Read Pedernal y Acero Online

Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Pedernal y Acero (32 page)

BOOK: Pedernal y Acero
12.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Se me ocurre otra idea. —Sin detenerse a pensar en el riesgo, Tanis aflojó el arnés que lo sujetaba al búho. Con precaución, se puso de rodillas sobre la espalda de Xanthar.

¿Qué haces? Semielfo, estás desequilibrado… ¡No podré cogerte si caes!

Haciendo caso omiso de las palabras del búho, Tanis se puso en cuclillas. Los mocasines del semielfo resbalaban en las plumas del ave, pero Tanis logró ponerse de pie, con el brazo izquierdo extendido para mantener el equilibrio. Después estiró el derecho hacia arriba, sosteniendo el astil dividido y la gema tan alto como le era posible. Intentó no pensar en el lejano suelo. De repente, la mochila de Kitiara, con las otras siete gemas de hielo, rodó sobre la espalda de Xanthar. Tanis se abalanzó para cogerla, pero resbaló y cayó sobre los hombros del búho con un grito. Se quedó despatarrado, cruzado sobre Xanthar, con las piernas colgando por un costado y la cabeza asomando por el otro. Aquello le permitió observar con claridad la mochila, que cayó dando vueltas hasta estrellarse en la arena. Se alzó una nube de polvo en el área del impacto. Tanis se esforzó por recuperar la estabilidad y sentarse de nuevo en la espalda del búho. Al menos, no había soltado la improvisada tenaza que sostenía la gema restante.

Una vez más, Xanthar puso rumbo al norte y poco después viró al sur. Enseguida, Tanis estaba de nuevo situado en posición, de pie y con un brazo extendido a un costado, mientras que con el otro levantaba la gema sobre su cabeza. No se atrevió a alzar la vista para comprobar si la joya estaba en alineación correcta con el sol.

Semielfo…

La voz mental del búho se interrumpió. Un zumbido resonaba en lo alto. Por el rabillo del ojo, Tanis vio un rayo amatista que salía disparado y alcanzaba la arena.

—¿Funciona? —preguntó a voces—. ¿Se funde la arena?

Desde este ángulo, no puedo asegurarlo.

—Sigue adelante.

Continuaron su lento avance hacia el sur, con la gema zumbando sin cesar durante todo el tiempo, hasta que casi pasó una hora; a Tanis le ardían los músculos. Por fin llegaron al límite de la extensión de arena. El semielfo se deslizó agradecido sobre el búho y se aferró al ave mientras ésta empezaba a descender. Después, justo cuando el sol se escondía tras el horizonte, se volvieron a mirar a sus espaldas.

En línea recta, a través del terreno desértico, se abría un reluciente camino de arena fundida y endurecida. En la distancia, avanzando con cautela por la extraña senda, se divisaba a Caven Mackid y a
Maléfico,
que cojeaba visiblemente. Caven agitaba la mochila de Kitiara sobre su cabeza, con gesto triunfal.

Acamparon para pasar la noche. Xanthar se había quedado dormido. Entretanto, Caven atendía a
Maléfico,
que se había hecho daño en un tendón con los esfuerzos de caminar sobre arena. El enorme corcel estaba de pie, sin apoyar la pata dañada. Su respiración era trabajosa y rehusaba comer.

—Lo único que se puede hacer es dejarlo descansar —comentó Tanis.

A la mañana siguiente,
Maléfico
ardía de fiebre y apenas estaba consciente. Caven se quedó un rato mirando a su caballo, sin decir nada, con la mano apoyada en el puño de la daga. Tanis se apartó, y el kernita puso fin al sufrimiento del animal.

—¿Y ahora, qué? —preguntó después Caven al semielfo—. Nos encontramos por lo menos a ciento cincuenta kilómetros del glaciar, y el búho no puede llevarnos a los dos.

Los dos hombres miraron a Xanthar, que seguía dormido sobre un peñasco que se alzaba sobre el campamento. Sus ronquidos se oían a treinta metros de distancia. Como si los ojos de los hombres lo hubiesen molestado, el búho despertó, chasqueó la lengua, y miró aturdido a su alrededor.

—Ni siquiera podrá transportarme a mí mucho más tiempo —susurró Tanis—. No hace más que llamarme Kai-lid.

Las cejas de Caven se arquearon en un gesto interrogante.

—El búho me dijo que es el nombre de Lida en el Bosque Oscuro —explicó el semielfo.

La expresión desconcertada del mercenario dio paso a otra de expectación.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora?

—¡Vaya! ¿Quién me ha erigido en cabecilla de esta expedición? —replicó Tanis con un tono irritado. Caven aguardó. Por fin el semielfo repitió—: ¿Hacer? Creo que lo que Xanthar debería hacer es regresar al Bosque Oscuro; es obvio que su fuerza y poder los obtiene de la floresta, y ahora está perdiendo ambos. Y lo que tú y yo, Caven Mackid, deberíamos hacer es seguir adelante sin él.

—¿Cómo?

—¿Cómo va a ser? Andando.

17

Kitiara y Valdane

—¡Deprisa, deprisa! Valdane espera.

Las dos cabezas del ettin hablaban al mismo tiempo, asomadas al orificio abierto en lo alto del calabozo. El vozarrón del monstruo retumbaba en la estancia vacía, y Lida se incorporó de un brinco. Kitiara se regodeó provocando a la bestia al dirigirse muy despacio hacia la pared opuesta a la abertura. El troll de dos cabezas dejó caer una cuerda por el agujero y descendió por ella. Agarró a la mercenaria con sus manazas mugrientas.

—Deprisa. Quiere ahora. Ahora, ahora, ahora.

Kitiara olfateó el fétido hedor de pescado en su aliento. El ettin de cuatro metros de altura la arrastró hacia la burda escala. Lida intentó seguirlos, pero Res-Lacua se lo impidió.

—Sólo dama soldado.

—Es una fiesta privada —dijo la espadachina con tono acerbo.

Res-Lacua le propinó un bofetón y luego se la echó al hombro con una mano; acto seguido trepó por la cuerda.

—No tocas hielo —susurró—. No tocas cuerpos. No comes, no, no. No tocas hielo. —La echó sin contemplaciones a través del agujero y después recogió la cuerda, que colgó en una clavija de la pared.

—¡Kitiara, no cooperes con ellos! —se oyó gritar desde abajo.

La mercenaria hizo caso omiso de Lida. Amagó un golpe al ettin.

—Si tuviera mi espada… —amenazó.

La criatura soltó una risotada y la llevó a rastras por un corredor empinado que estaba bañado por la luz azulada del hielo; continuaron por un laberinto de pasillos idénticos.

—Ese hombre nos ha tenido abandonadas durante días, sin hacernos el menor caso y sin proporcionarnos siquiera comida —protestó Kitiara mientras se esforzaba por mantener el paso—. Y ahora, de repente, ¿tiene que verme de inmediato?

El ettin se detuvo y estrelló un puño en la hoja de roble de una puerta. Cuando repitió el golpe, Kitiara comprendió que era su modo de llamar.

—¡Por Morgion, ettin! —explotó Valdane mientras abría la puerta—. ¿Es que Janusz no puede enseñarte a…?

Se interrumpió al ver a Kitiara. Después su mano se disparó, cogió a la mercenaria por el hombro, y la introdujo con brusquedad en la estancia. El cabecilla cerró la puerta en las narices del ettin.

Los aposentos de Valdane eran tan opulentos como espartano era el calabozo. Colgaduras de terciopelo de vivos colores azules, verdes y púrpuras cubrían la mayor parte de las paredes, dejando a la vista únicamente unas cuantas secciones de hielo con la intención, sin duda, de permitir que pasara la luz azul. Había un trono dorado en el centro de la habitación. La inmensa cama del cabecilla lucía un dosel de brocado y seda, bordado con los colores de su estandarte, púrpura y negro. En una de las paredes había una especie de ventanal seguramente de naturaleza mágica, ya que se encontraban decenas de metros bajo la superficie. Mientras Kitiara lo miraba, la escena cambió de una vista del glaciar a un panorama primaveral de las antiguas posesiones de Valdane, cerca de Kernen.

Kit sintió el aliento del hombre en la nuca, y se obligó a dar media vuelta y mirarlo a los ojos. Valdane se había bañado, peinado el rojo cabello, y vestido prendas limpias: polainas negras ajustadas, botas de caña alta, también negras, y una camisa amplia de color púrpura que se cerraba por delante con cordones. Su apariencia era la de una persona muy pocos años mayor que la mercenaria. La miraba fijamente, y Kitiara vio en sus ojos atracción y deseo.

Cuando Valdane habló, sonreía, y su voz era afable, pero la mirada dura de sus ojos no desapareció:

—El hechicero cree que debería dejarlo que te torturara, capitana, hasta que le dieras alguna información sobre el paradero de las gemas de hielo. Y después quiere tener el placer de matarte él personalmente.

—No tendría que ser tan optimista con el resultado de sus torturas. Ya he pasado por ello antes… y en manos de los mejores especialistas. ¿O debería decir los peores?

—Eso es exactamente lo que le dije. Pero cree que tiene una cuenta pendiente contigo, capitana.

—No debería dejar sus pertenencias donde cualquiera puede llevárselas —dijo la mujer, esbozando aquella peculiar sonrisa sesgada.

—Estoy de acuerdo.

Se midieron con la mirada. Fue Valdane quien rompió el silencio, hablando en tono coloquial:

—He de admitir que sería mejor para todos si cooperamos. —Valdane se acomodó en el lecho y acarició la sedosa colcha. Llamó a Kit con un ademán. La mercenaria se acercó y tomó asiento a su lado, pensando para sus adentros que era un necio—. Tú tienes algo que yo quiero, y nosotros, o mejor dicho, yo, puedo proporcionar algo que la capitana Kitiara Uth Matar desea por encima de todo.

—¿Y qué es eso que tanto deseo, Valdane? —preguntó Kit con coquetería.

—Poder.

—Vaya, vaya. —Arqueó una ceja.

—Y riquezas.

—No me digas.

—Viste mis tropas. ¿Serías capaz de dirigirlas en asociación con Toj?

La mercenaria soltó una carcajada.

—No han nacido los soldados a los que no pueda dirigir.

—Entonces ¿te unirás a nosotros?

—¿A cambio de…?

—De las gemas, por supuesto.

Kitiara se recostó en la cama con actitud perezosa y sonrió al hombre.

—Sé dónde están las piedras, y sé que, una vez que hayan sido dominadas, pueden proporcionarme todo el poder y la riqueza que deseo. ¿Por qué habría de cooperar contigo o con tu mago?

La cólera asomó a los ojos de Valdane. Señaló con el índice la ventana. Cuando Kitiara miró hacia allí, vio el rostro de Janusz. El hechicero entonaba una salmodia. De repente, la espadachina sintió un dolor desgarrador; se encogió y rodó sobre la cama, y cayó al suelo con las manos crispadas sobre el abdomen. Se mordió el labio para no gritar y sintió que la sangre brotaba y resbalaba por la barbilla. A través de la bruma de dolor, oyó a Valdane espetar una orden. La salmodia se interrumpió, y la agonía cesó tan repentinamente como había empezado. Kitiara yació jadeante sobre la gruesa alfombra; luchó por contener la náusea.

Las botas de Valdane aparecieron ante sus borrosos ojos. El cabecilla le dio golpecitos en la barbilla con una de las punteras hasta que alzó la vista hacia él.

—¿Que por qué ibas a cooperar conmigo? —repitió suavemente—. Olvidas el ser que crece en tu interior, Kitiara. Podemos hacer con él lo que nos plazca, el mago y yo. Y no te equivoques con nosotros; algunos de nuestros trucos son muy, muy dolorosos. Esto sólo ha sido un pequeño ejemplo.

Ella le escupió; la saliva resbaló por su pierna izquierda, pero Valdane ni siquiera parpadeó.

—¿Dónde están las gemas de hielo, Kitiara? —preguntó con voz queda.

—Vete al Abismo.

—¿Dónde están? —repitió, levantando la voz.

—¿Es que no me has oído, Valdane? —Rodó despacio sobre sí misma y se sentó hecha un ovillo. La cabeza le daba vueltas; hacía casi una semana que no comía, y el embarazo contribuía a agotar sus reservas—. No tengo las malditas gemas conmigo, Valdane.

—Pero dijiste que tus amigos, que tan valerosamente vienen en tu rescate, sí las tienen.

—Dije que tenían
información.
No serían tan necios de traerlas y ponerlas a tu alcance. —Confiaba en que esto último fuera cierto; se enjugó el sudor del rostro con la colcha de seda y después se incorporó—. Me necesitas más que yo a ti, Valdane. ¿Quién va a dirigir tu ejército? ¿Toj? ¿Uno de esos minotauros hambrientos de poder? ¿Acaso crees que se van a quedar tan tranquilos mientras tú acumulas fortuna y poder? ¿Y los hombres morsas? No valen para mucho más que un obtuso baluarte. Y los ettins… No hay en todo Krynn un solo ettin que tenga más cerebro que un mosquito.

—Res-Lacua…

—Res-Lacua siente terror por el mago, que le tiene que dar instrucciones continuamente para que coordine hasta el último de sus movimientos. Esos esclavos ettins no pueden pensar por sí mismos. Vaya, pero ¡si ni siquiera son capaces de que se pongan de acuerdo sus dos cabezas!

—El mago…

—El mago ha llegado a su límite.

Valdane se quedó pensativo, pero cuando habló su voz rebosaba sarcasmo:

—Y Kitiara Uth Matar, a punto de convertirse en madre, ¿qué podría hacer al respecto? ¿Habré pues de planear mi campaña supeditándola a la fecha del parto y posterior convalecencia? —El cabecilla aflautó la voz—. «Lo siento, Valdane, ahora no podemos tomar Tarsis… Creo que empiezo a sentir las contracciones, Valdane…»

—No olvides, Valdane, que soy yo quien sabe dónde están las gemas de hielo —espetó, azuzada por la pulla—. Otorgarán un poder ilimitado a quien consiga desentrañar sus secretos. En cuanto al otro «problema»… tu mago podría ocuparse de él como parte del acuerdo.

—¿Del bebé?

—La criatura no tiene por qué llegar a nacer —replicó con brusquedad.

Durante un momento ninguno habló. La expresión impenetrable de Valdane no dejaba ver lo que pensaba. Sin embargo, en uno de sus volubles cambios de humor, sus siguientes palabras fueron afables.

—No es preciso llegar a ese extremo, Kitiara. No hay necesidad de que seamos enemigos. Hubo un tiempo en que combatimos en el mismo bando.

—Recuerdo que
yo
combatí —repuso la espadachina obligándose a adoptar un tono implacable—.

te quedaste en tu tienda, a salvo.

—Pongamos fin a esta disputa —dijo él mientras posaba la mano en el brazo de la mujer—. Haré que traigan el almuerzo aquí. —Dirigió las últimas palabras al mago que, detrás de Kitiara, aguardaba las órdenes de su señor. Janusz murmuró algo que la mercenaria no entendió, pero sintió el ronroneo de las tripas. Estaba hambrienta, no cabía duda.

—Probablemente envenenarías mi comida, Valdane —comentó, adoptando un tono festivo.

—Como tú misma has señalado, si te matara, nunca descubriría dónde están las gemas. —Sonrió—. Estamos en una situación interesante, ¿no te parece?

BOOK: Pedernal y Acero
12.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Redoubtable by Mike Shepherd
The History Man by Malcolm Bradbury
Chances Aren't by Luke Young
Siddhartha by Hermann Hesse
Sara's Soul by Deanna Kahler
The Secret at Solaire by Carolyn Keene
Her Pirate Master (Entwined Fates) by Michaels, Trista Ann