Authors: Laura Gallego García
—¿Y cómo vas a saber...? —Jack no pudo terminar la pregunta, pero Victoria entendió.
—Creo que lo sabré cuando nazca el bebé y lo mire a los ojos. Sabré reconoceros en él a uno de los dos.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Es solo una intuición, pero creo que es correcta.
Jack no dijo nada. Siguió pensando, asimilando todo aquello.
—Te he dicho antes que para mí no cambia nada —añadió Victoria—, y es verdad. Pero lo que pasó el otro día puede que sí cambie algo.
—¿El hecho de que Christian te ha abandonado por Gerde? —dijo Jack, con cierta sorna.
—No —negó Victoria—. El hecho de que Gerde lo sabe. Y me dejó marchar justamente por eso. Dijo que tenía un interés personal, y sé a qué se refiere. No puedo saber qué clase de criatura nacerá de mí, pero si hereda mis poderes... y también es hijo de Christian, y posee parte del alma de un shek...
—Pertenece a la Séptima diosa, en parte —entendió Jack—. De modo que esperará a que des a luz, y si resulta que es medio shek, o un cuarto de shek, y encima posee algo del poder del unicornio...
—Tratará de quitármelo.
—Es una buena forma de saber quién es el padre —comentó Jack—. Si Gerde no se lo lleva, entonces es que... perdona —se cortó, al ver que ella se había puesto triste de nuevo—. Soy un bruto. No debería haber dicho eso. Es solo que... bueno, todo esto es nuevo para mí, y además...
—Sabía que no encajarías bien la posibilidad de que vaya a dar a luz a un hijo de Christian —dijo Victoria—. Y lo entiendo perfectamente..., es normal.
Jack sacudió la cabeza.
—Bueno, pero en mi caso no debería serlo. He aceptado que le quieres igual que a mí, así que debería estar preparado para afrontar todas las consecuencias. Es solo que...
No fue capaz de continuar. Victoria le dirigió una sonrisa cansada.
—No todos somos capaces de anteponer la racionalidad a las emociones, Jack —le dijo, con suavidad—. No todos somos sheks. Jack suspiró.
—Necesito un poco más de tiempo.
Victoria asintió. Jack le oprimió el brazo, con cariño, y volvió a entrar en el edificio. Ella se abrigó un poco más y dejó resbalar su mirada por los tejados de la ciudad que se extendía a sus pies.
—Supongo que a estas alturas ya sabrás que fue una estupidez —suspiró Gerde.
Assher no dijo nada. No fue capaz. Se había inclinado ante ella, temblando de miedo, y no osaba mirarla a los ojos.
—¿Qué pretendías hacer con la niña, Assher? ¿Por qué la entregaste al dragón y al unicornio?
—No sabía quiénes eran —juró Assher—. Quería devolverla a los bárbaros. Quería devolverla porque...
No pudo continuar. Gerde suspiró de nuevo y se inclinó junto a él. Dejó caer una mano sobre el hombro del muchacho y le acarició suavemente la mejilla con los dedos.
—¿...estabas celoso, acaso? ¿Creías que habías dejado de ser mi elegido?
—Yo... fui un estúpido, mi señora... —empezó Assher; pero Gerde lo interrumpió:
—Pero tenías razón. Los planes que tenía para ti dejaron de tener sentido hace tiempo, y por eso descuidé tu educación. No obstante... Kirtash me ha hecho ver que puede que todavía tenga que recurrir a esos planes. Así que agradéceselo: todavía puedes ser mi elegido. Pero eso no depende de ti, ni tampoco de Saissh, sino de si nuestro gran proyecto llega a buen término... o no.
Assher tragó saliva. No entendía lo que Gerde le estaba diciendo, por lo que no se atrevió a hacer ningún comentario.
—Te escogí porque eres joven y entregado, porque tienes talento como mago —prosiguió Gerde, con una suavidad que dejaba entrever una leve amenaza—. Podrías llegar a ser el mago más grande que hayan visto los szish, y eso me interesa. Pero recuerda que aún eres solo un niño. Puedo seguir haciendo pruebas y puedo encontrar a otro szish prometedor. Puedo entregarle la magia y puedo educarlo y entrenarlo para que sea mi elegido. Aún no eres imprescindible, así que, yo en tu lugar, intentaría no decepcionarme.
Assher temblaba. Tenía la boca seca, por lo que tragó saliva de nuevo y dijo, con esfuerzo.
—No... volveré a decepcionarte, mi señora.
Gerde rió por lo bajo.
—Claro que no —sonrió.
En un gesto rápido y enérgico, abrió la camisa de Assher, descubriendo su pecho. El szish hizo ademán de retroceder, por instinto, pero se dominó, y permaneció donde estaba. Aún sonriendo, Gerde alargó un dedo y rozó con la yema la piel escamosa del joven.
Un dolor insoportable recorrió a Assher de arriba a abajo, como si una violenta corriente eléctrica lo sacudiera. Ahogó un grito, pero no pudo reprimir el espasmo que convulsionó su cuerpo.
—¿No te gusta? —sonrió Gerde—. Pero si apenas hemos empezado.
Deslizó el dedo por el pecho desnudo de Assher. Su simple contacto fundió las escamas de la piel del szish y llegó hasta la carne.
Assher trató de retroceder, de cubrirse el pecho con los brazos, de dejarse caer y rodar por el suelo..., pero no fue posible. Estaba casi completamente paralizado. Lo único que podía hacer era gritar... y eso hizo.
Gritó con toda la fuerza de sus pulmones, mientras Gerde trazaba un símbolo indeleble sobre su piel, infligiéndole un dolor insoportable.
La tortura no duró mucho, pero a Assher se le hizo eterna. Cuando, por fin, volvió a ser el dueño de su cuerpo, no tuvo fuerzas para tenerse en pie, y cayó de rodillas a los pies de Gerde.
—¿Lo ves? —dijo ella, dedicándole una encantadora sonrisa—. Ahora ya no olvidarás nunca que eres mío.
Temblando, Assher bajó la cabeza y vio lo que el hada había hecho.
El nombre de Gerde, grabado en caracteres de la lengua de los szish, aparecía claramente sobre su pecho; se había esmerado en cada trazo, y no cabía duda de que era una auténtica filigrana... pero no dejaba de tratarse, también, de una horrible cicatriz que lo marcaría de por vida.
Assher apretó los dientes, tratando de conjurar así el intenso escozor que le producía la herida. Gerde se inclinó junto a él y le susurró al oído:
—Eres mío..., mi elegido. ¿No era esto lo que deseabas?
Assher deseó gritar, huir..., incluso una parte de él quiso golpearla. Pero tragó saliva, cerró los ojos e inspiró profundamente. El dolor fue remitiendo poco a poco.
El nombre de Gerde grabado sobre su piel... El joven szish sonrió. Fue apenas una mueca, pero Gerde la apreció, porque le devolvió la sonrisa.
—Sí, mi señora —dijo Assher, con auténtica devoción—. Muchas gracias. No soy digno de...
—No, no eres digno —cortó ella—, pero lo serás. Porque la próxima vez, muchacho, no seré tan comprensiva. ¿Ha quedado claro?
Assher asintió, todavía temblando. Gerde sonrió..., pero de pronto, dejó de prestarle atención y alzó la cabeza. A la entrada de su árbol-vivienda estaba Christian.
—¿Podemos hablar un momento? —preguntó el shek, con suavidad.
—Cómo no —sonrió Gerde—. Ve con el maestro Isskez —le ordenó a Assher, que había vuelto a cubrirse el pecho y miraba a Christian con cierta antipatía—. Pero regresa al caer el primero de los soles. Revisaré lo que has aprendido.
Assher asintió. Le costó un poco ponerse en pie; cuando lo hizo, salió del árbol esforzándose por no tambalearse.
Cuando se quedaron solos, Gerde se volvió hacia Christian.
—¿De qué querías hablar?
Christian inclinó la cabeza.
—Los observadores dicen que Wina se ha desviado hacia el este. Y parece ser que se ha vuelto a detectar la presencia de Yohavir sobre los cielos de Celestia. De momento sigue estable; se limita a... girar y girar como un inmenso torbellino, demasiado alto como para causar daños, pero demasiado cerca de nosotros como para que no me sienta inquieto.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que deberíamos darnos prisa? —Gerde suspiró—. Lo sé, Kirtash..., pero todavía no estamos preparados. He hablado con Ziessel; ha buscado un lugar en la Tierra para nosotros, pero todavía necesita un poco más de tiempo...
—No me refiero a eso, y lo sabes.
Ambos cruzaron una larga mirada. Finalmente, fue Christian el que tuvo que bajar los ojos.
—Resulta que tu magnífico plan tiene un fallo, Kirtash —dijo ella—. Cada vez que abandono mi cuerpo... cada vez que utilizo el plano astral... estoy al descubierto. Así no puedo ir muy lejos. Si los Seis me descubren antes de que haya obtenido resultados, estaremos perdidos.
—Lo sé. Pero hay que correr riesgos si se quieren obtener resultados.
Gerde lo miró de nuevo.
—Tal vez lo intente —dijo por fin—. Tal vez..., cuando haya puesto un poco de orden aquí. Eissesh y los suyos llegaron a los Picos de Fuego cuando yo estaba fuera, buscando a Saissh... La gente está empezando a ponerse nerviosa, y no puedo permitirme más ausencias. Aunque esta valió la pena —rió—. Quién lo habría dicho... la pequeña Victoria, qué callado se lo tenía, ¿verdad?
Christian frunció el ceño.
—¿No lo sabes? —sonrió Gerde—. Entonces puede que no estés tan implicado como yo creía. Lástima; habrá que matarlos a los tres, después de todo.
Christian no preguntó qué había de saber. Inclinó brevemente la cabeza ante Gerde y salió del árbol-vivienda, sigiloso como un fantasma.
Algo estaba abrasando el desierto.
Incluso los más escépticos tuvieron que reconocer que ese algo existía, porque pocas cosas podían quemar algo que no podía arder, y era obvio que la misma arena se derretía bajo el paso de aquella extraña amenaza.
Habían buscado el lugar donde Rando se había estrellado con Ogadrak, y desde allí habían rastreado la bola de fuego. Ya no seguía en el mismo lugar, pero no tardaron en encontrar huellas de su presencia. La arena del suelo estaba completamente quemada, y había cristalizado, formando una extraña capa vidriosa que desconcertaba a los yan, acostumbrados a caminar descalzos sobre las ondulantes dunas.
No formaban un grupo excesivamente numeroso. Los lideraba Goser, que, como de costumbre, no se perdía ni una sola expedición, pero solo dos dragones los vigilaban desde el aire. Uno era el de Rando... y el otro no era el de Kimara.
La semiyan había optado por ir con ellos, pero no desde el aire. Había preferido dejar a Ayakestra en la base para seguir, junto a Goser, el rastro de la esfera de fuego, a ras de suelo.
Desde el aire se veía claramente que se había desplazado. No había más que seguir el amplio camino de arena cristalizada que había dejado a su paso.
Pero aquella no era la única huella de su presencia. Sobrecogidos, los rebeldes contemplaron, a medida que avanzaban, los cadáveres carbonizados de las criaturas que habían tenido la desgracia de cruzarse en el camino de aquella cosa. Lo que más les impresionó fue ver el cuerpo sin vida de un swanit, literalmente calcinado bajo las placas de su caparazón duro, que se habían fundido con el calor como si fuesen de mantequilla. No lejos de la criatura hallaron el cadáver de un explorador yan que había cometido la imprudencia
de
acercarse demasiado, tal vez llevado por la curiosidad que le producía el cuarto sol, tal vez tentado por la posibilidad de obtener fácilmente un caparazón de swanit.
Cuando los soles ya empezaban a declinar, los rebeldes toparon con otra escena que los conmocionó todavía más.
Una de las tribus nómadas perdidas también se había acercado demasiado a aquel misterioso sol.
El espectáculo era dantesco. Los yan habían ardido como antorchas, junto con sus tiendas, enseres y animales. Los cuerpos estaban irreconocibles. Daba la sensación de que habían tratado de escapar de aquel calor infernal, pero no habían sido lo bastante rápidos. Tal vez les había sorprendido mientras dormían, o tal vez habían esperado al último momento, con el objetivo de ver qué era exactamente aquel corazón de fuego que se acercaba.
Rando no lo sabía. Solo tenía claro que lo que provocaba aquello, fuera lo que fuese, era terrorífico e imparable.
El y el otro piloto habían aterrizado no lejos de la tribu masacrada y se habían reunido allí con los demás rebeldes. Rando llegó a ver a Kimara sollozando en brazos de Goser, y a un par de feroces guerreros yan sentados sobre la arena cristalizada, con el rostro oculto entre las manos, tal vez para ocultar sus lágrimas, tal vez mareados por el hedor a muerte.
—Qué forma tan horrible de morir —murmuró el otro piloto, impresionado.
Rando no dijo nada. Se acercó a Goser y a Kimara y dijo, con suavidad:
—No tiene sentido que sigamos aquí.
El yan y la mestiza cruzaron una mirada. Los habitantes del desierto tenían por costumbre incinerar a sus muertos, pero dudaban que nadie tuviese valor para volver a prender fuego a aquellos cadáveres.
—Laarenaenterrarásusrestos —dijo Goser, y Kimara asintió, aliviada—. Lasserpientespagaránporesto.
Rando suspiró, exasperado.
—Mira a tu alrededor —le espetó—. ¿Crees de veras que esto han podido hacerlo los shoks?
—Ellos atacan con hielo —murmuró Kimara, pensativa—. Como cuando destruyeron nuestra base.
—¿Acasoconocesalgunaotracosaenestemundocapazdehaceralgo-así? —inquirió Goser, y sus ojos de fuego destellaron con más intensidad.
—Lo verás por ti mismo —dijo Rando, sombrío.
Prosiguieron su camino, con el corazón encogido, pero a la vez aliviados por dejar atrás aquella escena macabra.
Un momento de respiro
AVANZABAN lenta y pesadamente, sin apenas detenerse. Elegían caminos anchos y despejados, porque les resultaban más cómodos, por lo que mucha gente los vio. Y, aunque casi todos salían huyendo al verlos, lo cierto era que no había nada que temer. Tenían un aspecto imponente, eso era verdad, y pocos habitantes de Nandelt habían visto a uno de cerca alguna vez. Por eso toda una comitiva de cientos de individuos no podía dejar de llamar la atención. Pese a ello, los valientes que se quedaron a observarlos se llevaron una decepción. A no ser que se atrevieran a salirles al paso, los recién llegados no prestaban atención a los humanos. Se limitaban a seguir su camino; cruzaban las aldeas sin saludar a nadie, lo cual tampoco era tan extraño, puesto que la mayoría se ocultaban al verlos.
Los pocos que osaron dirigirse a alguno de ellos obtuvieron, para su sorpresa, una respuesta amable. Estaban de paso, dijeron. No, no tenían intención de herir a nadie, respondieron, con desconcierto ¿por qué razón habrían de hacerlo? Cuando se les señalaba que habían destrozado algunas cosechas bajo sus enormes pies, ellos se mostraban confundidos. Para algunos humanos, era la señal de que mentían.