Ben.

Traté de recordarlo de las películas.

—No lo sé. Se limitan a caminar delante y las ovejas los siguen.

Probamos con eso. También tratamos de colocarnos a ambos lados de una oveja y empujar el rebaño desde el extremo opuesto, por si los animales corrían en sentido contrario y uno de ellos chocaba accidentalmente con el botón.

—Tal vez no les gusten esas bolitas de comida —dijo Flip.

—Tiene razón, ¿sabes? —dije yo, y Ben me miró, incrédulo—. Necesitamos saber más sobre sus hábitos alimenticios y sus habilidades. Llamaré a Billy Ray a ver cómo son.

Contacté con el servicio de mensajes de Billy Ray.

—Pulse el uno si quiere el rancho, pulse el dos si quiere el granero, pulse el tres si quiere el corral de las ovejas.

Billy Ray no estaba en ninguno de los tres sitios. Iba camino de Casper.

Volví al laboratorio, les dije a Bennett y a Flip que me iba a la biblioteca, y me marché.

El clon de Flip estaba en el mostrador, con una banda de cinta adhesiva en la cabeza y la marca de una
i
.

—¿Tienen libros sobre ovejas? —le pregunté.

—¿Cómo se escribe?

—Sin hache. —Ella siguió en blanco—. Con uve.


El enjambre
—leyó ella en la pantalla—.
Los zánganos y la miel de
...


Ovejas
—repetí—. Con
uve
.

—Oh —ella tecleó el nombre, corrigiéndolo varias veces—.
El misterio de la oveja perdida
—leyó—.
Seis ovejas tontas van de compras, El síndrome de la oveja negra
.

—Libros sobre ovejas —dije—. Cómo se crían y se entrenan.

Ella puso los ojos en blanco.

—No me lo había dicho.

Finalmente conseguí que me dijera en qué estante se encontraban y saqué:
Cría de ovejas como diversión y negocio; Historias de un pastor australiano; Nueve sastres
, de Dorothy Sayer,
Nueve sastres
que, según recordaba, hablaba de ovejas;
Tratamiento y cuidado de las ovejas;
y, recordando la sarna de las ovejas de Billy Ray,
Enfermedades de las ovejas comunes
. Los llevé al mostrador.

—Aquí consta que debe un libro —dijo—.
Sobras completas
de Robert Browning.


Obras
—dije yo—.
Obras completas
. Ya pasamos por esto la última vez. Lo devolví.

—Aquí no pone eso. Dice que tiene una multa de dieciséis cincuenta. Dice que lo sacó usted el pasado marzo. No pueden sacarse más libros cuando la multa sobrepasa los cinco dólares.

—Devolví el libro —contesté, y puse sobre el mostrador veinte dólares.

—Además, tiene que pagar el coste del nuevo libro —dijo ella—. Son cincuenta y cinco con noventa y nueve.

Sé cuándo darme por vencida. Le firmé un cheque y le llevé los libros a Ben. Los repasamos.

No nos dieron muchos ánimos. «Con el calor, las ovejas se acurrucan juntas y se mueren sofocadas», decía
Cría de
ovejas como diversión y etcétera
, y «En ocasiones, las ovejas se tumban de espaldas y no son capaces de levantarse».

—Escucha esto —dijo Ben—. «Cuando se asustan, las ovejas pueden chocar contra los árboles y otros obstáculos.»

No había nada sobre estrategias excepto: «Mantener las ovejas dentro de una cerca es mucho más fácil que volverlas a meter.»

Pero había un montón de información sobre su manejo que nos habría venido bien antes.

Nunca hay que tocar la cara de una oveja ni rascarla tras las orejas, y el pastor australiano comentaba: «Tirar el sombrero al suelo y pisotearlo no sirve para otra cosa que para estropear el sombrero.»

—«Lo que más temen las ovejas es estar atrapadas» —le leí a Ben.

—Y ahora me lo dices.

Y algunos de los consejos, al parecer, no eran nada dignos de confianza.

«Quédate sentado y quieto —decía
Tratamiento y cuidado
—, y las ovejas sentirán curiosidad y vendrán a ver qué estás haciendo.»

No lo hicieron, pero el pastor australiano tenía un método práctico para llevar una oveja a donde querías.

—«Apóyate sobre una rodilla junto a la oveja» —leí.

Ben obedeció.

—«Coloca una mano sobre la grupa» —leí—. Es la zona de la cola.

—¿Sobre la cola?

—No. Un poco por detrás de las caderas.

Shirl salió al porche, encendió un cigarrillo, y luego se acercó a la verja para observarnos.

—«Colócale la otra mano bajo el morro. Cuando tengas la oveja sujeta de esta forma, no podrá escapar, ni avanzar o retroceder.»

—Hasta ahora, muy bien —dijo Ben.

—Ahora, «agarra el morro firmemente y empuja la grupa con cuidado para que avance la oveja.» —Bajé el libro y observé—. «Se consigue que pare tirando con la mano que está bajo el morro.»

—Muy bien —dijo Ben, incorporándose lentamente—. Allá va.

Dio un suave empujón al culito lanudo. La oveja no se movió.

Shirl dio una larga calada a su cigarrillo, sin dejar de toser, y sacudió la
cabeza
.

—¿Qué estamos haciendo mal? —preguntó Ben.

—Eso depende —contestó ella—. ¿Qué intentan hacer?

—Bueno, lo que quiero es enseñarle a la oveja a pulsar un botón para comer —dijo él—. Por ahora me conformaría con que alguna estuviera en la misma zona del corral que el dispensador de comida.

Había estado agarrando a la oveja y empujado todo el tiempo, pero la oveja al parecer funcionaba con algún tipo de mecanismo retardado. Dio dos pasos dóciles hacia delante y empezó a cabecear.

—No le sueltes el morro —dije yo, cosa que era más fácil de decir que de hacer.

Los dos nos lanzamos al cuello. Solté el libro y agarré un puñado de lana. Ben recibió una patada en el brazo. La oveja dio un salto tremendo y se plantó en mitad del rebaño.

—Suelen hacer eso —dijo Shirl, exhalando humo—. Cada vez que se las separa del rebaño; se lanzan de cabeza a él. El instinto gregario se impone. Pensar por uno mismo es demasiado aterrador.

Los dos nos acercamos a la verja.

—¿Entiende de ovejas?—preguntó Ben.

Ella asintió, chupando su cigarrillo.

—Sé que son los bichos más tontos, testarudos y pesados del planeta.

—Eso ya lo hemos descubierto.

—¿Cómo es que entiende de ovejas? —pregunté yo.

—Me crié en un rancho de ovejas, en Montana.

Ben dio un suspiro de alivio.

—¿Puede decirnos qué tenemos que hacer? —le pregunté—. No podemos conseguir que estas ovejas hagan nada.

Ella dio una larga calada.

—Necesitan una mansa —dijo.

—¿Una mansa? —preguntó Ben—. ¿Qué es eso? ¿Un tipo especial de ronzal?

Ella sacudió la cabeza.

—Una líder.

—¿Como un perro pastor? —dije yo.

—No. Un perro puede acosar y guiar y mantener las ovejas a raya, pero no puede hacer que le sigan. Una mansa es una oveja.

—¿De una raza especial?

—No. De la misma raza. La misma clase de oveja, aunque con algo que hace que el resto del rebaño la siga. Normalmente es una vieja hembra, y algunos creen que ese algo tiene que ver con las hormonas, otros piensan que con su aspecto. Un maestro mío decía que nacen con capacidad para el liderato.

—Estructura de atención —dijo Ben—. Los monos machos dominantes la tienen.

—¿Qué le parece? —dije yo.

—¿A mí? —dijo ella, mirando cómo el humo de su cigarrillo se levantaba en volutas—. Creo que una mansa es igual que cualquier otra oveja, pero peor. Un poco más hambrienta, un poco más rápida, un poco más ansiosa. Quiere comer, refugiarse y aparearse primero, así que siempre va delante —se detuvo para darle una calada al cigarrillo—. No mucho. Si va muy por delante, el rebaño tendrá que buscar a otra, y eso significa pensar por sí mismos. Sólo un poquito, porque ni siquiera saben que las están guiando. Y la mansa no sabe que las guía.

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