—No tengo dinero.
—Entonces, poder. Al fin y al cabo, eres hechicera.
—Sigo el camino del Bien. No hago trueques con mis poderes.
—Nos acompañarías al Muro de Hielo, naturalmente —intervino Tanis.
—¡Semielfo! —exclamó, alarmada, Kitiara—. No estarás pensando en ir allí, ¿verdad? ¡Tal vez ni siquiera es quien asegura ser!
—Todavía no lo he decidido. —Tanis miró a Lida con actitud pensativa—. También yo he visto los efectos de la magia, Kit. Y opino que esta hechicera, si bien no está diciendo todo cuanto sabe, tiene un propósito noble. Creo que realmente desea vengar la muerte de su amiga.
La espadachina escupió con gesto enojado y dio la espalda al semielfo. Al hacerlo, captó la sonrisa socarrona de Caven.
—¿Y a ti qué te pasa, soldado? —demandó.
—Ah, capitana, es tan reconfortante verte perder una discusión de vez en cuando… —dijo el kernita.
—¿Perder? —Kitiara estaba que estallaba de furia—. No tengo la menor intención de hacer una excursión a las heladas regiones meridionales de Ansalon para que una criada vengue la muerte de una persona que era enemiga del hombre a cuyo mando servía. Una cosa es capturar a un ettin a cambio de una recompensa, y otra muy distinta emprender una aventura, sin paga, para salvar a la enorme y sucia población de Krynn. ¡Ni hablar! —Echó a andar a grandes zancadas, sin dejar de rezongar por encima del hombro—. Intentadlo vosotros dos, si queréis. No os necesito a ninguno. Estúpidos. ¡Papanatas!
Dio una patada a un árbol. Luego, dominada por una nueva náusea, se agarró al tronco con manos inseguras. El mareo remitió en cuestión de segundos y se apartó bruscamente del árbol. Tanis dio un paso hacia ella.
—Kit…
La espadachina no le hizo caso. Caven detuvo al semielfo agarrándolo por un brazo.
—Déjala que se desahogue, Tanis. Kit echará pestes un rato, pero después se calmará. Es inútil hablar con ella cuando está así; sólo se consigue enfurecerla más.
El semielfo asintió con un cabeceo tras pensarlo un instante. Kitiara les echó una mirada furiosa mientras seguía maldiciendo y despotricando.
Tanis y Caven siguieron hablando en voz baja, y Lida y Xanthar hicieron un aparte.
Buen conjuro de expulsión, Xanthar.
No fui yo quien rechazó a los seres del bosque, Kai-lid. No temen a los búhos gigantes. Alguien ha ejecutado un sortilegio de protección sobre Kitiara… La misma persona, deduzco, que deshizo el hechizo de inmovilidad en los otros tres mientras tú hacías esa magnífica interpretación tan convincente. Estamos dentro del círculo protector: lo noto. Nos están vigilando, Kai-lid.
La joven reflexionó un momento; el corazón le latía con fuerza.
Debe de tratarse de Janusz, Xanthar. Tiene que ser él. Los ha visto a ellos y me ha visto a mí. Ahora estamos atrapados.
No olvides que el hechicero ve a Lida, no a Dreena.
Con sus poderes mágicos podría ver quién soy realmente, si quisiera.
Los labios de Kai-lid estaban temblorosos.
No tiene razón para hacerlo, querida. Cree que Dreena ha muerto.
¿Por qué levantaría el hechizo del semielfo y los otros?
Xanthar guardó silencio unos instantes antes de responder.
No lo sé. Vendrá bien a sus planes. Sin duda envió al ettin en su busca.
Y ellos, a su vez, cayeron en la trampa que les tendió. ¿Crees ahora en mi sueño, Xanthar?
Sí.
En ese momento, Tanis se apartó del grupo y se acercó al búho y a la hechicera.
—Quiero saber por qué deseas ayudarnos —espetó.
Lida miró de reojo a Xanthar, pero el ave no le ofreció asistencia.
—No tenemos otra alternativa —respondió por último—. Tenemos que perseguir a ese ettin.
—¿Por qué?
Lida tragó saliva con esfuerzo.
—Creo que el ettin nos guiará hasta Valdane. Res-Lacua es esclavo de Janusz y el ettin tiene que volver con él.
—A mí me parece una trampa, Lida. —Tanis hablaba despacio, sin apartar los ojos de la hechicera ni un solo instante—. Si seguimos al ettin, el mago tendrá oportunidad de vengarse de Kitiara. ¿Cómo vamos a hacer frente a todo un ejército?
—Semielfo, es demasiado tarde para echarse atrás. —La firme mirada de Tanis casi la hacía balbucear—. Kitiara no es una persona indefensa, ni mucho menos, y además nos tendrá a nosotros para ayudarla. Creo que sabe mucho más de lo que nos ha contado. —Al ver que Tanis no hacía el menor comentario, Lida tragó saliva y continuó, reprochando para sus adentros a Xanthar por dejarla sola para dar explicaciones—. Iré con vosotros, semielfo. Mis poderes mágicos están lejos de ser importantes, pero haré cuanto pueda. Quizás esto sea una trampa, pero no soy yo quien la ha puesto. Creo que somos los únicos que se interponen entre la ambición de Valdane y la muerte e muchísimas personas. Es una cuestión de honor, Tanis.
—Una cuestión de honor —repitió el semielfo en voz queda.
Lida tendió una mano y la posó en el brazo de él.
—Semielfo, quiero hacerte una pregunta. ¿Qué significa Kitiara para ti?
Tanis observó de hito en hito a la maga; su cabello negro le caía en cascada sobre los hombros, y su voz era baja y vibrante.
—¿Es importante para ti la espadachina? —insistió Kai-lid al no responderle él.
—Es… —Tanis balbuceó bajo la intensa mirada de los azules ojos de la hechicera, que contrastaban poderosamente con su piel oscura—. Es una amiga. Viajamos juntos.
Las comisuras de los labios de Lida se curvaron en un esbozo de sonrisa.
—Ah. Una amiga.
—Sí. —Tanis eludió los ojos.
—Esta batalla es de Kitiara, no tuya, Tanthalas Semielfo. —Las palabras de la mujer tenían un deje divertido—. Qué afortunada es de contar con un «amigo» con la fuerza y el coraje de no abandonarla en momentos tan peligrosos. Me pregunto qué serías capaz de hacer por una esposa o por un hijo tuyo, si llegas tan lejos por una simple amiga.
—Entonces ¿estás decidida a luchar contra ese tal Valdane? —preguntó precipitadamente Tanis, que había enrojecido.
Lida asintió con la cabeza. El semielfo, tras una breve vacilación, regresó con su grupo.
No tienes intención de acompañarlos.
La voz mental de Xanthar llevaba una nota de reproche.
Tengo miedo, y mis poderes mágicos son muy débiles. No me necesitan. Se las arreglarán bien solos. Pero tal vez no emprendieran la tarea si supieran que pienso quedarme.
Xanthar alargó el cuello y arrancó una ramita de un árbol con el pico. Después empezó a pelarle la corteza dándole vueltas con la lengua mientras la ahuecaba con la punta del pico.
¿Y crees que el ettin los está guiando al Muro de Hielo? He de hacerte notar, Kai-lid, que el ettin parece dirigirse hacia el norte, mientras que el glaciar, que yo sepa, está en el límite meridional de Ansalon.
Kai-lid no respondió. La voz del búho continuó, con tono pensativo:
Tengo entendido que existe un sla-mori en el Bosque Oscuro, uno que conduce al sur. Tal vez sea sólo un rumor, o tal vez no.
¿Un sla-mori?
Una «ruta secreta». Un túnel mágico que traslada a sus ocupantes a grandes distancias si son capaces de desentrañar su misterio. Se dice que los elfos construyeron los sla-moris hace mucho tiempo.
¿Y ese sla-mori está hacia el norte?
El búho asintió con un cabeceo.
A corta distancia de aquí… En un valle cercano al monte Fiebre. Quizá sea allí adonde se encamina el ettin.
Xanthar cambió repentinamente de tema.
Presumo que te has fijado bien en Kitiara.
Sí.
¿Y lo has visto? No con tus ojos, sino con tu visión interna.
Lo he visto, Xanthar. Me pregunto qué piensa hacer al respecto.
El búho soltó una carcajada.
¿Es que crees que ella lo sabe, Kai-lid? En verdad, nuestra opinión sobre la capacidad humana de ser consciente de sí misma difiere mucho.
Pero ¿cómo puede una mujer estar embarazada y no saberlo?
Nunca subestimes la sordera de los humanos a la voz de su subconsciente, Kai-lid. Nunca.
Ataques
El rostro de la niña, al igual que el de su hermano mayor, estaba pringado de hollín y grasa de morsa. Su madre se los había untado con la mezcla esa misma mañana para protegerlos del viento, frío y mordiente, que soplaba en el glaciar.
—Haudo, mira —llamó con un susurro a su hermano, los ojos brillantes de gozo por la idea—. Soy un oso polar. —Levantó las manos, enguantadas en manoplas de piel, por encima de la cabeza, que llevaba cubierta con la capucha hecha con pieles de foca y rematada con una orla de plumas de aves marinas. Lanzó un sonido aproximado al rugido del oso polar y después soltó una risita divertida. Pero Haudo puso un gesto ceñudo.
—Nunca se debe imitar al oso de los hielos, Terve —le recordó, con el tono pedante que es habitual en los hermanos mayores—. Es el abuelo de esta tierra, y debemos honrarlo.
—Eres un aguafiestas, Haudo —protestó la niña, enfurruñada—. Ojalá me hubiese quedado en casa.
—Estuviste dando la lata hasta que padre me obligó a traerte conmigo. Le dije que eras demasiado pequeña, que te cansarías, y que no servirías de ninguna ayuda. Pero padre y madre querían quitarte de en medio para así poder, por una vez, tejer cuerdas con las pieles de focas en paz, de modo que yo…
—¡Eso no es verdad! ¡También yo puedo encontrar hielo compacto para los utensilios!
—Entonces, hazlo —rezongó Haudo—. Y por una vez en tus ocho años de vida, hermanita, cierra el pico mientras te ocupas de otra cosa.
—Sólo tienes cuatro inviernos más que yo, hermano —argumentó Terve, si bien guardó silencio durante un rato después de aquello.
El muchacho y la niña hurgaron entre los fragmentos que alfombraban la base de la Roca del Quebrantador, una afloración de hielo muy denso, distante a una hora de viaje en bote deslizador desde su poblado. Su bote yacía de costado a poca distancia, con la gran vela apoyada contra el hielo, y los largos patines de madera relucientes. La superficie compacta del glaciar era lo bastante resbaladiza en esa zona para permitir el uso del medio de transporte tradicional de los Bárbaros de Hielo, si bien las crestas de nieve y hielo acumulados, así como alguna que otra grieta cubierta por una fina capa de nieve, hacían peligrosa la marcha. Desde allí, el glaciar parecía ondularse con suaves colinas; Haudo apenas divisaba el humo de las hogueras de turba encendidas en su poblado.
El muchacho tanteó al pie del gigantesco afloramiento, buscando esquirlas de hielo especialmente denso que se hubiesen desprendido con la presión de los movimientos internos de la masa compacta. El material, duro como el acero, podía tallarse para hacer rascadores de pieles, pequeños cuchillos, e incluso agujas para coser y tejer, aunque sólo el clérigo estaba autorizado para supervisar la búsqueda de bloques adecuados que se transformarían en el arma tradicional de su pueblo, el hacha conocida como Quebrantador de Hielo. Terve envolvía incluso las esquirlas más pequeñas en las pieles curadas de aves marinas y las guardaba con actitud reverente en el cesto que había tejido con tiras de tripas de morsa. Como era de esperar, la niña empezó a hablar otra vez.
—¿Por qué se llama Roca del Quebrantador, Haudo? ¿Quién era Quebrantador? Y esto es hielo, no piedra.
Haudo esbozó una mueca burlona ante la brevedad del silencio autoimpuesto por su hermanita, pero respondió con afabilidad. Haudo pertenecía al clan del Relatador de Cuentos; su misión en la vida era aprender de memoria los miles de relatos que conformaban la historia oral del pueblo de los Bárbaros de Hielo. Narrar el cuento del Quebrantador podía ser un buen modo de practicar, aunque, sin duda, la pequeña Terve había oído la historia docenas de veces. Además, la narración los ayudaría a pasar el rato. Sacó pecho, respiró hondo, imitó la actitud de narrador que adoptaba su padre, y empezó, siguiendo el ritual de su clan:
—Los ancianos dicen que el Pueblo puede ver el límite del mundo desde la cima de la Roca del Quebrantador. Y que todo cuanto abarca la vista les pertenece, como siempre ha sido y siempre será, compartiéndolo sólo con el oso de los hielos. Así lo cuentan los ancianos.
—¡Vayamos pues, Haudo! —chilló Terve, entusiasmada—. ¡Subamos a la cima!
El muchacho le dirigió una mirada de reconvención.
—No es correcto interrumpir el relato de la Historia de los Orígenes —le recordó, adoptando una actitud altiva. Terve se sumió en el silencio—. En cualquier caso —agregó, malhumorado—, nadie ha escalado la Roca del Quebrantador. Es demasiado resbaladiza.
La niña abrió la boca para decir algo, pero enseguida la volvió a cerrar al recibir una mirada furibunda por parte de su hermano. Simulando indiferencia, sacó de una bolsa un tentempié de carne de pescado cruda y empezó a comer. Haudo reanudó su cuento.
—Hace muchos, muchos inviernos, el gran oso polar, que dio forma a las tierras del Pueblo, dejó aquí, en este mismo sitio, un regalo sagrado, un paraje fructífero. —Haudo repitió la última frase. Sonaba a persona adulta—. Un regalo sagrado, un paraje fructífero. Un lugar que contenía el regalo del oso polar, el hielo denso del cual el Pueblo produciría, con muchas plegarias y cantos, el Quebrantador de Hielo. El Quebrantador de Hielo, el arma temida por los enemigos del Pueblo, es el regalo del oso polar.
—Eso ya lo has dicho, Haudo. —Dos finas arrugas rompieron la suavidad de la piel del entrecejo de Terve.
Haudo cerró los ojos e inhaló despacio. Cuando soltó el aire, estaba, aparentemente, calmado.
—Durante siglos, el Pueblo ha ido a los parajes secretos en el Muro de Hielo para recoger el hielo y llevar a sus tribus el material que sólo el clérigo de los poblados puede transformar en Quebrantadores. Tal es la complejidad de estas armas que se tarda un mes en fabricar una.
—Eso lo sé, hermano —rezongó Terve.
—El Quebrantador de Hielo es el regalo del oso polar —reiteró el muchacho, sólo para molestarla—. Es la única arma que aniquilará a los hombres-toros y a los thanois, enemigos del Pueblo.
Terve miró en derredor y se estremeció. La mención de los hombres morsas y los minotauros, que realizaban incursiones periódicas al glaciar para robar pieles de foca y capturar esclavos, la hizo acercarse un poco más a su hermano mayor. Haudo simuló no darse cuenta. Continuó su historia del oso polar, los Quebrantadores y la deuda que el Pueblo tenía con los osos de los hielos. Ningún Bárbaro de Hielo, hombre o mujer, mataría a uno de estos animales; aquel que lo hiciera, aunque fuera por accidente, tenía que apaciguar al espíritu del oso con siete días de ayuno y oración, y muchos regalos.