Se presentó al Consejo Municipal de la ciudad y ganó fácilmente la elección, volvió a triunfar por segunda vez y se convirtió en la Presidente del Consejo Municipal. Después, dos periodos en la Asamblea del Estado. Tras aquello, se le habló por los líderes de su partido para presentarse a las elecciones que llenarían la vacante del Senado, reemplazando así el hueco dejado por un hombre que había muerto en su lugar de trabajo, laborando por su Estado.
* * *
—Y habría sido miserablemente derrotada, Max, si tú no te hubieses sacado un conejo de la chistera.
—De la propia oficina de tu oponente, amor mío. Pero has dejado de mencionar al tercer hombre amado, querida. ¿Fue Bradly?
—Sí, fue Brad. Durante un año, hace ya dos que esto ocurrió. Aquello terminó por mutuo acuerdo, una especie de mutuo consentimiento sin la menor querella, por lo que supongo que no pudo ser nada demasiado serio.
—Pero él dedicó su esfuerzo al Proyecto Júpiter. ¿O tal vez ya lo estaba con anterioridad?
—Un poco de ambas cosas. El me había hablado de aquello antes, mientras estuvimos enamorados; pero sólo en un sentido general. Cuando supo que me presentaba para el Senado, vino a mí con los planes específicos, los programas y me pidió que si podría seguir adelante con él si yo triunfaba en las elecciones. Le dije que lo haría encantada, sin soñar nunca, ni imaginarlo siquiera, que cometiese el error político de hablar de ello a los periodistas precisamente antes de las elecciones. Si yo lo hubiera previsto, nunca habría estado de acuerdo.
—Creo que lo que quieres decir es que le hubieras advertido de que se hubiese callado la boca. ¿O acaso quieres significar con eso que no estabas realmente entusiasmada acerca del proyecto en sí mismo? ¿Fue sólo tu amistad con Bradly lo que te hizo estar de acuerdo?
—Bien, en parte sí. Oh, me gustaba la idea de un cohete que fuese enviado a explorar el planeta Júpiter. Deseaba que el hombre diese otro paso hacia el espacio exterior, en mi propio tiempo. Pero no era ciertamente demasiado importante para mí, y desde luego no hubiese basado mi carrera política precisamente en el solo proyecto. ¿Quieres saber, Max, cuándo conseguí estar realmente entusiasmada acerca de ese cohete espacial? La tarde que te encontré y te conocí. La luz que había en tus ojos, la forma de hablarme, la forma tuya de pensar. Comencé entonces a sentirme un poco loca por las estrellas, aquella misma tarde. Me encontré a mí misma pensando ya en hacer el «trato del caballo» con ese Decreto del Congreso como si fuese la cosa mas importante de toda la legislación del mundo entero… y así fue como sucedió, repentinamente.
—¿Y supiste también aquella tarde lo que iría a ocurrir entre nosotros?
—Desde luego que si, Max. Casi en el instante en que entraste por la puerta.
Yo sacudí la cabeza, casi asombrado.
—¿Te gustaría tomar un trago ahora? —la pregunté.
Aceptó. De nuevo en la cama, medio recostados, con las bebidas en las manos, continuamos charlando un rato más.
—Max —me dijo Ellen—. ¿Crees realmente que conseguiremos llegar a las estrellas? Hay años luz de distancia y un sólo año luz es algo que da escalofríos de sólo pensarlo.
—Lo es, si permites el aterrarte por tal cosa.
—¿A qué distancia se encuentra la más cercana? Creo que lo he olvidado.
—Es la Próxima del Centauro, y se encuentra a unos cuatro años luz de distancia. Y seguimos ignorando todavía dónde está la más lejana porque las galaxias continúan extendiéndose por miles de millones de años luz, según nos muestran los grandes telescopios. Tal vez el Universo finito, pero ilimitado, de los relativistas es un error y el Universo continúe infinitamente. Sí, creo que debe existir el Infinito.
—¿Y una Eternidad?
—Creo que nos encontramos a medio camino de tales conceptos. Esta charla sobre la edad del Universo, como cifra específica, dos mil millones de años, cuatro mil millones de años… es algo que vuelve loco a cualquiera. ¿Puedes imaginarte a algo o a cualquiera que de repente le dé cuerda a un reloj y comience a marchar y que no existiese ningún tiempo anterior a determinado momento específico? El tiempo no puede ser detenido, ni ha debido comenzar nunca. Si este Universo particular, tiene una edad definida, no es eterno y entonces se renueva a sí mismo constantemente por algún proceso que nos es totalmente desconocido, por tanto debe existir otro universo anterior a éste. En la eternidad, existiría una infinita progresión de universos, un número infinito de ellos que han pasado y extinguido y otro número infinito que aún no han aparecido.
«Tal vez, Ellen, existió un universo hace miles de millones de años en donde dos personas estuviesen sentadas, una junto a otra en una cama, como nosotros ahora, e incluso con nuestros mismos nombres, bebiendo las mismas bebidas, diciendo las mismas cosas, excepto de que quizás tales personas vistiesen distintos pijamas y de diferentes colores, porque se trataba de un universo diferente.»
Ellen soltó una deliciosa carcajada.
—Pero hace media hora, pues, no vestían ningún pijama en absoluto por lo que no podrías establecer la diferencia. Pero Max, dejando al Tiempo y a la Eternidad fuera de toda cuestión, ¿crees de veras que los relativistas están equivocados respecto al universo finito en volumen en un espacio que se curva sobre sí mismo? Incluso siendo finito, permiten que sea bastante grande, ya lo sabes.
Tomé un sorbo de mi bebida.
—Espero que estén todos equivocados… porque entonces puede que haya otra estrella más lejana y no me gusta pensar que eso sea así. ¿A dónde iríamos desde allí?
—Pero si el espacio se curva en sí mismo, ¿no resultaría que la estrella más lejana resultaría a su vez la más próxima?
—Querida, esto es realmente una idea aterradora. A mí me vuelve loco de remate el pensarlo. Rehúso aceptar tal idea, incluso el examinarla. Volvamos al universo finito. Si éste es finito, podrían existir un infinito número de universos como él, o sea un infinito de finitos. Como gotas de agua. Tal vez nosotros sólo seamos unos infusorios dentro de una gota de agua, a la que ha ocurrido separarse de otra gota de agua, es decir un universo en sí mismo. ¿Supones a esos infusorios que jamás lleguen a sospechar que hay otras gotas de agua además de la suya?
—Pudiera ser tal vez que uno lo hiciera. Tú lo has hecho. ¿Qué pasaría si nuestra gota de agua se encuentra dentro del campo de visión de un microscopio o algo equivalente a un microscopio y que algo nos está mirando cuidadosamente?
—Dejémosle que mire —repuse—. Que mire todo el tiempo que quiera. Y si no lo hace, ¡qué más da!
* * *
Y otra vez de vuelta a Los Ángeles, a mi trabajo, al estudio. No es que fuese al régimen tan estricto en esta ocasión, ahora cuando iba a tomar ya mi graduación. Ellen me convenció de que trabajar exclusivamente y no divertirse nada, me convertiría en un tipo adocenado y demasiado serio, y por nada del mundo querría verme así. Estudiaba cuatro noches por semana, dos solo y otras dos con profesor. Dos días en la semana las dedicaba a Ellen o a Klocky o a ambos y disponía de una noche para dormir y descansar. Usualmente mis noches con Ellen solían ser tranquilas en su apartamento; pero ocasionalmente íbamos a cualquier función o concierto. No importaba que nos viesen juntos de vez en cuando, ya que por sistema evitábamos los lugares frecuentados por los columnistas chismosos y los comentadores de la prensa. Por nada del mundo queríamos ver nuestros nombres juntos en letras de molde o en la televisión; porque incluso la más leve sugestión de un idilio entre nosotros, habría sido un mal negocio cuando llegase el momento para Ellen de utilizar su influencia para mí en el Proyecto Júpiter.
Y así transcurrió, julio, agosto y septiembre.
Yo hacía una nueva amistad, con el hombre que estaba dándome clase en las teorías del campo unificado de la Relatividad de Einstein. Su nombre resultaba un tanto extraño, Chang M’bassi; pero en sí mismo, resultaba todavía más sorprendente.
Chang M’bassi, era el último, o al menos así lo creía de las tribus Masai de África; hasta los años 60 había vivido en el continente negro. Aquellas gentes habían dejado de existir porque todos resultaron muertos, excepto M’bassi, cuando menos no existía otro auténtico ejemplar de su raza superviviente entre ella. Aquellas gentes habían sido lo más representativo y extraordinario, seguramente, de todas las tribus africanas, aparte de los más bravos y orgullosos guerreros. Eran los de más alta estatura, por término medio un Masai tenía más de seis pies de altura. Su deporte era la caza de leones con lanzas, ningún joven se convertía en miembro de la comunidad con todos sus derechos de hombre hasta haber matado a su león. No cazaban otros animales y raramente comían carne; eran pastores al propio tiempo que guerreros. Tenían grandes rebaños de ganado y su dieta reducida, casi el único alimento que tomaban era una mezcla de leche y sangre del ganado que pastoreaban. Aquella dieta demostró ser fatal en la epidemia, la gran epidemia que se desató en su país y que si no recuerdo mal, fue por el año 1969, y que mató a quince o dieciséis millones de criaturas en pocas semanas. La epidemia llegó al año siguiente del intento en gran escala de exterminar la mosca tsé-tsé, la productora de la encefalitis letárgica (la enfermedad del sueño), en el área de su hábitat tradicional. El intento no tuvo el éxito deseado, ya que un cierto número de moscas tsé-tsé se hicieron inmunes al nuevo producto «maravilloso» que tendría que haberlas exterminado de una vez y por todas. Volvieron al año siguiente grandemente disminuidas en número pero llevaban consigo un nuevo virus desconocido que infectó al ganado, sembrando la mortandad con una rapidez asombrosa por toda la región. El ganado no mostraba señales exteriores de enfermedad o infección microbiana, como tampoco los seres humanos que igualmente fueron picados por las nuevas moscas. Pero en la sangre y en la leche del ganado, el virus se convirtió en algo mutado que resultó mortal para los humanos. Comer carne, tomar la sangre o beber la leche de una vaca infectada resultaba mortal de necesidad. Los vómitos comenzaban a las pocas horas, el enfermo se encontraba perdido al día siguiente y la muerte, sin remedio, se producía a los tres o cuatro días.
Cuando estallaron las epidemias, menos de una semana tras haber aparecido las tsé-tsé, los Masai se encontraron perdidos y sin ninguna oportunidad. Todos estaban infectados de la terrible epidemia, casi simultáneamente, todos; excepto un chiquillo llamado M’bassi, murieron antes de haber podido aplicárseles un adecuado tratamiento por los epidemiólogos que se precipitaron rápidamente a encararse con aquella terrible enfermedad viriásica. Los especialistas aislaron pronto el nuevo virus y su origen y esparcieron rápidamente el aviso de la total prohibición de comer carne y tomar la leche de las vacas. A causa de tales avisos y porque trabajando frenéticamente, los epidemiólogos hallaron en pocos días un tratamiento efectivo para la enfermedad, las demás tribus no tuvieron bajas más considerables, limitándose ya a la pérdida de una mitad de sus efectivos vivientes. Además, aquellas otras tribus que habían sido primitivamente pastoras, tuvieron la suerte de que sus rebaños no fueran infectados tan completa y ampliamente como las de los Masai.
La supervivencia de M’bassi había sido algo accidental y casi de verdadera providencia, de cualquier forma que se considerase el hecho. Un médico chino misionero, llamado Chang Wo Sing, budista, había llegado entre ellos para tratar de convertirles al Sendero de las Ocho Virtudes, tuvo que haber sufrido bastante y luchado entre semejante ambiente, porque su secta particular del budismo, además de ser evangélica, predicaba un estricto régimen vegetariano y se mostraba totalmente contraria a la muerte de los animales. Para abrazar su especial filosofía de la vida, es preciso imaginarse el horror de los Masai ante el pensamiento de comer sólo vegetales y dejar que se abandonase su tradicional caza del león, deporte para ellos apasionado, viril y que constituía desde siglos, todo un código de honor para su raza. Seguramente que pudo haber tenido más éxito al no predicar con tanta violencia el estricto vegetarianismo y el haber de dejar en paz a los leones.
Pero en cierto sentido, aunque limitado —limitado a una sola persona—, Chang Wo Sing, había triunfado en conquistar a los Masai en su forma de pensar. M’bassi, el último de los Masai, era budista.
M’bassi tenía entonces once años, hijo de un jefe de un poblado de Masai sobre el cual el doctor Chang había condescendido con benevolencia. El mismo día de la llegada del buen doctor, M’bassi había resultado gravemente herido por un león, a media milla del poblado. Se lo trajeron casi inconsciente, más muerto que vivo, apenas con un resto de sangre en su organismo y en un estado de extrema gravedad por anemia aguda. Su padre, el jefe, no dudó en poner el desgarrado cuerpo de su hijo, dado ya por muerto, en manos del apacible doctor chino, para que intentase salvarle la vida.
El doctor Chang lo intentó y triunfó en el empeño. Pero M’bassi, unos días más tarde, era todavía un pobre muchacho terriblemente enfermo, aunque al fin salvó la vida. Tenía la garganta seriamente desgarrada y milagrosamente, las garras del león fallaron en seccionarle la yugular. Fue alimentado intravenosamente con una nutriente solución que era puramente vegetal en su origen.
Los demás Masai del poblado y los de los demás poblados de su raza, cayeron enfermos y comenzaron a morir. El doctor Chang imaginó, al menos en parte, la respuesta a la epidemia, antes de llegar los epidemiólogos y trató de salvarles; al menos a cuantos hubiera podido salvar; pero aquella enfermedad era algo nuevo para él y desgraciadamente no era bacteriólogo. Su advertencia de que dejasen de comer carne, había sido un excelente aviso; pero llegó demasiado tarde, aunque de todas formas la habrían ignorado de haber llegado a tiempo. La mayor parte de las víctimas habían ido demasiado lejos comiendo carne y la totalidad de la tribu, excepto aquel chico mal herido, fue prontamente infectada y condenada a morir. Los refuerzos médicos que llegaron, encontraron al doctor Chang en un poblado repleto de criaturas moribundas o ya muertas.
Pero M’bassi vivió. Tras de que el último de los Masai del poblado muriera y hubiese sido enterrado y después de que los otros médicos llegasen hacia donde esperaban todavía haber sido útiles, el médico budista misionero, continuó allí, sólo con el pequeño M’bassi todavía dos semanas más, hasta que pudo llevarlo con él. Primero a Nairobi para un mes de hospitalización y después, ya convaleciente, por ferrocarril hasta Mombassa y por barco hasta China.