Authors: Laura Gallego García
—¿Y no fue capaz de compartirlo contigo? —dijo Jack, exasperado—. ¿Vuelve a cambiar de bando, así, sin ninguna explicación?
Victoria alzó la cabeza.
—Yo confío en él, Jack —dijo solamente.
—Sí, claro —gruñó él—. Sé que tú puedes aceptar tranquilamente que ayude a los sheks a conquistar la Tierra, o que se vaya con un hada que no solo es la Séptima diosa sino que además siempre ha querido seducirlo, y decir que sigues confiando en él. Pero no sé si eso me basta a mí. ¿Por qué no es capaz de comprometerse con un bando de una vez por todas?
Victoria lo había mirado largamente, muy seria.
—Jack —le había dicho—, después de todo lo que hemos aprendido... ¿de verdad crees que tiene sentido seguir hablando de bandos?
Jack no había sabido qué responder.
Porque, en cierto sentido, Victoria tenía razón. Durante el viaje a Awa, Jack había oído a Alexander hablar de la Resistencia, de la lucha contra los sheks y del Séptimo, y, aunque todo aquello le era muy familiar, al mismo tiempo le sonaba como una canción muy lejana, unas palabras que ya no tenían ningún significado para él.
Esperaba que la reunión con Ha-Din aclarase un poco sus ideas. El Padre era una persona abierta y conciliadora, mucho más que Gaedalu, quien, además, cada día se le antojaba más hermética y siniestra.
Por eso se sintió aliviado cuando vio aparecer al celeste, que salía del Oráculo para recibirlos, con una amplia sonrisa. Las sacerdotisas hicieron una breve reverencia ante él. Alexander bajó la cabeza en señal de respeto, y Jack y Victoria lo imitaron.
—Bienvenidos, visitantes —dijo Ha-Din, aún sonriendo—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que os di la bienvenida a Awa a algunos de vosotros, y mucho han cambiado las cosas desde entonces. Pero me alegro de veros a todos de nuevo. Entrad; encontraremos alojamiento para todos.
Tomaron una cena ligera e informal, y hablaron de cosas banales. Los recién llegados estaban cansados y deseaban irse a dormir cuanto antes. Ha-Din propuso que se reunieran al día siguiente, con la cabeza más despejada, y todos estuvieron de acuerdo.
Al principio, las sacerdotisas se mostraron inquietas ante la idea de dormir en una estancia formada por árboles vivos, pero pronto se dieron cuenta de que por dentro el Oráculo presentaba tantas comodidades como una casa de piedra. Las camas eran hongos enormes que crecían en el mismo suelo, suaves y mullidos, y las sábanas que las recubrían estaban hechas de amplias hojas aterciopeladas, cálidas y confortables. No había puertas, pero las espesas cortinas de ramas y lianas que cerraban los accesos a los habitáculos garantizaban la privacidad.
El joven novicio celeste que los guió hasta sus habitaciones alojó a Jack y a Victoria en el mismo cuarto, y nadie puso ninguna objeción.
No habían vuelto a hablar de Christian. Jack había echado mucho de menos a Victoria, y no estaba dispuesto a estropear aquella noche recordando al shek. Apenas habían tenido intimidad los días anteriores y, ahora que por fin estaban a solas, no pensaba desaprovechar la oportunidad.
Victoria, en cambio, había agradecido aquella falta de intimidad. También había añorado muchísimo a Jack, pero después de haber pasado tanto tiempo con Christian en Limbhad se le hacía extraño volver a caminar bajo los tres soles de Idhún, junto a Jack. Por fortuna, no tuvo que decírselo a él; para cuando pudieron disfrutar de una noche a solas, en el Oráculo, Victoria ya se había acostumbrado de nuevo a la presencia del dragón.
No obstante, más tarde, cuando él dormía ya profundamente a su lado, Victoria seguía despierta, entre sus cálidos brazos, echando de menos la suave frialdad de Christian. No pudo evitar preguntarse si estaría bien. Se llevó a los labios la piedra de Shiskatchegg, y vio cómo esta se iluminaba suavemente, indicando que Christian restauraba el vínculo que había entre los dos, y que solía cortar a veces, para que ella disfrutara de intimidad cuando estaba a solas con Jack.
Victoria sonrió en la penumbra «Cuídate», le dijo en silencio. «No hagas tonterías».
Lejos, en el otro extremo del continente, en otro gran bosque, Christian detectó su presencia al otro lado de su percepción, y sonrió a su vez.
Estaba en el árbol de Gerde, contemplando con interés al bebé que ella sostenía en sus brazos.
—Saissh —dijo, pronunciando el nombre que el hada le había dado. —Muy apropiado, ¿verdad? —sonrió ella—. ¿Quieres cogerla? Antes de que Christian pudiera contestar, Gerde le entregó a la niña. El shek la cogió con cuidado, pero Saissh se despertó de pronto y se echó a llorar.
—No te preocupes, llora mucho —dijo Gerde, volviendo a cogerla; la acunó entre sus brazos, canturreándole dulcemente, hasta que la niña se calló de nuevo—. Los bebés son mucho más sensibles que los adultos. Cualquier humano se sentiría intimidado en tu presencia, pero trataría de aparentar que no pasa nada. Un bebé no tiene por qué disimular. Su instinto le dice que no eres del todo humano, no le gustas, no quiere estar contigo, y se encarga de que todo el mundo lo sepa para que la alejen de ti. Criaturas simples y sinceras, los bebés.
Volvió a dejarla sobre la cunita de hojas que había preparado para ella. Christian la contempló en silencio, y luego dijo:
—¿Y acaso no nota que tú tampoco eres del todo un hada?
—Sí que lo nota —sonrió Gerde—. Pero se va acostumbrando a ello. No creas que mi esencia está tan alejada de lo que hay en el fondo del corazón humano, Kirtash. Es más fácil que ella se acostumbre a mí que no que llegue a encontrarse a gusto contigo.
—Y más le vale acostumbrarse a ti, ¿no es cierto?
Gerde sonrió.
—Sí —ronroneó—. Más le vale.
—Pasará mucho tiempo hasta que haya alcanzado la edad adecuada. Y no tenemos ese tiempo, Gerde. ¿De verdad crees que vale la pena criarla?
—«Mucho tiempo» no significa para ti lo mismo que para mí —le recordó el hada—. Este mundo será destruido en breve, pero aún harán falta muchos años antes de que podamos empezar a conquistar el otro. Para entonces, mi Saissh ya estará preparada. Ella será quien dirija la conquista.
—Es un plan lento, complejo y laborioso.
—¿Acaso se te ocurre algo mejor? —preguntó Gerde, mirándolo con interés.
—Un plan mucho más ambicioso, mi señora —sonrió Christian—. Y mucho más audaz. Será arriesgado, pero si sale bien, en poco tiempo ya no tendrás que preocuparte por los sangrecaliente, ni por sus dioses... nunca más.
El rostro de Gerde se iluminó con una lenta y amplia sonrisa. Acarició suavemente la mejilla de Saissh, y la niña gorjeó, agitando las manitas en el aire.
—Sabía que hacía bien manteniéndote a mi lado, Kirtash —dijo—. Cuéntame, ¿en qué consiste tu plan?
Christian le dedicó una media sonrisa; pero no llegó a decir nada, porque en aquel momento entró una sombra en el árbol y se quedó contemplándolos.
—Vaya —dijo, con un ronco jadeo—. Si parecéis una familia y todo. Qué tierno.
Christian alzó la cabeza.
—¿Qué hace él aquí? —le preguntó a Gerde, con peligrosa suavidad.
Ella se encogió de hombros.
—Lo mismo que tú: aburrirme con una innecesaria ostentación de orgullo masculino. Puede que a veces tengas ideas brillantes, Kirtash, pero eso no te da derecho a cuestionar mis decisiones. Él está aquí porque yo quiero que esté aquí, y con eso debe bastarte. Y en cuanto a ti —añadió, dirigiéndose a Yaren—, la próxima vez que no te dirijas a mí con el debido respeto, te mataré.
Yaren se quedó mirándola, con un destello de desafío asomando a sus ojos, pero finalmente acabó por asentir y bajar la cabeza, con humildad.
—¿Por qué no lo has matado ya? —le preguntó Christian, con curiosidad.
—A veces resulta útil —respondió Gerde—. Igual que tú.
Christian no dijo nada.
—Fuera de aquí los dos —ordenó el hada—. Habéis conseguido que me duela la cabeza.
Cuando Christian y Yaren abandonaron el árbol, Gerde tomó al bebé en brazos, y se sentó en un rincón, meditabunda.
—¿Tú qué crees? —le preguntó a la niña—. ¿Debería matarlos a los dos?
Saissh la miró con sus enormes ojos azules. Gerde le tocó la nariz con la yema del dedo, y el bebé se rió.
—Te ríes por tan poca cosa —comentó Gerde, con envidia; la alzó para contemplarla—. Sí, serás hermosa cuando crezcas. Todo lo hermosa que puede ser una humana, claro está —puntualizó—. Menos mal que Yaren te rescató de las tiendas de los bárbaros. Habrías acabado convirtiéndote en una bruta, como todos ellos.
Saissh pareció estar conforme, porque emitió un ruidito parecido a una risa. Gerde sonrió.
—Pero no basta con eso, ¿verdad? —le dijo.
Alzó la mano; en su palma se materializó un objeto largo y afilado, blanco y puro como un rayo de luna. El bebé lo observó con sobrecogido interés.
—Contempla esto —dijo Gerde—. El símbolo de la magia. El poder que los dioses tuvieron que dejar en manos de criaturas pequeñas y frágiles como los unicornios, porque ellos mismos eran tan grandiosos que habrían aplastado a los mortales al concedérselo. El poder creador de los dioses... que siempre me estuvo prohibido... hasta ahora.
La niña alzó las manos hacia el cuerno de unicornio, tratando de aferrarlo. Gerde sonrió de nuevo.
—Te gusta, ¿verdad? Cógelo.
Lo puso a su alcance. Las manitas del bebé se cerraron en torno al cuerno; Gerde sintió cómo la energía del entorno pasaba por ella y se canalizaba a través del cuerno, para derramarse sobre la pequeña Saissh, que lanzó una exclamación jubilosa, mientras sus ojos se llenaban de luz por un instante y su boca se curvaba en una extática sonrisa. Gerde apartó el cuerno de ella, con suavidad, y Saissh agitó las manitas en el aire, tratando de asirse de nuevo a él.
—No, no, ya has tenido suficiente, pequeña —la reconvino Gerde—. Suficiente para iniciarte en el camino de la magia.
Saissh gimoteó un momento y luego se echó a llorar. Gerde hizo desaparecer el cuerno.
—Oh, cállate —protestó, tomándola en brazos para acunarla.
Fuera, Christian alzó la mirada para contemplar el manto de estrellas que envolvía a las tres lunas. Había echado de menos el cielo idhunita.
Sintió una presencia junto a él.
—¿Qué quieres? —murmuró.
—¿Por qué has vuelto? —siseó Yaren—. Creía que estabas cuidando de Lunnaris.
Christian se volvió hacia él y le clavó una mirada gélida.
—No vuelvas a mencionar su nombre —le advirtió—. No con ese tono.
El respondió con una suave risa apagada.
—¿Crees que fingir que no existe me hará odiarla menos?
—No. Pero evitará que me recuerdes que tengo intención de matarte.
Yaren retrocedió un paso. Su voz sonó burlona, no obstante, cuando dijo:
—¿Te atreverás a matarme sabiendo que estoy bajo la protección de Gerde?
—Ya se cansará de ti —sonrió Christian—. En cuanto dejes de serle útil... si es que le has sido útil alguna vez.
No dijo nada más, y tampoco alzó la voz, pero no fue necesario: un violento escalofrío recorrió la espalda de Yaren, que entornó los ojos, inclinó la cabeza y se alejó en la oscuridad.
Christian lo vio marchar. Se preguntó por qué lo había amenazado. Normalmente no se molestaba en advertir a alguien de que iba a matarlo. Lo hacía, y punto.
«Pero ahora no puedo hacerlo», comprendió. El mago tenía razón. De momento, estaba bajo la protección de Gerde, y no era buena idea contrariarla.
También Victoria, recordó de pronto, le había pedido que respetara la vida de Yaren. Pero Christian pensaba matarlo de todas formas. ¿Por qué obedecía los deseos de Gerde al respecto, y no los de Victoria?
No quiso detenerse a buscar la respuesta a esa pregunta. Silencioso como una sombra, regresó a su tienda a esperar la llegada de la mañana.
Shail se despertó bruscamente a altas horas de la madrugada. Tenía la sensación de que había una luz muy brillante en la habitación. Parpadeó, sorprendido, y se dio cuenta de que no había sido un sueño. Había una forma blanca junto a su cama, algo tan luminoso que hacía daño a los ojos. Volvió la vista y vio a Zaisei junto a él. La joven seguía durmiendo profundamente, y Shail dudó si despertarla o no.
—No lo hagas —susurró una voz; le resultaba familiar, pero, al mismo tiempo, tenía un tono nuevo, distinto—. Déjala dormir.
Shail se atrevió a levantar de nuevo la cabeza hacia la figura que se alzaba junto a él. Sus ojos fueron, lentamente, acostumbrándose a la luz. Reconoció aquel perfil.
Era un unicornio.
—¿Lunnaris... Vic? —murmuró, un poco aturdido.
Ella inclinó un poco la cabeza. Su cuerno no era tan largo como solía ser.
—No podía dormir —dijo—, asi que decidí venir a verte. Tenía pensado hacerlo de todas formas, pero mañana habrá demasiada gente y... bueno, no me gusta que me vean así —concluyó, con cierta timidez.
Shail, maravillado, levantó la mano para rozarla, pero ella retrocedió un poco. El mago dejó caer la mano.
—¿Y por qué... por qué has venido con ese aspecto?
—Porque quería que me vieras. No habías visto a Lunnaris desde la conjunción astral, ¿verdad?
—No —concedió Shail, un tanto emocionado—. Has crecido mucho, y... en fin, estás muy hermosa.
El unicornio desvió la mirada.
—Te lo agradezco —dijo—, aunque sé muy bien que mi cuerno aún tiene un aspecto ridículo —sonrió—. Pero ya funciona, y esta es la otra razón por la que he venido aquí esta noche.
Shail la miró sin entender. Victoria bajó la cabeza hacia un objeto que reposaba sobre la bolsa del mago, que había dejado tirada de cualquier manera junto a la cama.
—Ah, eso —entendió él—. No sé, ¿crees que es buena idea?
Por toda respuesta, Victoria colocó la punta de su cuerno sobre la pulida superficie de la pierna artificial y cerró los ojos.
La magia fluyó a través de ella, recorriendo sus venas y canalizándose a través del cuerno. Victoria notó que la pierna de metal absorbía aquella magia, sedienta de vida. Ahogó una exclamación cuando el artefacto empezó a succionar cada vez más, y sintió un escalofrío: aquella sensación le había recordado, por un momento, a la horrible experiencia de la Torre de Drackwen, cuando Ashran le había arrebatado la magia a la fuerza. Inspiró hondo y se esforzó por sobreponerse.
Siguió transfiriendo magia a la pierna artificial, hasta que sintió que esta estaba ya repleta de energía y no precisaba más. Entonces se apartó y dejó caer la cabeza, agotada.