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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Pedernal y Acero (26 page)

BOOK: Pedernal y Acero
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Janusz apartó de su mente la imagen de la lápida sepulcral. Sabía que los dos feudos, el de Kern y el de Meir, eran ahora uno que estaba regido, para mayor escarnio de Valdane, por un comité de nobles de segunda fila que habían servido bajo las órdenes de Valdane y de Meir. Estaban planeando, incluso, dar a los campesinos libertad para decidir sobre ciertos aspectos de sus vidas…, aspectos que no causarían grandes molestias a las familias dirigentes, desde luego.

Muy pronto, Res-Lacua llevaría a Kitiara Uth Matar y a Lida Tenaka a la cumbre del monte Fiebre. Muy pronto, Janusz usaría la gema de hielo que le quedaba y ordenaría al ettin, a través de la Piedra Parlante, que sacara la gema de hielo que el monstruo tenía en su poder. Entonces, Janusz pronunciaría las palabras para invocar la magia que teletransportaría a las mujeres y al ettin a través del continente de Ansalon. Torturaría a Kitiara hasta que descubriese el escondrijo de las otras gemas, y también satisfaría su curiosidad sobre la misteriosa relación entre Lida y la espadachina.

Sabía que había sido una insensatez ordenar a Res-Lacua que secuestrara también a la doncella. Ya resultaba bastante difícil dominar el poder de las gemas de hielo para teletransportar a una persona, cuanto más a dos o tres. Había empleado largas horas entrenando al ettin, practicando con las gemas; una vez había teletransportado a un desconcertado enano gully quien, al llegar al glaciar, había echado un vistazo en derredor y se había desmayado. De inmediato, gracias a los poderes del hechicero, la desagradable criatura había sido enviada de vuelta a un promontorio al norte de Que-kiri. Nada más volver en sí, el enano gully había proclamado que la rata, muerta mucho tiempo atrás, que llevaba consigo, le había dado poderes inestimables para viajar a través del tiempo y el espacio.

Janusz sonrió. Había adquirido un control mucho más preciso desde que había ocurrido el incidente del enano gully. De hecho, estaba deseoso de volver a utilizar la gema de hielo.

* * *

Lo primero que Kitiara notó fue que parecía encontrarse fuera de su propio cuerpo, observándose de manera desapasionada. «Esto es absurdo —pensó aturdida—. Estoy soñando.»

La Kitiara que veía no llevaba cota de malla. Esta mujer, agachada sobre la lumbre del hogar, lucía —¿cabría algo más ridículo?— un vestido con flores estampadas, y un delantal, ambas prendas festoneadas con puntilla. El vestido era rosa, el delantal, blanco, y, cuando la Kitiara del sueño se movía para comprobar el pan de maíz y el guisado de cordero que cocía en una olla sobre las brasas, la puntilla del vestido se enganchaba una y otra vez en los ladrillos de la chimenea. Hacía un calor sofocante en la cocina, y el sudor le resbalaba por el cuello; el tejido del absurdo vestido se pegaba a sus brazos y espalda. Aun así, la Kitiara del sueño canturreaba en voz baja mientras trabajaba como una esclava en el fogón, ajena, al parecer, al espantoso calor, en tanto que la Kitiara real —que antes preferiría morir que ponerse un vestido o meterse en una cocina— la observaba desde un rincón, incapaz, como ocurre en los sueños, de protestar.

Cuando la domesticada Kitiara del sueño se apartó del fogón algo más se hizo patente: estaba en avanzado estado de gestación. Mientras se dirigía hacia la mesa, resultaba evidente que cualquier movimiento le exigía un gran esfuerzo físico. Tenía hinchados los tobillos, y el rostro abotargado. Sin embargo, estaba cantando, ¡por el Abismo! Era una canción tonta, una especie de nana a la que se le había puesto una melodía simplona.

Se alzó un lloriqueo en una cuna que había en un rincón, y la Kitiara rosa y blanca se limpió en el delantal las maños manchadas de harina, y cogió en sus brazos a una criatura regordeta de unos nueve meses de edad. La cabeza del bebé estaba tan pelada como un huevo, pero lo que llamó la atención a la Kitiara real fueron las enormes y puntiagudas orejas del infante, y los ojos tan rasgados que la criatura apenas podía abrirlos. ¿Cómo era posible que un cuarterón de elfo tuviese un aspecto mucho más elfo que su padre semielfo?

Mientras la Kitiara del sueño se sentaba en una mecedora y empezaba a acunar al infante sobre su hinchado vientre y le daba el pecho, sonó un portazo en alguna parte, y la cocina se llenó de niños escandalosos, todos ellos con ridículas orejas grandes y puntiagudas. No paraban un instante, moviéndose de un lado a otro como un banco de pececillos; ¡parecían ser cientos!

Kitiara había visto a camaradas heridos ahogarse en su propia sangre hasta morir, sin que ello le produjera otra sensación que enojo porque se hubieran dejado matar. Ahora, en cambio, estaba petrificada de espanto al imaginar un ejército de chiquillos colgados de sus faldas. La Kitiara real prefería enfrentarse a una falange de goblins antes que entendérselas con esta pandilla de insoportables rapazuelos.

La Kitiara del sueño se levantó de la mecedora y dejó al bebé sobre la mesa mientras abría un bote de cerámica y repartía galletas a los escandalosos niños, que se daban empellones y peleaban entre sí.

Todas las niñas llevaban ridículos vestidos rosas y blancos, y cada una de ellas acunaba una gordinflona muñeca elfa; ninguna manejaba una espada de juguete. Los niños, por otro lado, lucían atuendos de piel de gamo y aferraban arcos minúsculos en sus regordetas manos.

Entonces sonó otro portazo y una especie de rugido resonó en la cabaña. Los niños se dispersaron como hojas arrastradas por el viento y después se arremolinaron detrás de su madre. Tanis apareció en la puerta. Pero era un Tanis gordo, congestionado y sucio; un semielfo muy, muy borracho que eructó mientras se recostaba en el marco de la puerta. Sus ojos se posaron en el enjambre de niños, con una expresión de asco que era pareja a la de la Kitiara real.

—¿Se puede saber dónde está mi cena? —exigió—. Tengo hambre.

—¡Hace meses que no apareces por casa! —chilló la Kitiara del sueño—. ¿Dónde has estado, gandul?

—En ningún sitio en particular. —El Tanis del sueño la miró con malicia—. ¿Qué? ¿Otra vez embarazada? ¡Por los dioses, mujer!

Desde su rincón, la verdadera Kitiara quiso aconsejar a la Kitiara del sueño, que había empezado a llorar.

—¡Saca tu espada! —intentó gritar—. ¡Atraviésalo de parte a parte! ¡Deja a estos latosos en el primer orfanato que encuentres y lárgate de aquí!

Pero las palabras no salieron de sus labios.

La Kitiara del sueño se volvió y, gimiendo por el esfuerzo, se aupó para alcanzar la espada que decoraba la pared de la chimenea. La verdadera Kitiara sintió que el corazón le latía con fuerza. Pero su gemela del sueño se limitó a utilizar el arma —esa arma que había salvado docenas de vidas y había acabado con incontables más— para cortar el pan casero en rebanadas. Hizo que la bandada de niños se sentara a comer y luego condujo al embriagado Tanis desde la puerta a la cabecera de la mesa.

—¿Otra vez guisado? —protestó él.

Privada del habla, e invisible para ellos, la Kitiara real se estremeció. Si esto era lo que le aguardaba, prefería que la torturaran hasta la muerte.

Aunque, a decir verdad, ¿qué diferencia había entre lo uno y lo otro?

14

El poder de las gemas

Al volver en sí, Kitiara se encontró echada sobre el hombro del ettin y mirando directamente a la caída casi vertical que había desde el monte Fiebre. El suelo del valle se extendía cientos de metros más abajo. Desde esta distancia, la vaguada parecía una zona boscosa corriente, no parte del temible Bosque Oscuro. Kitiara cerró los ojos para que se le pasara el vértigo.

Recordó la razón de sus mareos; chilló y se debatió contra las zarpas del ettin, entre cuyas cabezas iba encajada.

—¡Pedazo de buey! —gritó la espadachina mientras golpeaba con los puños la espalda de la criatura—. ¡Suéltame! ¡No puedo respirar!

Res-Lacua la soltó sobre una estrecha cornisa; durante unos instantes, Kitiara se agarró a la pared rocosa mientras el mundo giraba a su alrededor. Después, se le aclaró la vista, y atisbo la faz anhelante de la hechicera, detrás del corpachón del ettin. Los denuestos de la espadachina resonaron en el aire.

—Mucho ruido —observó el ettin. Kitiara cerró la boca. Res-Lacua señaló la cima del monte, a pocos pasos de distancia—. Subir.

Hacía frío y soplaba viento en lo alto del monte Fiebre. La capucha de Lida ondeó con la fuerza del ventarrón, y su cabello se agitó tras ella. La hechicera se agarró a Kitiara en busca de apoyo. El ettin hurgaba en el interior de las sucias pieles que le cubrían el cuerpo.

—¿Qué demonios hace ahora? —preguntó Kit a la maga en un susurro.

Lida se encogió de hombros y sacudió la cabeza. No se veía señal alguna del búho gigante. ¿Es que el ettin iba a matarlas? Si ésa era su intención, no lo conseguiría sin lucha. Kitiara miró a su alrededor, buscando alguna clase de arma, pero no vio más que esquisto. A la altura que estaban no crecía ninguna clase de vegetación.

El monstruo había sacado una piedra, gris y suave, y le hablaba.

—Amo, amo —dijo con tono reverente.

—¿Qué es eso? —inquirió Kitiara.

—Magia —musitó Lida.

La espadachina se arrodilló subrepticiamente y recogió dos trozos de esquisto. El ettin estaba demasiado absorto para advertir su maniobra. Kit entregó uno de los fragmentos rocosos a la maga.

—Prepárate —advirtió la mercenaria.

Lida no respondió. El ettin volvió a rebuscar entre las pieles y sacó otro objeto pequeño. Kitiara dio un respingo al reconocerlo. No había error posible; era una gema púrpura, igual a las que le había robado a Janusz. El cristal emitió unos rayos violetas, y un zumbido ahogó el silbido del viento. La luz violeta rodeaba al ettin.

El monstruo asintió, como respondiendo a alguna orden inaudible, al mismo tiempo que se volvía hacia las mujeres. Sostenía la piedra gris en una mano y la gema de hielo, levantada sobre las cabezas, en la otra. Mientras se acercaba a Kitiara y a Lida, el aire en torno al trío empezó a reverberar y a expandirse. Unas partículas giraron a su alrededor.

—¿Nieve? —susurró Kit.

Lida, sobrecogida por la exhibición de poder, no dijo nada.

Las partículas siguieron girando y emitiendo un brillo escarlata, púrpura, verde profundo, dorado y blanco. Kitiara oyó murmurar algo a la hechicera. El remolino se hizo tormenta a medida que el ettin se acercaba a ellas.

La espadachina no podía moverse. La magia de Janusz la tenía atrapada, y la mujer contempló horrorizada cómo Res-Lacua, Lida y ella misma empezaban a desintegrarse, disolviéndose en el remolino mágico que se ceñía a su alrededor, girando más y más deprisa, hasta que fue como si las tres figuras se encontraran en el centro de un gran vórtice. La luz púrpura y el zumbido arcano se intensificaron de tal modo que los ojos y los oídos de Kitiara no percibieron otra cosa.

Entonces, en medio de un destello amatista, desaparecieron.

* * *

Xanthar y los otros se aproximaban al valle cuando el búho divisó la extraña escena que tenía lugar en la cima del monte Fiebre. Gritando inútilmente, el ave batió las alas e intentó volar directamente hacia lo alto del escarpado risco donde sólo él, con su capacidad para ver en la distancia, podía contemplar lo que estaba ocurriendo. Pero era demasiado pesado para moverse deprisa; sus grandes alas se esforzaron contra la fuerza del viento. Caven y Tanis se habían detenido y lo miraban desconcertados.

—¿Qué le pasa a ese pájaro? —rezongó Mackid—. Ya hemos llegado al valle, ¿no? ¿Dónde está Kitiara?

—¿Es que no lo notas? —intervino Tanis—. ¿La perturbación en el aire? —Se llevó la mano a la cabeza y sintió que el cabello se le adhería a los dedos a causa de la estática. Luchó contra el pánico, acuciado por una súbita sensación de impotencia.

Caven se había girado en la silla y miraba consternado al semielfo; luego alzó la vista hacia el búho, que no dejaba de ulular mientras remontaba altura.

—Sea lo que sea, os está volviendo chiflados —dijo el mercenario.

Tanis ni siquiera lo oyó.

—¡Llegamos tarde! —gritó mientras señalaba al pico pelado que se
alzaba,
hacia el norte.

Un miasma brillante bullía en torno a la cima del monte; parecía absorber energía del propio suelo, de sus cuerpos. Ahora, incluso Caven se tambaleó en la silla, y Tanis tuvo que sujetarlo para que no cayera. En ese momento, la cima del monte pareció estallar. Mas, cuando la explosión pasó y el fulgor se apagó, el cerro estaba igual que antes, intacto.

—Eran ellas —presagió Tanis—. ¡Han desaparecido!

—¿Desaparecido? Semielfo, esto es el Bosque Oscuro. Ese destello pudo causarlo cualquier cosa.

—No —insistió Tanis, obstinado.

Unos minutos más tarde, Xanthar aterrizaba en lo alto de un cercano árbol seco. Miró sin cesar a un lado y a otro, primero a la montaña, después al sur, y de nuevo a la montaña. De pronto, el ave abrió el pico, dejando a la vista una lengua gris, del tamaño de la mano de Tanis, y soltó un grito de cólera y desolación que levantó ecos en el valle. Incluso Caven se estremeció.

Pasado un rato, el búho se calmó y miró fijamente al semielfo. Lida tenía aquella misma expresión en los ojos, una mirada fascinante que atraía como un imán, inmovilizaba a quien lo observara y se introducía prácticamente en sus pensamientos. Caven apartó la vista, pero Tanis sostuvo la severa mirada del búho.

En el suelo, el ave empequeñecía al semielfo, pero encaramado en la copa del árbol, y a pesar de que los dos hombres estaban subidos al enorme semental de Mithas, el búho aún los hacía parecer más pequeños. Una cólera ardiente irradiaba del ave. Entonces, el búho gigante parpadeó, y de nuevo fue el sarcástico Xanthar de siempre.

Nos hemos equivocado.

Tanis asintió, y Caven hizo otro tanto, de manera que el semielfo comprendió que el mercenario había oído también la voz mental del búho.

Ahora están en el glaciar.

—¿Por qué en el glaciar? —espetó Mackid—. ¿Porque un estúpido sueño lo decía? Valdane perdió la guerra en Kern; ¿por qué desplazarse más de mil quinientos kilómetros al sur, a un sitio como el glaciar, si tiene intención de conquistar el mundo? Suponiendo, claro está, que la maga y tú tengáis razón al suponer que tal es su intención. ¿Por qué el glaciar, búho?

Quizás haya algo valioso para él…, algo que busca.

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