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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia ficción

Oveja mansa (22 page)

BOOK: Oveja mansa
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Seguí añadiendo líneas, siguiendo los hechos interconectados. Ella había echado a perder seis semanas de investigación y me había robado la grapadora. Y había perdido las páginas del impreso de fondos. Yo había tenido que llevarle a Ben las páginas que faltaban. Las huellas de sus Mary Janes y sus zuecos sin talón estaban por todas partes, denunciando sus tropelías.

Era como una especie de Yago. O algún ángel de la guarda maligno. «Siempre allí, a tu lado, adondequiera que vayas», era lo que ponía en
Ángeles, ángeles por todas partes
. Y era verdad. Estaba en todas partes, como una horrible anti-Pippa, deambulando ante ventanas insospechadas y sembrando la destrucción dondequiera que estuviese.

Añadí más líneas. Flip alzando la mano y consiguiendo una ayudante, Flip promoviendo la campaña antitabaco que me había hecho sugerirle el corral a Shirl, quien nos había hablado de la oveja mansa. Flip deprimiéndome aquel día en Boiklder. De no haber sido por su charla sobre sentirse inquieta, nunca habría salido con Billy Ray, nunca habría sabido que las Targhees eran ovejas, y nunca se me habría ocurrido la idea de pedirlas prestadas.

«Y Ben estaría en algún lugar de Francia, estudiando la teoría del caos», pensé, enfadada. Sabía que nada de aquello era culpa de Flip. Yo era quien había ideado excusas para ver a Ben, para hablar con él, desde el primer día en que lo seguí en el porche.

Flip no era la causa. Podía haber precipitado las cosas, pero el resultado era culpa mía. Había seguido la tendencia más antigua de todas. Justo al borde del precipicio.

Flip volvió, y se puso a mirar interesada por encima de mi hombro.

—Sigo ocupada, Flip.

Ella agitó su mechón inexistente.

—El doctor O'Reilly se ha marchado. Apuesto a que tiene una cita con la doctora Turnbull.

Un ángel de la guardia espectral, ineludible.

—¿No tienes que ir a ningún sitio?

—Eso es lo que venía a decirle. Adiós.

Y se marchó. Contemplé la pantalla, preguntándome cómo incluir en mi gráfica ese breve encuentro, pero ya había vuelto.

—¿Hay sombreros en Texas? —preguntó.

—De diez kilos.

Se marchó otra vez, esta vez al parecer definitivamente. Añadí unas cuantas líneas más a mi gráfico, y luego me quedé allí sentada, contemplando las curvas entrecruzadas, las regresiones tan claramente trazadas.

—Las siete —dijo Gina, asomando la cabeza por la puerta. Llevaba puesto el abrigo—. Puedes salir ya de tu castigo. Sonreí.

—Gracias, mamá —dije, pero no me marché. Esperé hasta asegurarme de que todo el mundo se había ido y luego bajé y me colgué de la cerca, observando las ovejas que se movían y pastaban y volvían a moverse, balando de vez en cuando, perdiéndose ocasionalmente, impulsadas por una mansa que no reconocían, por un instinto que no sabían que tenían.

Kewpies
(1909-1915)

Muñeca de moda inspirada en los poemas ilustrados del
Ladies' Home Journal
. Las muñecas kewpie tenían aspecto de querubín de mejillas sonrosadas, con una barriguita redonda y un rizo rubio en la cabeza. Eran muy apreciadas tanto por niñas pequeñas como por mujeres adultas. Las kewpies aparecieron en forma de muñecas de papel, saleros, tarjetas, motivos para decorar pasteles de boda y premio de feria.

Durante los dos días siguientes me mantuve apartada del laboratorio y de Ben arreglando mi propio laboratorio e introduciendo kilómetros de datos sobre el mah-jong y el vuelo de Lindberg sobre el Atlántico.

«Esto es ridículo —me dije a mí misma el jueves—. No eres Peyton. Tienes que verlo alguna vez. Crece.»

Pero cuando llegué al laboratorio Alicia estaba allí, apoyada en la verja. Ben tenía sujeta la mansa por el lazo rosa pomo y explicaba el principio de la estructura de atención. Llevaba la corbata azul.

—Esto tiene
auténticas
posibilidades —decía Alicia—. El treinta y uno por ciento de los proyectos de los receptores de la beca Niebtniz eran, en el momento de concederse el premio, colaboraciones interdisciplinarias. La clave está en conseguir la colaboración adecuada. Obviamente el comité busca un equilibrio de géneros, cosa en la que encajáis, pero la teoría del caos y la estadística son disciplinas basadas en las matemáticas. Necesitáis un biólogo.

—¿Os hago falta?

Los dos me miraron.

—Si no, tengo un poco de trabajo de investigación en la biblioteca.

—No, adelante —dijo Ben—. La mansa no está de humor para aprender nada esta mañana. —Se frotó la rodilla—. Ya me ha embestido dos veces. Mientras estás en la biblioteca, mira a ver si tienen algo sobre cómo conseguir un líder para que le sigan.

—Lo haré —contesté, y me encaminé pasillo abajo.

—Espera —dijo Ben, corriendo para alcanzarme—. Quería hablar contigo. ¿Fue un logro? ¿Lo de la maratón de baile?

«Sí—pensé, mirándole fijamente—. Un logro.»

—No —contesté—. Creí que habría una conexión, pero no la había.

Y me fui a Boulder a buscar la Barbie Novia Romántica.

Gina me había dado una lista de jugueterías; en ella aparecían marcadas aquellas donde ya lo había intentado, lo que no me dejaba muchas. Empecé por arriba, decidida a abrirme paso hacia abajo.

Yo pensaba que comprendía la moda de las Barbies. Ni siquiera la fiesta de cumpleaños de Brittany me había preparado para lo que encontré.

Había Barbies Moda Alegre, Barbies Fiesta de Disfraces, Barbies Ángeles de Burbujas, Barbies Girasol, e incluso una Barbie Sorpresa a la que se le abría el pecho y dentro llevaba carmín y brillo de labios. Había Barbies multiculturales, Barbies que se encendían, Barbies por control remoto, Barbies cuyo pelo podía cortarse.

Barbie tenía un Porsche, un Jaguar, un Corvette, un Mustang, una lancha motora, un todoterreno y un caballo. También un baño de belleza, una sauna, un gimnasio y un McDonald's. Por no mencionar los cofres para joyas, para el almuerzo, cintas de ejercicios, audios, vídeos y laca rosa para uñas.

Pero no había ninguna Barbie Novia Romántica. En el Palacio de los Juguetes tenían la Barbie Novia Campestre, con un delantal rosa y un ramo de margaritas. En Toys «R» Us tenían la Barbie Novia Ensoñadora y la Barbie Fantasía Nupcial, y consideré seriamente la posibilidad de decidirme por alguna de ellas a pesar de las instrucciones de Gina.

En Cabbage Patch tenían cuatro pasillos llenos de Barbies y una empleada con una
i
estampada en la frente.

—Tenemos la Barbie Troll —dijo cuando le pregunté por la Novia Romántica—. Y Pocahontas.

Recorrí cuatro jugueterías y tres tiendas de saldos y luego me acerqué al café Krakatoa para ver si había alguna Barbie en los anuncios personales de los periódicos.

Ahora se llamaba Kepler's Quark, mala señal.

—No me diga. Ya no tienen café con leche —le dije al camarero, que llevaba un jersey negro de cuello alto, vaqueros negros y gafas de sol.

—La cafeína es mala —dijo, tendiéndome la carta, que ya ocupaba hasta diez páginas—. Le sugiero una bebida inteligente.

—¿No es eso un oxímoron? —dije yo—. ¿Creer que una bebida puede aumentar su cociente intelectual?

Él ladeó la cabeza, enseñando la una
i
de la frente.

Por supuesto.

—Las bebidas inteligentes son refrescos sin alcohol con neurotransmisores para aumentar la memoria y la atención y potenciar la función cerebral. Le sugiero el Estallido Cerebral, que aumenta la habilidad matemática, o el Levántate y Van Gogh, que aumenta la habilidad artística.

—Tomaré el Comprobante de Realidad —dije, esperando que aumentara mi capacidad para aceptar los hechos.

Traté de leer los anuncios, pero eran demasiado deprimentes: «A la rubia que almuerza todos los días en Jane's Java. No me conoces pero estoy locamente enamorado de ti. Por favor, responde.»

Me pasé a los artículos.

Un terapeuta de «lazos armónicos» ofrecía alineamientos de alma con cinta adhesiva.

Dos hombres habían sido detenidos en la ciudad de Nueva York por trabajar en la nueva moda, una «tabacalera clandestina».

El rosa pomo había fracasado como moda. Un diseñador de ropa decía: «El gusto del público es inexplicable».

«Sabias palabras», pensé; y era hora de que también yo aceptara eso.

Nunca iba a descubrir la fuente de la moda del pelo corto, no importaba cuántos datos introdujera en el gráfico de mi ordenador. No importaba cuántas líneas de colores dibujara.

Porque no tenía nada que ver con el sufragismo ni con la Primera Guerra Mundial ni con el clima. Y aunque pudiera preguntarles a Bernice e Irene y a todas las demás por qué se lo habían cortado, seguiría sin servir de nada. Porque no lo sabrían.

Fueron tan confiadas y ciegas como lo había sido yo; se dejaron llevar por sentimientos de los que no eran conscientes, por fuerzas que no comprendían. De cabeza al río.

Llegó mi bebida inteligente. Era de un color verdoso pálido, el chartreuse, un color que había estado de moda a finales de los años veinte.

—¿Qué es lo que tiene?

El camarero suspiró, un pesado suspiro surgido de un personaje de Dostoyevsky.

—Tirosina, L-fenilamina y cofactores sinérgicos —dijo—. Y zumo de piña.

Di un sorbo. No me sentí más inteligente.

—¿Por qué se marcó la frente? —pregunté.

Al parecer, él no se había acabado su bebida inteligente.

Me miró, sin entender.

—¿Su marca con la «i»? —dije, señalándola—. ¿Por qué decidió hacerse eso?

—Todo el mundo lo lleva —contestó, y se dio media vuelta.

Me pregunté si se había hecho la marca para complacer a su novia o si se rebelaba contra el antiintelectualismo o contra sus padres, o si estaba enamorado de alguien que no reparaba en él. Me tomé la bebida y seguí leyendo. No me sentía más inteligente. Bantam Books había pagado una cifra de ocho ceros como anticipo por
Para ponerse en contacto con tu Hada Madrina interna
. El azul Cerenkhov era el color de moda para el invierno y, en Los Ángeles, hombres y mujeres fumaban puros, inspirados por Rush Limbaugh o por David Letterman o fuerzas que no comprendían. Como las ovejas. Como las ratas.

Nada de todo eso resolvía el problema de cómo iba yo a volver a trabajar con Bennett. O dónde iba a encontrar la Barbie Novia Romántica. Me acerqué a la biblioteca y saqué
Anna Karenina
y
Cyrano de Bergerac
y cogí la guía telefónica de Denver de la sección de referencias. Anoté todas las tiendas de juguetes que no estaban en la lista de Gina y todos los grandes almacenes y los de saldos, le expliqué al clon de Flip que ya había pagado la multa por las
Obras Completas
de Browning y me marché, y fui tachando tiendas a medida que las iba visitando.

Acabé encontrando la Barbie Novia Romántica en un Target de Aurora... caída detrás de un club hípico de Barbie, y la llevé al mostrador. La empleada intentaba darle el cambio al hombre que me precedía en la cola.

—Son dieciocho setenta y ocho —dijo.

—Lo sé —contestó el hombre—. Le he dado un billete de veinte dólares y después de que lo marcara como dieciocho setenta y ocho, le di tres centavos. Me debe un dólar y veinticinco.

Ella se echó el pelo atrás, irritada, revelando una
i
.

«Ríndase —pensé—. No hay esperanza.»

—La registradora dice que son uno veintidós —dijo.

—Lo sé —contestó él—. Por eso le di los tres centavos. Veintidós más tres hacen un cuarto.

—¿Un cuarto de qué?

Coloqué la Barbie Novia Romántica en el final del mostrador. Leí los titulares de los periódicos sensacionalistas y miré los caprichitos de última hora colocados junto a la caja. Cinta adhesiva de varias anchuras, y paquetitos de zapatos de tacón alto para Barbie en diversos colores.

—Muy bien —dijo el hombre—. Devuélvame los tres centavos y déme veintidós.

Cogí un paquete de zapatos. «¡Nuevo! Azul Cerenkhov», decía. Lo dejé junto a la cinta adhesiva y al hacerlo sentí una extraña sensación, como si estuviera a punto de lograr algo importante, como la última cara de un cubo de Rubik que encaja en su sitio.

—Esto no tiene precio —dijo la empleada. Sostenía la Barbie Novia Romántica—. No puedo vender nada que no tenga precio.

—Son treinta y ocho noventa y nueve —dije—. El encargado dijo que lo marcara como Artículos Varios.

—Oh —dijo ella, y lo marcó.

«Ésta es una moda que puede acabar por gustarme —pensé, sonriendo al ver su
i
—. Quien avisa no es traidor.»

—Eso hace cuarenta y uno treinta y tres —dijo ella.

Me quedé allí de pie, la cartera en la mano, mirando las cajas de lápices de colores, tratando de recuperar la sensación que había experimentado. Algo sobre el azul Cerenkhov, y la cinta adhesiva o...

Fuera lo que fuese, lo había perdido. Esperé que no fuera la cura para el cólera.

—Cuarenta y uno treinta y tres —dijo la empleada.

Conté con cuidado el cambio exacto y me marché con la Barbie Novia Romántica. Al salir, pisé algo y miré al suelo. Era un centavo. Más allá había otros dos. Parecía que alguien los había arrojado con cierta fuerza.

Prohibición
(1895- enero 16 de 1920)

Aversión por el alcohol promovida por la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza, los destrozos en los bares y los tristes efectos del alcoholismo. Se instaba a los niños en edad escolar a «firmar el juramento» y a las mujeres a prometer no besar labios que hubieran tocado el licor. El movimiento ganó ímpetu y apoyo político durante los primeros años del siglo XX; cuando los candidatos electorales brindaban con vasos de agua y varios estados se declararon contrarios a la bebida. El proceso culminó con el acta Volstead. La moda pasó en cuanto la Prohibición entró en vigor. Fue sustituida por los contrabandistas, las licorerías clandestinas, las petacas, el crimen organizado y la Revocación.

Gina no podía creer que hubiera encontrado la Barbie Novia Romántica.

Me abrazó dos veces.

—Eres maravillosa. ¡Una hacedora de milagros!

—No tanto —dije, tratando de sonreír—. Parece que no tengo ninguna suerte tratando de encontrar el origen del pelo corto.

—Hablando de Roma —dijo ella, todavía admirando la Barbie Novia Romántica—. El doctor O'Reilly estuvo aquí antes, buscándote. Parecía preocupado.

«¿Qué habrá perdido Flip ahora? —me pregunté—. ¿La oveja mansa?» Me encaminé hacia Biología. A medio camino, me topé con Ben. Me agarró por el brazo.

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