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Authors: Leigh Brackett

Piratas de Skaith (9 page)

BOOK: Piratas de Skaith
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Stark escuchó atentamente. Inspiró el cargado aire.

—Descansaremos un poco.

Habían parado durante la marcha, pero no demasiado. El rostro de Ashton parecía gris.

—Si algo viene a devorarme —pidió—, no me despiertes más que cuando vaya a cerrar las mandíbulas.

Se tendió entre las raíces de un árbol enorme y se durmió. Stark se apoyó en un tronco y también se durmió; pero con un sueño ligero. Una brisa cálida y lánguida acarició su piel de modo poco agradable; al respirarla, tuvo la impresión de paladear el dulzor equívoco de un veneno.

Algo se movió.

Como un rayo, Stark se despertó. Una criatura se movía entre los matojos. No era ni grande ni amenazadora; se encontraba a favor del viento, a una decena de metros.

Stark avanzó hacia ella con la calma silenciosa de un gato al acecho.

Ignoraba de qué bestia se trataba; sólo sabía que tenía pelo, que estaba rolliza y que su olor era caliente. El animal descendió a beber junto al río. Stark saltó, lo agarró, lo mató con las manos. La carne no era muy apetitosa; pero se la comió, guardando los mejores trozos para Ashton.

—Sólo hay esto —dijo, cuando Ashton despertó—. Siento que no tengamos fuego.

Habría podido encender uno; pero, aparte del tiempo necesario para buscar los útiles, le parecía imprudente. Las humaredas inesperadas suscitan la curiosidad.

Ashton murmuró que era viejo y delicado, pero procuró tragar la carne cruda mientras Stark enterraba los despojos. Bebieron, lo menos posible, pues el agua tenía un sabor infecto, y siguieron rumbo a la desembocadura del río. El desacostumbrado calor les hacia transpirar; luchaban contra la vegetación; desconfiaban de bestias con las que más valía no cruzarse.

Tras una o dos horas, alcanzaron el camino. Un camino antiguo, marcado en el suelo de la jungla, por la fuerza del uso. Provenía de un punto cualquiera del noroeste y alcanzaba la orilla del río, siguiéndola hacia el sur. Stark y Ashton anduvieron por él, felices de aquella comodidad. Pero se mantuvieron alertas.

Desde el este, nuevos senderos se unieron al que seguían y el original se fue haciendo más ancho en cada confluencia, hasta que casi se convirtió en una carretera.

Volviéndose a cada momento, Stark no dejaba de realizar inspecciones rápidas. Desconfiaba de lo que podría haber más allá de lo que veía.

Olió el claro antes de verlo.

—Carroña —susurró—. En cantidad. Y muy descompuesta.

Ashton aprobó.

—Normal, con este calor.

Avanzando lentamente, se adentraron en el túnel formado por la verde umbría de los árboles. Stark escuchó voces rabiosas y querellantes. Voces de carroñeros. Cuando los dos compañeros alcanzaron el final del camino y vieron el templo y el bosquecillo, sólo los carroñeros se movían por la zona.

El templo era pequeño y hermoso, construido con maderas doradas y maravillosamente esculpido; pero las ceremonias detalladas en las esculturas aún intactas resultaban extremadamente desagradables. El fuego había dañado el templo y sus puertas de marfil estaban desgajadas. Los cadáveres de los sacerdotes y sus servidores, o los jirones de sus ropas, yacían desparramados sobre los peldaños y el suelo, como si se hubieran reunido allí para defenderse. Las lenguas de fuego también les habían lamido.

—Trabajo de Penkawr-Che.

—En todo caso, de seres de otro mundo. Como no buscamos tesoros, puede que hayan dejado algo aprovechable.

Aleteando, gruñendo, los carroñeros indiferentes siguieron comiendo.

El cuidado bosquecillo, varios árboles encastrados o uno solo monstruosamente multiplicado, permanecía lánguido bajo el calor. Los troncos eran lisos y pálidos, siluetas de alabastro de ramas graciosas y hojas ligeras.

El templo y el bosque parecían desiertos, apacibles, dominados por la paz de la muerte. Sin embargo, Stark permaneció al abrigo de la jungla.

—¿Pasa algo...? —preguntó Ashton.

—No lo sé. —Sonrió brevemente—. He aprendido a depender de los perros. Quédate cerca de mí.

Avanzó por el claro y pasó ante el bosquecillo. El sol iluminaba los troncos de alabastro, revelando venas de tinte sombrío. En las sombras que se extendían entre los troncos vio formas pálidas, que no eran árboles, prisioneras de las ramas entrelazadas como telarañas. Vio la larga cabellera oscura de una joven. Pero en el interior del bosque, nada se movía, ni hablaba.

—Así que era verdad —musitó Stark.

—¿Qué?

—Lo que oí decir en el norte. Que en esta región, los árboles devoran a los hombres. —Miró las carroñas humanas tendidas cerca del templo, entre los jirones de las ropas de los sacerdotes—. Al menos, siento cierta piedad por ellos.

—Cada árbol parece bendecido con sangre humana —exclamó Ashton, pinzándose la nariz—. Avancemos.

Sobrepasaron el bosquecillo, atentos a no situarse al alcance de las ramas, y llegaron al espacio abierto frente al templo, allí donde los carroñeros celebraban el festín y donde las marcas del suelo testimoniaban el aterrizaje de un caza. Las puertas de marfil destrozadas se abrían a la oscuridad.

Los carroñeros saltaron y se apartaron, protestando sonoramente. De pronto, en medio de sus graznidos, se oyó otra voz más salvaje, más aguda, más demente. Del templo salió corriendo un hombre que se lanzó escaleras abajo. Corría locamente, desnudo, tachonado de cenizas, teñido por su propia sangre allí donde se había rasguñado. Llevaba en la mano un largo y pesado cuchillo de carnicero.

—¡Asesinos! —aulló—. ¡Demonios!

Levantó el cuchillo.

Stark apartó a Ashton. Agarró unos despojos del suelo: un cráneo medio roído. Lo lanzó al rostro del hombre, que bajó los brazos para protegerse. Aquello frenó su carrera. Stark saltó hacia él. El hombre enarboló el machete. Stark giró en el aire y le atacó de lado, alcanzándole mortalmente en la sien. Sonó un ruido seco, de rotura. El hombre cayó y no se volvió a mover. Stark sacó la cuchilla de debajo del cuerpo.

No había nadie más en el templo, ni en la casa que descubrieron detrás. Hallaron ropas, amplias y ligeras, mejor adaptadas a aquel clima que sus atavíos de otro mundo y menos llamativas. Entre ellas, dieron con unos sombreros de ala ancha, de fibra trenzada, y unas sandalias. En la cocina descubrieron alimentos. Se hicieron con tantos como podían llevar, así como con cuchillos y una piedra de encender. Con facilidad, encontraron un arma para Ashton.

Un caminito llevaba del templo hasta el río. Lo siguieron para llegar a un pontón en el que un bote de alta y esculpida proa se mecía amarrado en el lugar de honor. En la orilla se veían dos viejas piraguas. Dejaron el bello barco para que lo ocuparan los sacerdotes que nunca llegarían y deslizaron al agua ocre una de las piraguas. Con ella avanzaron, sin prisa, por la larga y fuerte corriente.

Adelantaron algunas aldeas de pescadores, aunque siempre se mantuvieron en la orilla opuesta. Los pueblos eran muy miserables y los pescadores no les prestaron atención. Pasado el mediodía, mientras se encontraban en una zona ancha del río, Stark percibió un débil y lejano sonido. Se puso tenso.

—Llegan los cazas.

—¿Qué hacemos? ¿Seguir?

—No. Se preguntarán por qué no llevamos redes. ¡Rema a toda velocidad hacia la orilla y procura no perder el sombrero!

Remaron, dejando un surco desgarbado a través de la corriente.

Procedentes del oeste, aparecieron los cazas. Volaban lo bastante alto como para que sus tripulantes pudieran observar las aldeas y los claros de los templos que andaban explorando. Sobrevolaron el río y se lanzaron en picado, uno detrás del otro, hasta encontrarse casi encima de la piragua. La succión del aire fue implacable. Stark y Ashton cayeron al agua, agarrando frenéticamente la piragua para que no volcase y perder cuanto poseían.

Stark pensó que, pese a la ropa, les habían reconocido.

Pero los cazas, tras gastar la broma, ganaron altura y siguieron rumbo al este.

Stark y Ashton subieron a la barca.

—Creí que nos tenían —resopló Ashton.

—También yo. Me pregunto si serán de Penkawr-Che o de algún otro navío. Quizá el que llevó a Pedrallon.

—No lo sé. Pero es posible que ese otro navío se haya quedado por aquí, si es que hay templos suficientes.

Stark empezó a remar.

—Vamos a quedarnos cerca de la orilla.

Tras unos momentos, añadió:

—Si el navío permanece por la zona y podemos llegar hasta Pedrallon antes de que despegue y si Pedrallon está dispuesto a ayudarnos, quizá podamos conseguir algo positivo.

Ashton esperaba. En silencio.

—Cuando los cazas parten de misión —continuó Stark—, a bordo queda una tripulación muy restringida; un grupo importante podría apoderarse del navío y mantenerlo en su poder mientras nosotros hacíamos uso del sistema de comunicaciones siderales. Es la única esperanza que veo para salir de este planeta.

—En ese caso, vamos a intentarlo. Hagamos lo que sea.

La piragua voló sobre el agua.

Cuando el sol se ponía, los cazas sobrevolaron el río de nuevo. Volaban alto, hacia el oeste.

A la sombra de la orilla, Stark sonrió y dijo:

—No son los de Penkawr-Che.

La esperanza les hizo descender por el río más deprisa que la corriente.

11

En la Morada de la Madre, profundamente hundida bajo el brillante hielo de las Llamas Brujas en el Alto Norte, Kell de Marg, Hija de Skaith, sentada en las rodillas de la Madre, escuchaba al Primer Adivino decirle lo que había visto en la inmensidad del Ojo de Cristal.

—Sangre. Sangre, como la que ya conocemos. A causa del forastero Stark, la Morada será profanada y muchos morirán. Pero eso no es lo peor.

El cuerpo de Kell de Marg era delgado y fiero. Su pelaje blanco brillaba contra la piedra marrón del pecho de la Madre. Sus grandes ojos oscuros reflejaban la luz nacarada de las lámparas.

—Oigamos lo peor.

—El corazón de la Madre late más lentamente —continuó el Primer Adivino—, y la Diosa Sombra avanza. Ha sido expulsada por el Hielo y su aliento trae el silencio eterno. Mi Señor la Oscuridad camina a su derecha. A su izquierda, su Hija, el Hambre. Y, a donde quiera que llegan, siembran la desolación.

—Siempre han compartido este mundo con la Madre —protestó Kell de Marg—. Desde la Migración. Pero Nuestra Madre Skaith vivirá mientras viva el Viejo Sol.

—Su vida se acaba, como la del Viejo Sol. ¿Ha mirado la Hija de Skaith la Llanura del Corazón del Mundo desde los más altos torreones?

—Desde el incendio de la Ciudadela, no. Detesto el viento.

—Sin embargo, lo más sabio sería que lo hicieras.

Kell de Marg miró a su Primer Adivino, pero éste aguantó la mirada. Encogiéndose de hombros, abandonó su real asiento entre los brazos de la Madre y llamó a una de sus servidoras, ordenándola que trajera una capa. No había nadie más en la sala del trono. El Adivino alegó que lo que tenía que decir era privado.

Kell de Marg, el adivino y la servidora avanzaron por los largos corredores y meandros de la Morada de la Madre, pasando ante cien puertas que daban paso a cien salas llenas de recuerdos de ciudades muertas y razas desaparecidas. El ambiente olía a polvo, al dulce aceite de las lámparas, a antigüedad. El laberinto subía, bajaba, se extendía en todas direcciones por el corazón de la montaña. Era la obra de toda una vida de aquella raza de mutantes que deliberadamente le había dado la espalda al cielo. Tan pocos Hijos de Skaith sobrevivían que una gran parte del laberinto y sus tesoros permanecían abandonados a la noche eterna.

Un ligero estremecimiento turbó a la Hija de Skaith: un ínfimo asomo de miedo.

Llegaron al fin a un pasillo en el que sólo había roca desnuda. Una violenta corriente de aire hizo vacilar las llamas de las velas. En el extremo opuesto del corredor se abría un arco iluminado. Kell de Marg se envolvió en la capa y, ella sola, se adelantó.

El arco daba a un estrecho balcón, un nido de águilas; lejos de las cúspides de las Llamas Brujas que centelleaban contra el cielo, pero muy por encima de la Llanura del Corazón del Mundo. Kell de Marg se estremeció al sentir el cruel ataque del viento. Envolviéndose en la capa, se apoyó sobre la pared rocosa del alto parapeto y miró la llanura.

Al principio no vio más que la luz del Viejo Sol y la cegadora blancura de la nieve que cubría aquella terrible soledad. Obligándose a soportar aquella prueba, empezó a distinguir detalles. Vio el lugar en que se había encontrado el camino de los Harsenyi, al abrigo de los Perros del Norte, guardianes de la Ciudadela. Vio el emplazamiento del campamento permanente de los Harsenyi, desde el que habían servido a los Señores Protectores y a los Heraldos que necesitaron de ellos en sus idas y venidas entre la Ciudadela y las siniestras ciudades del Alto Norte. Vio la inmensidad desierta y blanca de la llanura; y, más allá, la muralla de las Montañas Crueles. La llanura fue el dominio de los Perros del Norte antes de que llegase el hombre llamado Stark quien, sin que nadie supiera cómo, sometió a los perros a su voluntad extranjera.

Kell de Marg no percibía cambios notables. Acurrucada en la dulce matriz de la Madre, las estaciones nada significaban para ella. Pero sabía que el verano constituía un intervalo breve y poco notable entre dos inviernos. Incluso en verano, siempre había nieve. El verano, de modo manifiesto, llegaba y se iba. Sin embargo, el invierno que estaba contemplando en aquel momento no parecía diferente de los otros. El frío era quizá más intenso, la nieve más profunda, pero no podía estar segura. El viento hacía bailar remolinos de nieve sobre la llanura, mezclándolos con los chorros de vapor que brotaban de los Pozos Termales. Era difícil distinguir los vapores de los torbellinos de nieve. Más allá de los Pozos, sobre el flanco de las Montañas Crueles, invisibles, detrás de un eterno telón de brumas, se encontraban las ruinas de la Ciudadela. A causa de aquellas brumas, Kell de Marg nunca había podido observarla. Sólo llegó a ver el humo y las llamas que indicaron su destrucción.

Pero, entonces, sí pudo verla.

A través de las ligeras brumas, distinguió los calcinados escombros de la Ciudadela.

Asustada, se apretujó contra el parapeto, escrutando las humaredas con acrecentada atención. Le pareció que todo el aire caliente de los surtidores de vapor era menos violento que lo que recordaba... y menos frecuentes sus erupciones. Estos mismos aires termales se encontraban igualmente sobre la Morada de la Madre, cuyo avituallamiento y comodidad dependía de su calor y humedad. Si el aire termal se enfriaba, todos los habitantes de la Morada de la Madre morirían.

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