—¡Despack!
Los ettins y thanois retrocedieron. Los minotauros permanecieron donde estaban, pero tampoco hicieron movimiento de aproximación hacia las mujeres.
Janusz dijo algo más en una lengua desconocida para Kitiara. Sin embargo, los minotauros prestaron atención y, cuando el hechicero dejó de hablar, uno de los hombres toros adelantó un paso, miró de arriba abajo a la espadachina, como si fuera sólo un tábano molesto, y utilizó el extremo del mango de su hacha de doble hoja para empujar con él a Kitiara, en dirección a la turba de hombres morsas y trolls de dos cabezas.
—Recuerda, hechicero, que si muero nunca obtendrás la información que quieres —le gritó Kit a Janusz.
El hombre se limitó a sonreír; hacía gala de una seguridad en sí mismo ilimitada, y Kitiara, rodeada por cientos de malignas criaturas armadas que estaban al servicio del hechicero y de Valdane, pensó por primera vez que quizás había topado con un enemigo imbatible. Echó a andar en la dirección marcada por el minotauro. La multitud se apartó a su paso.
—Toj está encargado de protegerte, capitana —se oyó la voz de Janusz a sus espaldas—. A menos, por supuesto, que sospeche que intentas abusar de mi hospitalidad. De modo que… cuidado con lo que haces, capitana.
Kitiara no respondió. Era evidente que la superaban mucho en número, y Lida Tenaka, debilitada su magia, sólo era un estorbo. Toj se adelantó hasta ponerse al lado de Kit.
—¿Eras mercenaria? —preguntó el minotauro.
—Aún lo soy —lo corrigió la espadachina.
Toj se echó a reír.
—Él hechicero dijo que eras testaruda. Veo que estaba en lo cierto.
El minotauro tenía un curioso modo de hablar, como si estuviera traduciendo otra lengua al Común. Kitiara ni siquiera le llegaba al hombro y se encontraba desarmada, pero no estaba asustada. Por el momento, al menos, Toj no le haría daño, y entretanto podría enterarse de algo si se mostraba comunicativa.
—¿Eres un soldado a sueldo? —inquirió—. ¿Como los ettins y los thanois?
El minotauro se volvió hacia la mujer. Sus ojos centelleaban y sus ollares estaban dilatados. Toj lucía un aro metálico ensartado en la nariz, y otro en la oreja derecha: la insignia de cierto rango entre algunos minotauros. Kitiara atisbo el brillo de los enormes dientes. El hacha de hoja doble se meció peligrosamente; los bíceps de la criatura se hincharon y se relajaron mientras el brazo controlaba los movimientos de la pesada arma. Cuando, por fin, habló el minotauro, su voz estaba cargada de cólera.
—Soy mercenario —manifestó—. Combato por dinero. No hay guerreros como los minotauros. Esos pescados —señaló con desprecio a los thanois— tienen menos seso que un mosquito. Creen que Valdane les entregará el glaciar cuando se haya ganado la batalla y se haya expulsado a los Bárbaros de Hielo. ¡Los muy estúpidos, ojos de pescado! Los ettins son esclavos.
Esclavos.
Y ellos, también, son estúpidos; tanto que ni siquiera comprenden que son esclavos. No compares a un minotauro con los thanois o los ettins. No somos de la misma calaña que esos gusanos. Somos guerreros. Nuestro deber es conquistar el mundo. ¡Por Sargas, somos la raza elegida! —Toj empujó a Kitiara con el hacha—. Camina —ordenó.
El entorno era como cualquier campamento militar: ruidoso, sucio, maloliente. Pero, tras la parrafada, el minotauro no parecía inclinado a seguir hablando. Kitiara miró de reojo a la criatura que caminaba a su lado.
Los minotauros habitaban regiones costeras generalmente. Eran conocidos en todo Ansalon por su pericia como constructores de barcos y marineros, y por su ferocidad en la batalla. Kitiara recordó la advertencia que un mercenario le había hecho años atrás: «nunca te rindas a un minotauro, pues será interpretado como una señal de debilidad que tendrá la ejecución como recompensa». Tanto varones como hembras eran entrenados para el combate, y ambos sexos tomaban parte en la batalla. Toj, cuyos curvados cuernos alcanzaban los sesenta centímetros de longitud, era un ejemplar impresionante de su raza. Su faz bovina estaba cubierta de un vello castaño rojizo que se espesaba en una capa de pelaje corto sobre su macizo cuerpo. A despecho del frío reinante, sólo vestía una faldilla corta y un correaje de cuero, en el que había varias trabillas que sostenían un látigo y diversas dagas.
Por fin se detuvieron en una cornisa asomada a un valle poco profundo. Toj y Kitiara se encontraban al final de la hilera de bloques de hielo. A corta distancia, al frente, docenas de mujeres, niños y hombres, vestidos con harapos y sucias parkas, gemían mientras tiraban de un fragmento de hielo inmenso que tenía la altura de tres hombres, y al que iban atados con correas hechas, probablemente, con cuero de foca. La formación se movía sólo dos o tres centímetros cada vez.
—¿Bárbaros de Hielo? —preguntó la mercenaria.
El minotauro asintió con un cabeceo.
—Nos hemos apoderado de varios poblados —comentó.
Los cautivos tenían aspecto tosco, como podía esperarse de habitantes de un clima tan riguroso. Su piel estaba curtida, sus cabellos eran largos. Kitiara había oído hablar de este pueblo nómada de los límites del glaciar, de su carácter orgulloso y fiero, de sus armas singulares hechas con hielo denso y de sus botes deslizantes. Pero estos prisioneros parecían no haber comido hacía días.
—Los supervivientes sirven bien como esclavos… mientras duran —dijo Toj—. Pero no resisten mucho.
Mientras hablaba el minotauro, uno de los hombres se desplomó silenciosamente; de inmediato, un ettin se lo cargó al hombro y se lo llevó con expresión triunfante. Los otros cautivos tiraron del bloque de hielo con un nuevo arranque de energía y lo situaron al final de la hilera, junto a los otros. Después, azuzados por ettins y thanois armados, se encaminaron hacia las vastas extensiones del glaciar.
—¿Qué propósito tienen estos bloques de hielo? —preguntó Kitiara.
El minotauro se echó a reír. Era un extraño sonido con características de mugido.
—El hechicero me advirtió que, además de testaruda, también eras curiosa —comentó—. Tiene apariencia de muralla, y es eso, ni más ni menos. Hay otra al sur, lejos. Es una formación natural y mucho más larga que ésta, pero no tiene utilidad estratégica para nosotros. Valdane quiere que se construya una en este punto a fin de contener a un posible enemigo. —Señaló con el dedo. Aunque sus piernas terminaban en corvejones y pezuñas de toro, sus manos eran como las de un hombre—. La muralla desviará las tropas enemigas hacia la grieta; no verán la fisura, pues el mago ha lanzado un hechizo a su alrededor. Se comenta que la grieta incluso se mueve, aunque sospecho que sólo se trata de un cuento para desanimar a los thanois para que no deambulen por ahí. Lo que es cierto es que el enemigo no verá el peligro hasta que se precipite a su muerte.
—¿Y quién es el enemigo? —inquirió la espadachina.
—Todo Krynn —respondió el minotauro sin la menor vacilación—. Cualquiera que se nos oponga. —Le lanzó una mirada astuta—. Harías bien en unirte a nosotros, capitana Uth Matar. He oído comentar que tienes unas dotes militares fuera de lo común. Valdane podría servirse de ti, y a mí no me importaría contar con un subordinado de tus condiciones.
—Dudo que se me dé la oportunidad de hacerlo —resopló Kitiara—. Me parece que no le gusto al mago.
—Ah, pero Janusz no dirige este campamento. Es a Valdane a quien tienes que causar buena impresión. Quizá se muestre clemente.
A decir verdad, Kitiara se sentía tentada de intentarlo. Valdane tenía el poder en sus manos. Pero el hechicero nunca le permitiría llegar a un acuerdo con el cabecilla. Se encogió de hombros, y Toj no insistió en el asunto.
Regresaron al campamento. Lida y Janusz aguardaban silenciosos cuando Toj la escoltó hasta la narria de madera. La hostilidad entre ambos magos saltaba a la vista, pues incluso evitaban mirarse. Res-Lacua subió la cuesta a toda carrera, eructando y oliendo a pescado. Sin decir una palabra, Kitiara y Lida montaron en la narria y, en esta ocasión, Janusz se les unió. Los lobos partieron en la dirección por donde habían venido, y dejaron atrás el campamento.
—Un puesto avanzado impresionante, ¿no, capitana? —comentó el hechicero.
—No está mal —dijo Kitiara—. Hace falta un comandante eficaz que mantenga a raya a las tropas, pero tiene potencial… en manos de la persona adecuada.
Lida la miró perpleja; Janusz echó atrás la cabeza y soltó una risa.
—Ah, Kitiara, tienes presencia de ánimo, no puedo dejar de admitirlo.
El ettin corría detrás de la narria arrastrada por los lobos. La mercenaria atisbo, en las sombras del fondo del vehículo, el fragmento de esquisto que había cogido en el monte Fiebre. Antes lo había dejado caer, pero ahora se aproximó a él y lo cubrió con el pie.
La nieve que había empezado a caer se convirtió pronto en cellisca. El ettin disfrutaba de la sensación de los fríos copos chocando contra su cuerpo casi desnudo. Lida y Kitiara se arrebujaron en las pieles para resguardarse del inclemente viento.
—Por lo menos no huele tan mal con este frío —rezongó la espadachina. La maga apenas esbozó una sonrisa.
Parecía que iban remontando altura, y Kitiara no tardó en comprender que estaban ascendiendo otra cresta del glaciar.
El viento soplaba allí con más violencia. Lida se ajustó la capucha a la cabeza. Kit escuchó fragmentos del canturreo del ettin.
Los lobos avanzaban veloces sobre la nieve más profunda. Lida parecía sumida en reflexiones. Al cabo de un rato se quedó dormida, y despertó con un grito al caer fuera de la narria. Kitiara saltó tras ella y la ayudó a ponerse de pie, rechazando a los lobos con maldiciones. La escena divirtió al ettin y a Janusz, pero lo más importante fue que la conmoción los distrajo. Cuando Lida se encontró de nuevo en el vehículo, a salvo, el fragmento de esquisto estaba en el bolsillo de la parka de Kitiara, y la espadachina estaba segura de que ni el mago ni el ettin se habían dado cuenta. No era mucho, pero sí mejor que nada.
El viaje continuó. Todos se sumieron en un silencio sólo roto por el jadeo de los lobos y el crujido de la nieve al aplastarse bajo la narria. El ettin había dejado de canturrear.
Por fin la ventisca amainó, y la luz plomiza fue reemplazada por la claridad del sol más brillante que Kitiara había visto nunca. El astro refulgía de manera cegadora en el manto blanco de la nieve, y hacía llorar los ojos de la mercenaria. El resplandor no parecía molestar al ettin. Kitiara y Lida se echaron las capuchas de piel hacia adelante y agacharon las cabezas. Fue entonces cuando Kit cayó en la cuenta de que el vehículo se había detenido.
—Bajad —ordenó Janusz.
—¿Aquí? —La mercenaria miró en derredor. Por un momento, sólo vio nieve. Después, al adaptarse sus ojos al resplandor, atisbo una hendedura gris azulada al frente. Lida y ella bajaron de la narria y se estiraron para desentumecer los músculos.
Más allá de la zona sombreada, la curva del glaciar era más escarpada de cuanto habían visto hasta ahora.
—Castillo —dijo el ettin.
Kitiara y Lida miraron a su alrededor y después una a la otra con expresión perpleja. No había morada alguna a la vista, y, desde luego, ningún castillo.
—¿Magia? —susurró la espadachina—. ¿Es invisible?
Lida echó otro vistazo en derredor y luego sacudió la cabeza.
—No advierto indicios de magia.
El ettin señaló el promontorio que se alzaba al frente.
—Quizá vamos a ser teletransportadas otra vez —sugirió Kit. Echó a andar, absorta en sus pensamientos. De repente, unas manos fuertes la empujaron por la espalda y salió lanzada hacia la sombra en la nieve; hacia la hendedura gris azulada.
Hacia la nada.
Kitiara oyó gritar a Lida y vio a la maga caer en el agujero con ella. La espadachina comprendió su error mientras se precipitaba en el vacío, dando tumbos. La habían empujado a un precipicio del glaciar, cubierto con una capa de nieve, invisible a causa del resplandor del sol. Mientras giraba en el aire, captó fugaces atisbos del cielo, de una pared suave, del fondo distante que le salía al encuentro con aterradora velocidad. En una de las volteretas vio al hechicero de Valdane cerca de ella, flotando como una pluma. ¿Por qué quería matarla antes de descubrir el paradero de las gemas de hielo? No tenía sentido.
La mercenaria reparó en el hielo aserrado del fondo del precipicio. La boca de la hendedura, en la superficie, se había reducido a un punto de luz muy lejano. Oyó gritar a Lida otra vez. Kitiara soltó una retahíla de obscenidades. Al menos, los dioses sabrían que Kitiara Uth Matar, a diferencia de la maga, no dejaría la vida maullando como un gatito.
La idea de su hijo no nacido acudió a su mente. Moriría sin haber dado a luz a esta criatura. Aunque, de todas formas, tampoco es que hubiese decidido dar a luz. Había ciertos hechiceros que se ocupaban de esta clase de inconvenientes a cambio de dinero.
Aun así…
Se esforzó por apartar esta idea de su mente, sin conseguirlo.
¿Habría tenido la criatura sus rizos oscuros? ¿Los ojos negros de Caven? ¿O las orejas puntiagudas de Tanis y sus ojos rasgados, de color avellana? ¿Habría heredado la irritante actitud crítica de «hacer siempre lo correcto» del semielfo?
¿Era otro precipicio lo que veía al fondo de la grieta por la que estaba cayendo?
Ella habría sido más valiente que su madre a la hora del parto, no le cabía la menor duda.
Creyendo que estaba cerca de la muerte, Kitiara se consoló con la idea de que no habría lloriqueado por los dolores del parto. Su entereza habría sorprendido a la comadrona. Y no es que hubiese decidido tener ese niño, se repitió. O, rectificó, en caso de dar a luz, no se lo habría quedado.
Nunca había tomado precauciones para evitar embarazos. Ni siquiera se le había ocurrido la idea. ¿Cómo podía haberla traicionado así su cuerpo de mujer?
En ese momento, Lida desapareció por un túnel lateral. Kitiara la siguió. Como si hubiese pasado a un medio más denso que el aire, su descenso perdió velocidad. Lida flotaba por debajo de ella, de pie, hacia el fondo del túnel vertical. Kitiara aterrizó a su lado. Oyó la tos de Janusz y giró en la dirección del sonido; el hechicero estaba de pie, al borde de una abertura en la pared que había a unos diez metros del suelo. Janusz alzó la mano en una burlona parodia de bienvenida, y Kitiara miró a otro lado.