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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia ficción

Oveja mansa (14 page)

BOOK: Oveja mansa
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—Bien, escucha, voy camino a las Rocosas ahora mismo y... espera. Paso por un túnel. Te llamaré en cuanto termine de atravesarlo.

Hubo un zumbido, y un chasquido.

Colgué el teléfono y me quedé allí sentada, sobre la cama violeta de Gina, preguntándome cómo llegaba a atender el rancho Billy Ray cuando nunca estaba allí. También reflexioné sobre el atractivo de la Barbie.

Parte de su éxito se debe a que se ha suscrito a otras modas a lo largo de los años. A mediados de los sesenta, Barbie llevaba el pelo liso y ropa de Carnaby Street, en los sesenta ropa del baúl de la abuela, en los ochenta leotardos y calentadores.

Hoy en día hay Barbies astronautas y Barbies ejecutivas, e incluso una doctora, aunque es difícil imaginar a la muñeca superando el instituto, no digamos ya la facultad de medicina.

Al parecer Billy Ray se había olvidado de mí, y lo mismo había hecho la madre de Peyton. Abrió la puerta, dijo: «... y quiero que permanezcas expulsada hasta que decidas relacionarte con tus semejantes», y empujó al interior a una Peyton cubierta de yogur.

Ninguna de las dos me vio, sobre todo Peyton, que se lanzó contra la puerta, la cara colorada y sollozando, y luego, cuando quedó claro que no iba a funcionar, se tumbó a cuatro patas junto a la cama y sacó una libreta y ceras de colores.

Se sentó cruzada de piernas en mitad del suelo, abrió la caja de las ceras, seleccionó una rosa, y empezó a dibujar. —Hola —dije, y me alegró ver que daba un salto de un palmo—. ¿Qué estás haciendo?

—No se puede hablar cuando estás expulsada —contestó ella.

«Tampoco puedes colorear», pensé, deseando que Billy Ray recordara que debía volver a llamarme.

Ella escogió una cera verde y se inclinó sobre la libreta, dibujando ansiosamente. Trasladé el teléfono al otro lado de la cama para poder ver el dibujo.

—¿Qué estás dibujando? ¿Una mariposa?

Ella puso los ojos en blanco.

—No-o-o. Es una historia.

—¿Una historia? —pregunté yo, ladeando la cabeza para verlo mejor—. ¿Sobre qué?

—Sobre
Barbie
—suspiró, clavadita a Flip, y escogió una cera azul claro.

«¿Por qué sólo las cosas horribles se convierten en moda? —pensé—. Poner los ojos en blanco, las Barbies y el pudín de pan. ¿Por qué nunca la tarta de chocolate y queso o pensar por ti misma?»

Miré con más atención el dibujo. Parecía más un diagrama de Mandelbrot que una historia. Era una especie de mapa, o tal vez un diagrama, con muchas líneas de diminutas estrellas lavanda y símbolos rosa en zigzag que se cruzaban por todo el papel. Obviamente, Peyton había trabajado en el tema durante bastantes expulsiones.

—¿Qué es esto? —dije, señalando una fila de zigzags púrpura.

—Mira —contestó ella, colocando la libreta y los lápices de cera sobre mi regazo—. Barbie fue a su casa de la playa de Malibú —trazó una línea de olitas azules sobre los zigzags—. Está muy lejos. Tuvieron que ir en su Jaguar.

—¿Y es esta línea? —le pregunté, señalando las olitas azules.

—No-o-o —contestó ella, irritada con tantas interrupciones—. Eso representa lo que llevaba puesto. Verás, cuando va a su casa de la playa de Malibú se pone el sombrero azul. Así que todos fueron a la casa de Malibú —dijo, haciendo caminar su lápiz sobre el papel como si fuera una muñeca—, y Barbie dijo «Vamos a nadar», y yo dije «Vale, vamos», y...

Hubo una pausa mientras Peyton buscaba una cera naranja.

—Y Barbie dijo, «¡Vamos!», y nos fuimos a nadar —
y
empezó a dibujar una fila de rápidos zigzags laterales.

—¿Eso es su bañador?

—No-o-o. Ésa es Barbie.

«¿Barbie? —pensé, preguntándome por el simbolismo de los zigzags—. Por supuesto. Los zapatos de tacón de Barbie.»

—Así que al día siguiente —dijo Peyton, seleccionando un amarillo anaranjado, y dibujó unos soles con puntas—, Barbie dijo, «Vamos de compras», y yo dije, «Vale, vamos», y ella dijo, «Vamos a montar en nuestras motos», y yo dije...

Billy Ray salió del túnel, y yo descolgué el teléfono casi antes de que sonara.

—¿Así que vas camino de Denver? —pregunté.

—No. En dirección contraria. Hacia Durango. Conferencia sobre teleconferencias. Estaba pensando en ti y pensé en llamarte. ¿Alguna vez te da por querer hacer algo aparte de lo que estás haciendo?

—Sí —dije fervientemente, leyendo los nombres de las barritas de cera que Peyton había descartado. Litorina. Verde gritón. Azul cerúleo.

—... así que Barbie dijo, «Hola, Ken», y Ken dijo, «Hola, Barbie, ¿quieres salir conmigo?» —dijo Peyton, muy ocupada dibujando rayas.

—Yo también —dijo Billy Ray—. He estado pensando, ¿es esto lo que realmente quiero?

—¿No salió lo de las ovejas?

—¿Las Targhees? No, van bien. Es todo esto del rancho. Es tan solitario.

«A pesar del fax e Internet y el teléfono móvil», pensé.

—... así que Barbie dijo, «No quiero estar expulsada» —dijo Peyton, empuñando un lápiz negro—. «Muy bien —dijo la madre de Barbie—, no tienes por qué».

—¿Tienes alguna vez la sensación... —dijo Billy Ray— de... no sé cómo llamarlo...?

«Yo sí —pensé—. Escozor.» ¿Y eso significa que esta sensación incómoda de insatisfacción es también una especie de moda, como los tatuajes y las violetas? Y si era así, ¿cómo empezaba?

Me enderecé en la cama.

—¿Cuándo empezaste exactamente a tener esa sensación? —le pregunté, pero el teléfono móvil empezó a emitir un desagradable zumbido.

—Otro túnel —contestó Billy Ray—. Ya hablaremos un poco más cuando vuelva. Hay algo que quiero... —y el teléfono se apagó.

La madre de Lindsay había comentado sentirse impaciente, y también Flip, aquel día en la cafetería, y yo había deseado vagamente salir con Billy Ray. ¿Le había transmitido la sensación, como una especie de virus, y era así como se transmitían las modas, por infección?

—Tu turno —dijo Peyton, tendiéndome una cera rojo fosforescente. Rojo radical.

—Muy bien —contesté, aceptándola—. Así que Barbie decidió ir a... —dibujé una raya de tacones rojo radical sobre las olitas azules—... al peluquero. «Quiero que me corte el pelo», le dijo al peluquero —empecé una raya de tijeras color aguamarina—. Y el peluquero dijo, «¿Por qué?». Y Barbie dijo, «Porque todo el mundo lo hace». Así que el peluquero le cortó el pelo a Barbie y...

—No-o-o —dijo Peyton, quitándome el color aguamarina y tendiéndome el limón láser— Ésa es la Barbie Rizado Mágico.

—Oh —dije yo—. Muy bien. Así que el peluquero dijo, «Pero alguien tuvo que hacerlo primero, y no pudieron hacerlo porque todo el mundo lo hacía, así que por qué...». Se oyó un ruido en la puerta, y Peyton me quitó de la mano el limón láser, cerró el cuaderno, lo metió todo debajo de la cama con sorprendente velocidad, y ya estaba sentada en el borde con las manos cruzadas sobre el regazo cuando su madre terminó de abrir la puerta.

—Peyton, estamos viendo un vídeo. ¿Qui...? —dijo, y se detuvo al verme—. No le hablaste a Peyton mientras estaba expulsada, ¿verdad?

—Ni una palabra.

Se volvió hacia Peyton.

—¿Crees que ahora puedes tener una conducta positiva con tus semejantes?

Peyton asintió sabiamente y salió de la habitación, seguida por su madre. Yo volví a colocar el teléfono sobre la mesita de noche y me dispuse a seguirlas, y entonces me detuve, saqué la libreta de su escondite y volví a mirarla.

Era un mapa, a pesar de lo que hubiera dicho Peyton. Una combinación de mapa, diagrama y dibujo, que reunía una sorprendente cantidad de información en una sola página: localización, tiempo transcurrido, trajes llevados. Una sorprendente cantidad de datos.

Y las líneas se cortaban de una forma también sorprendente, cruzándose y volviéndose a cruzar para crear complicadas intersecciones, el rojo radical cambiando al lavanda y naranja en superposición. Barbie sólo montaba en su moto en la mitad inferior del dibujo, y había un denso nudo de estrellas en una esquina. ¿Una anomalía estadística?

Me pregunté si un diagrama-mapa-historia como aquél daría resultado con mis datos de los años veinte. Había probado con mapas y esquemas estadísticos y modelos informáticos, pero nunca con las tres cosas juntas, coloreadas en códigos de fechas, vectores e incidencias. Si lo ponía todo junto, ¿qué clase de pautas surgirían?

Sonó un alarido en el salón.

—¡Es mi cumpleaños! —gimió Brittany.

Volví a guardar la libreta bajo la cama.

—Vaya, Peyton —dijo la madre de Lindsay—. Qué forma tan creativa tienes de demostrar tu necesidad de atención.

Pirograbado
(1900-1905)

Técnica artesanal que fue de moda para grabar a fuego dibujos sobre madera o cuero con un hierro candente. Flores, pájaros, caballos y caballeros con armadura se marcaban en alfileteros, bandejas, cajas de lápices, de guantes, de cartas, de pipas, y otros artículos igualmente inservibles. Pasó porque requería un grado de habilidad demasiado alto. Todos los caballos parecían vacas.

El jueves el tiempo empeoró. Chispeaba nieve cuando llegué al trabajo, y a la hora del almuerzo era ya una tormenta en toda regla. Flip había conseguido estropear las dos fotocopiadoras, así que reuní todos mis recortes sobre las sentadas para copiarlos en Kinko's, pero cuando me dirigía al coche decidí que podían esperar, y corrí de vuelta al edificio, la cabeza agachada contra la nieve. Prácticamente, choqué con Shirl.

Estaba acurrucada junto a una furgoneta, fumando un cigarrillo.

Tenía un guante marrón en la mano con la que no sujetaba el cigarrillo, el cuello del abrigo vuelto, una bufanda alrededor de la barbilla, y estaba tiritando.

—¡Shirl! —grité contra el viento—. ¿Qué está haciendo aquí fuera?

Ella pescó torpemente un trozo de papel del bolsillo de su chaqueta y me lo tendió con su mano enguantada. Era un memorándum que declaraba todo el edificio libre de humo.

—Flip —dije, sacudiendo el memorándum ya húmedo—. Ella está detrás de esto —arrugué el papel y lo tiré al suelo—. ¿No tiene usted coche?

Ella sacudió la cabeza, tiritando.

—Me traen al trabajo.

—Puede sentarse en el mío —dije, y entonces se me ocurrió un sitio mejor—. Venga —la cogí del brazo—. Conozco un sitio donde puede fumar.

—Todo el edificio ha sido declarado prohibido para los fumadores —dijo ella, resistiéndose.

—Ese sitio no está en el edificio.

Apagó el cigarrillo.

—Es usted muy amable con una vieja —dijo, y las dos corrimos hacia el edificio a través de la nieve.

Nos detuvimos tras la puerta para sacudirnos la nieve y quitarnos los sombreros. Su cara correosa estaba colorada de frío.

—No tiene que hacer esto —dijo, desliando lentamente su bufanda.

—Cuando una se pasa tanto tiempo como yo estudiando las modas, desarrollas una clara antipatía hacia ellas —contesté—. Sobre todo hacia las modas de aversión. Sacan a relucir lo peor de la gente. Y esto es el principio. Luego podría ser la tarta de queso y chocolate. O la lectura. Vamos. La guie pasillo abajo.

—El sitio no será cálido, pero no habrá viento, y no quedará cubierta de nieve, al menos. Y esta moda antitabaco habrá pasado para la primavera. Está llegando a la etapa extrema en que inevitablemente produce una sacudida.

—La prohibición duró trece años.

—La ley. La moda no. La fiebre de McCarthy sólo duró cuatro —empecé a bajar las escaleras hacia Biología.

—¿Dónde está exactamente ese sitio? —preguntó Shirl.

—Es el laboratorio del doctor O'Reilly. Tiene detrás un porche con alero.

—¿Y seguro que no le importará?

—Seguro. Nunca presta atención a lo que piensa la gente.

—Debe de ser un joven extraordinario —dijo Shirl, y yo pensé, «desde luego que sí».

No encajaba en ninguna de las pautas habituales. No era un rebelde que se negara a seguir las modas para asegurar su individualismo. La rebelión también puede ser una moda, como ocurrió con los Ángeles del Infierno y los símbolos de la paz. Y sin embargo tampoco era tan olvidado. Era gracioso, inteligente y observador.

Traté de explicárselo a Shirl mientras bajábamos las escaleras camino de Biología.

—No es que no le importe lo que piensa la gente. Es que no ve qué tiene eso que ver con él.

—Mi profesor de física solía decir que Diógenes no tendría que haber perdido el tiempo buscando a un hombre honrado —dijo Shirl—. Tendría que haber buscado a alguno que tuviera criterio propio.

Llegamos al pasillo de Biología, y de repente se me ocurrió que quizás Alicia estuviera en el laboratorio.

—Espere aquí un segundo —le dije a Shirl, y me asomé a la puerta—. ¿Bennett?

Él estaba agazapado tras su mesa, prácticamente oculto por los papeles.

—¿Puede fumar Shirl aquí en el porche?

—Claro —dijo él, sin levantar la cabeza.

Salí y volví con Shirl.

—Puede fumar aquí si quiere —dijo Bennett cuando entramos.

—No, no puede. HiTek ha declarado todo el edificio libre de tabaco. Le dije que podría fumar fuera, en el porche.

—Claro —él se puso en pie—. Siéntase libre de bajar cuando quiera. Siempre estoy aquí.

—¿Sí? —dijo Shirl—. ¿Trabaja en su proyecto incluso durante el almuerzo?

Le dijo que no tenía ningún proyecto en el que trabajar y que tenía que esperar a que aprobaran su subvención antes de poder obtener sus macacos, pero yo no le prestaba atención. Estaba mirando lo que llevaba puesto.

Flip tenía razón respecto a Bennett. Llevaba una camisa blanca y una corbata azul Cerenkhov.

—¿Decidió Alicia que la teoría del caos era el proyecto óptimo para ganar la beca Niebnitz? —dije, y no pude evitar que mi voz sonara agria.

—No —contestó él, mirándome con el ceño fruncido—. Cuando habló el otro día de las variables, me dio una idea de por qué mi promedio de predicción no mejoraba. Así que repasé los datos. —¿Y sirvió de algo?

—No —dijo él, con aspecto abstraído, como cuando Alicia charlaba—. Cuanto más trabajo en el tema, más me parece que Verhoest tenía razón y hay una fuerza externa actuando sobre el sistema. Se volvió hacia Shirl.

—Probablemente no le interesará esto. Venga, déjeme mostrarle dónde está el porche —la acompañó a través de la sala hasta la puerta trasera—. Cuando lleguen mis macacos, tendrá que dar la vuelta.

Abrió la puerta y por ella entró viento y nieve.

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