Piratas de Skaith (5 page)

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Authors: Leigh Brackett

BOOK: Piratas de Skaith
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Sin embargo, Stark siguió inmóvil hasta que las suelas de las botas empezaron a arder. No tenía elección. Bajo la cubierta de espeso humo, salió de su poco profunda tumba y se apresuró hasta el lugar en que había dejado a Ashton. Sabía que si otro caza sobrevolaba la zona, no tendrían oportunidad alguna.

El fuego aún no se acercaba a Ashton. Éste no se movió. Se levantó envarado cuando Stark se inclinó sobre él y tuvo que hacer algunos movimientos para distender los músculos abotargados.

—Cuando cazaba con los aborígenes —explicó irónicamente—, era más joven. Además, Cuatro Patas me habría devorado. —Tembló—. El último caza ha estado a punto de vernos. Demos gracias por el humo.

Se alejaron del navío, pasando en medio de las llamas y atravesando lugares donde el suelo aparecía calcinado. No escucharon sonido de motores en el cielo. Tras abrasar el terreno, los cazadores podían pensar que sus presas habían perecido en cualquiera de los matojos.

Stark y Ashton concluyeron por salir del perímetro en llamas. Avanzaron hasta que a Ashton, que había pasado un duro día, le traicionó la fatiga. Stark encontró un macizo, se aseguró de que no escondiera madriguera alguna, y se sentó, protegiéndose la espalda con los arbustos espinosos. Los venenos de Penkawr-Che todavía le corrían por las venas. Le alegró poder descansar.

Las flores habían grabado su paso. A lo lejos, eran recorridas por largas olas. No parecía extraño. Salvo que las olas corrían en dirección contraria al viento.

—Eric —dijo Ashton—, cuando me tumbé, haciéndome el muerto, con la hierba y las flores a mi alrededor, tuve la impresión...

—Yo también. Tienen algún sentido. Quizá parecido al que permite que una planta carnívora averigüe que hay cerca una presa.

—¿Crees que mandan mensajes? En ese caso, ¿a quién?

La landa se extendía en todas direcciones hasta el horizonte, agreste y pelada, con zarzales impenetrables y ocasionales árboles desnudos. Stark levantó la cabeza y respiró. Sintió lo desconocido, pero no percibió nada que fuese hostil a los hombres. El curioso e inquietante aroma de las flores que se extendían hasta perderse de vista le llenó la garganta. No se movía nada en aquella inmensa soledad. Sin embargo, detectaba presencias; cosas despiertas y en estado de alerta. No podía determinar si eran humanas, animales o de otro tipo.

Y no se sentía cómodo.

—Me alegrará salir de este páramo —dijo—... por el camino más corto.

—Es lo que estamos haciendo —le explicó Ashton—. Penkawr-Che eligió este lugar porque los cazas pueden realizar incursiones a la jungla en un perímetro de unos ciento ochenta grados sin tener que cubrir más de ciento cincuenta kilómetros en cualquier dirección. Los otros dos navíos, dedicados al pillaje en otra parte, acabarán por volver aquí y se dirigirán juntos al norte para apropiarse de los tesoros ocultos tras las Llamas Brujas. ¿Has tenido que decirle muchas cosas?

—Menos de las que quería. Con suerte, podrá encontrar el balcón en unos seis meses. —Stark frunció el ceño—. No lo sé... Los adivinos dijeron que yo causaría más derramamiento de sangre en la Morada de la Madre. Por eso querían matarme a toda costa. ¡Bien! Que luchen en sus propias guerras. Ocupémonos de la nuestra. —Señaló el horizonte sin fin—. No podemos dirigirnos al este a causa de Penkawr-Che. Además, no podemos elegir. ¿Se te ocurre algo?

—Pedrallon.

—¿Pedrallon?

—Es un príncipe de su país. Sus compatriotas pagaron el rescate exigido por Penkawr-Che. Es poderoso.

—A menos que los suyos hayan decidido sacrificarle al Viejo Sol para castigarle por sus pecados.

—Es posible. Pero creo que es el único que puede ayudarnos... y se encuentra en un lugar al que podemos llegar. Andapell está en la costa, en alguna parte al sudoeste.

—¿A qué distancia?

—Lo ignoro. Pero si vamos hacia la costa, podremos embarcar en algún navío. O robarlo.

—La última vez que vi a Pedrallon, los forasteros de Skaith le resultaban antipáticos, a pesar de que conspiraba con ellos para su propio beneficio. Ahora, debe apreciarlos todavía menos.

—Acabé por conocerle bastante bien, Eric. Fue durante el tiempo que pasamos en el navío, mientras Penkawr-Che se preguntaba si llevarnos a Pax y contentarse con la recompensa prometida o aprovecharse de la inesperada ocasión de rapiñar todo el planeta. Creo que conseguí explicarle a Pedrallon claramente lo que es la Unión Galáctica y cómo funciona. Me parece que le caí simpático. Es un hombre dedicado a un único objetivo. Hasta el fanatismo. Ha jurado que seguirá combatiendo a los Heraldos, aunque haya perdido para siempre la esperanza de conseguir que se permitan los vuelos espaciales. Incluso podría encontrarnos útiles.

—Simon, es una leve esperanza.

—Más que leve. ¿Tenemos otra?

Stark parecía taciturno.

—Irnan no puede hacer más que combatir. Tregad y las otras ciudades estado mantienen su opinión en secreto. Pueden inclinarse hacia un lado o hacia otro. De todos modos, están muy lejos. —Se encogió de hombros—. Vamos a Andapell.

Dejó que Ashton durmiera durante una hora. Mientras tanto, exploró el zarzal. A costa de dolorosos desgarrones en las manos, consiguió preparar dos cachiporras de madera espinosa. Cuando encontrase las piedras adecuadas, podría fabricar hachas u hojas de cuchillo. Mientras tanto, las cachiporras les bastarían.

La landa carecía de puntos de referencia. Una inmensidad en la que un hombre podía perderse fácilmente y vagar hasta la muerte, a menos que fuera antes devorado por algo desconocido.

En aquel extremo de la galaxia, las estrellas eran escasas. Pero Stark pudo identificar el número suficiente de ellas como para poder trazar una ruta. Cuando despertó a Ashton, se dirigieron al sudoeste, dejando el «Arkeshti» a sus espaldas; esperaban alcanzar las lindes de la landa en el punto en que ésta descendía hacia la jungla que la separaba del mar. Pero ni Ashton ni Stark sabían a qué distancia se encontraban de su objetivo.

Sin embargo, Stark recordaba algo: meses antes, Ashton y él abandonaron la Ciudadela, en el confín del cruel norte. Sólo dos hombres en un planeta hostil. Mas en aquella ocasión contaban con armas, provisiones, bestias de carga... y los Perros del Norte. En ésta, no tenían nada. Y todos los resultados conseguidos durante la precedente odisea habían sido barridos por la traición de un único hombre.

La amargura de Stark no era aliviada por el hecho de que él mismo hubiera tratado con Penkawr-Che.

A pesar de la considerable riqueza que le ofrecía, el Heraldo Pedrallon no había conseguido convencer al de Antares para que tomara partido en los problemas de Skaith. Pedrallon no había conseguido de Penkawr-Che más que un transmisor y una actitud de espera en cuanto a los acontecimientos. Sólo la intervención de Stark, aun en el último minuto, cuando el puerto estelar estaba en llamas y los navíos despegaban, inclinó la balanza. También había hablado del salvamento de Ashton y de las recompensas que esperaban a Penkawr-Che si llevaba a Ashton y a las delegaciones al Centro Galáctico. Stark no podía saber con qué clase de hombre se las veía. De todos modos, el de Antares era la única ayuda. Pero aquellos pensamientos no conformaban a Stark.

Miró de soslayo a su padre adoptivo, quien, en aquel preciso momento, casi tendría que haber llegado a Pax y al Ministerio de Asuntos Interplanetarios.

—Me parece, Simon, que te salvé para llevarte por Skaith de un lado hacia otro a perpetuidad, como un Holandés Errante de tierra firme; creo que mejor sería que te hubiera dejado con los Señores Protectores. Allí, tu cautividad no resultaba nada desagradable.

—Mientras me obedezcan las piernas —sugirió Ashton—, prefiero andar.

Ondulantes, las flores les observaban. La última de las Tres Reinas se alzó, añadiendo su claridad plateada a la de sus hermanas. La landa quedó bañada por un suave brillo.

Sin embargo, la noche parecía muy oscura.

6

La antigua y gris ciudad de Irnan dominaba el valle. Sus murallas estaban intactas. Pero el aterrizaje del «Arkeshti» había conseguido en pocas horas lo que meses de asedio y sufrimiento no pudieron conseguir. Frente a la elección de volver a combatir o rendirse a las fuerzas de los Heraldos, que no dejarían de volver, Irnan descubrió que no tenía elección. Estaba agotada, arruinada, vencida. Llevaba perdidos demasiados hombres y demasiadas riquezas. Pero por encima de todo, había perdido la esperanza.

Bajo la claridad de las Tres Reinas, una delgada riada de refugiados se derramaba regularmente a través de la puerta abierta y la ruta que pasaba entre las granjas destruidas y los campos expoliados, todavía llenos de detritus de los ejércitos invasores. La mayor parte de los refugiados viajaban a pie, llevando sobre la espalda lo que podían salvar de sus bienes. Estaban muy identificados con la revuelta contra los Heraldos como para esperar la menor misericordia; o quizá temían una matanza general cuando las hordas errantes se lanzasen sobre ellos.

En el interior de la puerta, en la gran plaza de la ciudad, donde las casas de piedra gastada estaban muy cerca las unas de las otras, ardían algunas antorchas. Un grupo de hombres y mujeres se congregaban a su alrededor. Otros hombres y mujeres se reunieron con ellos, procedentes de las estrechas y oscuras callejas. Todos llevaban armas. También las mujeres, pues las mujeres de las ciudades estado luchaban como los hombres, ya que se enfrentaban a los mismos peligros: las incursiones de las Bandas Salvajes y los rapiñadores venidos de las Tierras Estériles. Se envolvían en las capas, pues el valle era alto y cruzaban el otoño. Hablaban con voces bajas y secas. Algunos lloraban, y no solamente las mujeres.

En la Sala del Consejo, bajo la alta bóveda llena de antiguos estandartes, ardían algunas raras lámparas. Había que ahorrar un aceite precioso. Pero el tumulto no se amilanaba por la falta de claridad. La sala estaba llena a rebosar de una multitud que aullaba y empujaba. Sobre la plataforma que ocupaban los Nobles, hombres y mujeres encolerizados alzaban la voz y hacían gestos enfáticos.

Se trataba la rendición. Reinaba el miedo. Las palabras eran crueles. El viejo Jerann soportaba su último martirio.

Más allá de los muros, los campamentos aliados acababan de ser levantados. Los hombres de las tribus, con rostros velados y capas de cuero teñidas con los polvorientos colores de las Seis Casas Menores de Kheb, Hann, púrpura; Marag, marrón; Qard, amarillo; Kref, rojo; Thorn, verde y Turan, blanco; avanzaban entre las parpadeantes antorchas, cargando las monturas del desierto con provisiones y su botín.

Fuera de la ciudad, en medio de un arrogante aislamiento, se sentaban los Fallarins de oscuro pelaje. Hablaban en voz baja y sus alas levantaban pequeñas tormentas furiosas. Los Tarfs, sus servidores, hábiles y ágiles, rayados de verde y oro y con cuatro poderosos brazos, se ocupaban de levantar el campamento.

Al amanecer, todos se habrían ido.

Tras todos ellos, el valle parecía vacío y tranquilo. Pero en su extremo más alto, allí donde las montañas y los acantilados se unían bruscamente, se encontraba la gruta en la que desde hacía generaciones, las Gerrith, las Mujeres Sabias de Irnan, velaban por su ciudad.

La gruta había sido despojada de sus colgaduras y muebles. Más que nunca, parecía una tumba. Gerrith, la última de su raza, había renunciado a su función de Mujer Sabia, declarando que la tradición terminó cuando Mordach, el Heraldo, destruyó la Capa y la Corona. Sin embargo, había monturas atadas ante la entrada, de la que emanaba una difusa claridad. En la cornisa junto a la entrada vigilaba un Tarf, apoyado en la espada de cuatro manos. Sus córneas pupilas parpadeaban con la inagotable paciencia de su raza inhumana. Se llamaba Klatlekt.

En la primera sala de la gruta, la antecámara, yacían once enormes perros blancos, con las cabezas gachas. Sus ojos de párpados entornados brillaban raramente cuando la claridad de la única lámpara encendida les alcanzaba. Por momentos, gruñían y se agitaban, a disgusto. Eran telépatas desde hacía innumerables generaciones. Y los cerebros humanos que leían no delataban nada tranquilizador.

Tres candelas iluminaban la habitación interior, desnuda, lanzando locas sombras sobre lo que antaño fuese el santuario de la Mujer Sabia. Habían llevado algunos muebles: una mesa, una silla, el candelabro y una copa larga y lisa llena de agua pura. Gerrith estaba sentada. Una mujer color de sol. Las velas brillaban sobre la espesa capa broncínea que colgaba de sus hombros. Se encontraba en aquel lugar desde que Eric John Stark saliese de Irnan para entrar en el navío de Penkawr-Che. La fatiga ensombrecía sus ojos y marcaba su boca.

—He tomado mi decisión —dijo—. Espero la vuestra.

—La elección no es fácil —replicó Sabak, el joven jefe de los Hombres Encapuchados. Entre el capuchón y el velo sólo se le veían los ojos. Azules, feroces, turbulentos. Su padre era Guardián de la Casa de Hann. Un hombre poderoso del norte—. Los Heraldos intentarán recuperar Yurunna y expulsarnos al desierto para que nos muramos de hambre. Seguimos a Stark de buena gana. Pero ahora parece que tendremos que volver a casa y luchar por los nuestros.

—En mi caso —continuó Tuchvar—, no tengo elección. —Miró a los dos perros gigantes que descansaban a su lado y sonrió. Era muy joven, casi un adolescente, y había sido aprendiz de Heraldo al servicio del Maestro Perrero de Yurunna—. Si vive, los Perros del Norte encontrarán a N´Chaka e iré con ellos.

Gerd, a su derecha, gruñó sordamente; Grith, a la izquierda, abrió la terrible mandíbula y su lengua colgó entre acerados colmillos. Las dos bestias clavaron la ardiente mirada en Halk, que se mantenía en un extremo de la mesa.

—Mantén tranquilos a esos perros infernales —pidió. Se volvió hacia Gerrith—. En esta misma habitación, tu madre predijo la llegada del Hombre Oscuro procedente de las estrellas. Debía abatir a los Señores Protectores y liberar Irnan para que pudiéramos encontrar un mundo donde la vida fuese mejor. ¡Falsa profecía! Y el Hombre Oscuro, prisionero, quizá esté muerto. A mí no me gusta Stark, y no malgastaré la vida buscándole. Mi pueblo me espera. Seguiremos luchando contra los Heraldos, en Tregad o donde podamos. Te aconsejo que vengas con nosotros, o que marches al norte con Sabak y los Fallarins. Alderyk no te negará asilo en el Lugar de los Vientos.

Alderyk, rey de los Fallarins, cuya sombra cubría el muro dibujando la silueta de un ave inmensa de alas medio desplegadas, miró a Gerrith fijamente con ojos de halcón y dijo:

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