Por sendas estrelladas (5 page)

Read Por sendas estrelladas Online

Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Por sendas estrelladas
4.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

Poco a poco siguieron otras noticias. Richard Shearer, el director de la campaña electoral de Ellen Gallagher, había resultado muerto. El Dr. Emmett Bradly de Caltech, muerto también.

—¡Maldito estratorreactor! —comentó sombríamente Rory.

La Gallagher se hallaba con vida. Inconsciente y gravemente herida pero viva. Se la habían llevado con urgencia al hospital de la Isla del Ángel y posteriores informes demostraban que su condición era regularmente satisfactoria, dadas las graves circunstancias del trágico accidente. Se darían noticias suyas, tan pronto como fuese posible. Ahora sólo quedaba esperar.

En la niebla, el ulular de las sirenas. Maldita ciudad de San Francisco, maldita la niebla, malditos estatorreactores y maldito todo…

Nos sentamos y continuamos esperando. El champaña se puso caliente e inútil. En su lugar tomamos una cerveza fresca para calmar nuestros nervios. Yo ni siquiera toque la mía.

No fue sino hasta después de las once, que se volvió a tener noticias de la señora Gallagher. Estaba viva y se tenían esperanzas en su supervivencia; aunque estaba gravemente herida. Había sido preciso hacerle dos operaciones de urgencia. Permanecería hospitalizada por meses, seguramente. Pero la esperanza de su recuperación, aparecía casi totalmente cierta.

Se me ocurrió pensar si Richard Shearer le habría contado la realidad de cómo llegó a sus manos el famoso libro de las pastas rojas de la contabilidad privada de su enemigo político. Tendría que haberlo hecho. Ella habría tenido que preguntárselo y no existiendo razones para silenciarlo, excepto el hecho de que sólo se lo hubiera dicho cuando no estuviesen delante de otras personas, podría confiar en que así ocurrió.

Sí, aquello pudo haber ocurrido fácilmente. Pudo haber tenido una reunión con algunas otras personas, incluido Bradly. Shearer había volado junto a ella para compartir su triunfo. Tal vez no hubiese tenido ocasión de haberse encontrado a solas con Shearer.

Finalmente me bebí el vaso de cerveza que Rory se obstinó en ofrecerme. Estaba ya tan caliente como el champaña lo había estado antes.

A la mañana siguiente, comencé a trabajar en la Isla del Tesoro a las órdenes de Rory.

Segunda Parte: Año 1998

Trabajaba en los cohetes. Trabajaba en los cohetes que según había dicho mi hermano Bill estaban quedando de lado; aunque no tanto como él suponía. Sólo salían a unos cuantos cientos de millas de distancia para volver de nuevo a la Tierra. Eran los cohetes para New York, París, Moscú, Tokio, Brisbane y Johannesburgo y Río de Janeiro. Aquellos cohetes de San Francisco no iban a la Luna ni a Marte. Aquellos cohetes, los verdaderos cohetes espaciales tenían su base en México y en Arizona. El Gobierno los regulaba; pero seguía manteniendo las ideas más absurdas acerca de los mecánicos y técnicos de cohetes. El Gobierno tenía la idea de que los mecánicos en cohetes no podían tener más de cincuenta años, además de sostener que deberían conservar su anatomía completa especialmente sostenerse sobre dos piernas de carne y hueso. Pero yo había trabajado en los cohetes interplanetarios a despecho de tales disposiciones, en los tiempos en que los amigos no tenían en cuenta para nada que me faltaba una pierna. Pero no era posible al sobrepasar la marca de los cincuenta años, cosa que ya hacía siete años que había pasado para mí; aquella medida fue fuertemente ratificada, según las bases actuales del Gobierno. Unas cuantas veces pasados los cincuenta, yo había trabajado en cortos períodos en los cohetes si no simplemente estando cerca de ellos, viéndolos, tocándolos ocasionalmente y contemplando sus despegues y aterrizajes. Pero nunca largos períodos porque no había futuro para ellos, no había un sendero hacia las estrellas, trabajando como un vulgar comerciante se dedica a su negocio de plumas o de cualquier otra cosa. Ahora de todas formas, es mucho mejor; trabajar con ellos, aunque solo sea en los de aplicación terrestre que salen de la Tierra para volver pronto a ella.

Y así, estaba en San Francisco, donde además, la Senador Gallagher se encontraba todavía en el hospital, aunque ahora recuperándose poco a poco de la catástrofe aérea sufrida. Vivía y mejoraba, aquella maravillosa mujer a quien nunca había tenido ocasión de ver y hablar en persona. Viviría y se hallaría totalmente bien en pocos meses más, sólo cuestión de tiempo. Cuestión de tiempo para pensar en ir a Júpiter, el próximo paso hacia el cielo estrellado. Una cuestión de tiempo; pero el tiempo pasaba velozmente.

Yo hice algo interesante en aquel mes de enero de 1998. Concebí un diseño que ahorraba ligeramente el peso del giro-estabilizador. Conseguí por ello un premio de mil dólares, ya que suponía para los cohetes de Tierra el ahorro de muchos millares de dólares al año. Aquello no era demasiado importante; la cosa realmente importante era que la mejora podía ser utilizada y se utilizaría en los vuelos del espacio también. Una diminuta disminución de la razón de masa, era una pulgada más cerca de la conquista de las estrellas. Aquello era lo que de veras importaba. Rory, Bess y yo gastamos un centenar de aquellos mil dólares en corrernos una pequeña y decente juerga familiar.

* * *

Las buenas noticias, las grandes noticias, llegaron algunas semanas más tarde, en febrero. Por fin, una carta de la Senador Gallagher. Yo estaba buscando alojamiento y mientras tanto la correspondencia se me enviaba a la casa de los Busteders.

Bess me llamó un día para decirme que aquella carta había llegado. Por supuesto, le dije que la abriese y me la leyese por teléfono y rápidamente. Aguardé emocionado la pausa que mediaba entre la rotura del sobre y la lectura de la misiva. Bess me leyó lo siguiente:

Querido señor Andrews: Tras mucho tiempo, por fin se me permite dictar cartas y corresponder así a tantas como he recibido, entre las cuales, la suya, merece el primer lugar.

Sí, amigo mío, Richard Shearer me dijo que fue usted quien suministró la bomba definitiva que hizo ganar mi elección y para qué expresarle cuán profundamente agradecida me siento hacia usted. Lo que me dijo al respecto, fue prácticamente el último acto de su vida. Estábamos sentados uno junto a otro en el avión donde tantos, y entre ellos, el pobre Ricky encontró la muerte. Me lo explicó cuando estábamos a punto de aterrizar en Ángel.

Todavía no es cierto, aunque los médicos se muestran optimistas, que yo pueda tomar parte en la sesión corriente del Congreso, que puede ser diferida hasta mayo próximo, pero creo estar completamente cierta de que me encontraré totalmente recuperada para mediados del verano y más que dispuesta para la sesión 1999 que tendrá lugar en el próximo enero.

Mientras y mucho antes de todo eso, espero verle personalmente y estar en condiciones de discutir el proyecto Júpiter con usted. Sí, conozco mucho su interés por el proyecto y no en mi mente. Yo haré cuanto esté en mis manos para dar empuje a tal proyecto y hacer todo lo posible para su éxito, dándole, por supuesto, una activa parte en el, si se aprueban los correspondientes presupuestos. Sé que es cuanto usted desea y sé también que es el camino más adecuado para mostrarle mi agradecimiento por cuanto hizo en la campaña de mi elección.

Le prometo volver a escribirle, probablemente antes de un mes. En el ínterin, estaré en condiciones de recibir visitas y espero sea tan amable de que la suya sea una de las más gratas.

—¡Maravilloso!… grité a Bess por teléfono.

Sí, era maravilloso. Ya me encontraba otra vez sobre el camino de mis sueños. Richard Shearer, Ricky para sus amigos, vivió lo bastante para decir a Mrs. Gallagher lo sucedido con el libro de las pastas rojas. «Querido Ricky, conservo de ti una cariñosa impresión y un grato recuerdo.» Entonces, me sentí que amaba a todo el mundo. Sí, me sentía nacer de nuevo a la vida.

* * *

Los cohetes continuaron funcionando y yo trabajando en ellos. Continuaban surcando los espacios aunque volviesen pronto a la superficie terrestre, aunque sólo volasen unas cuantas miles de millas. Es la distancia mínima a la que puede ser enviado un cohete de tipo local. Un larguísimo viaje en cualquier tipo de avión, quedaba prácticamente reducido a despegar y aterrizar momentos después.

Incluso en pequeños viajes como de New York a México, el ahorro de tiempo se contaba por horas. Era justo comprender que el ahorro no era tan apreciable en cortos trayectos como el viaje a París, por ejemplo. El viaje se llevaba dieciocho horas por estratorreactor con dos escalas para aprovisionamiento, y menos de cuatro por cohete. Catorce horas es un gran ahorro de tiempo; pero aún así, sólo los ricos se podían permitir el lujo de tal ahorro, porque las tarifas del cohete son casi diez veces superiores. Gracias a Dios que existían los ricos. Gracias a Dios, porque ellos permitían que continuasen los cohetes terrestres todavía. Y era importante que continuasen porque los interplanetarios, los únicos que realmente importaban, iban mejorándose con los pequeños pero continuados progresos técnicos que conseguíamos entre todos los enamorados de los cohetes. Se consiguieron incontables mejoras de ese tipo. No grandes en su mayor parte; pero cada uno de ellos suponía el añadir un poquito al gran sueño de los viajes interplanetarios, nuestro loco sueño. Ahorro de tiempo, cada vez mayor, mayor seguridad en los vuelos. Para no mencionar que los cohetes terrestres daban empleo a los mecánicos especializados en cohetes, quienes a causa de su edad y de la estupidez técnico burocrática no podían tener empleo en los trabajos del Gobierno al respecto. Todo lo que importaba entonces, era si uno se hallaba técnicamente calificado y físicamente capaz para hacer el trabajo.

Sí, gracias a Dios que existían los ricos.

* * *

La senadora Gallagher no llegó a escribir la segunda carta. En su lugar, me llamó por teléfono, una tarde a últimos del mes de marzo. Ella tenía aún la dirección de Rory y llamó allí; por fortuna yo me encontraba pasando la tarde con ellos, por lo que la respuesta no sufrió demora alguna.

Bess contestó al teléfono.

—Es para ti, Max —me dijo—. Me parece una extraña mujer. Tal vez sea…

Y en efecto, lo era.

—¿Mr. Andrews? Soy Ellen Gallagher. Estoy ahora en casa y me encuentro mucho mejor. Se me permite recibir visitas con un tiempo límite de media hora. ¿No tendría inconveniente en venir pronto?

—En cualquier momento, desde luego —le repuse—. Ahora mismo; pero un momento… dice usted que se encuentra en casa. ¿Quiere decir que me llama desde Los Ángeles?

—No, continúo todavía en San Francisco. Por «casa» quiero decir y referirme a un apartamento que he alquilado aquí por uno o dos meses y de esa forma estoy en contacto con el médico que está tratándome. Se encuentra en Telegraph Hill.

—Si le parece bien esta noche, puedo estar ahí dentro de media hora.

Ella rió al otro extremo del teléfono. Era una risa deliciosa, creo que me gustaría al verla. ¿Gustarme? ¡Diablos, ya la amaba!

—Tiene usted demasiada prisa, Mr. Andrews —me dijo entonces—. Habla usted y se comporta en la forma en que lo describió el pobre Ricky. Pero realmente no puedo tener compañía esta noche. ¿Está libre de compromiso mañana? ¿Qué tal le parece alrededor de las dos de la tarde?

Le dije que no tenía compromiso alguno y que la vería a la hora indicada por ella. Me las arreglé con Rory a efectos del horario con objeto de permitirme el asearme convenientemente después del almuerzo, vestirme con mi mejor traje y acudir a la cita.

Una enfermera privada me introdujo en el apartamento y me llevó hasta la habitación en que Ellen Gallagher permanecía sentada en la cama, esperándome.

Aparecía un poco pálida; pero mucho más bella que en las fotografías en que yo la había visto; tal vez porque aquellas fotografías en blanco y negro no permitían apreciar el hermoso color de sus cabellos castaños, casi rojos, resultando mucho más sorprendente y atractiva que fotografiada. Además, tampoco tenía el aspecto de sus cuarenta y cinco años, hubiera podido pasar muy bien por una mujer de poco más de treinta. Tenía unos hermosos ojos oscuros y una boca amplia de hermosos labios y magnífica y resplandeciente dentadura. Viéndola más despacio no era en realidad bonita. Más bien resultaba atractiva y todo femineidad.

—No está mal —dije.

Ella sonrió graciosamente.

—Gracias, Mr. Andrews.

—Max para usted, Ellen.

—Está bien, Max. Siéntese y deje de dar paseos de un lado a otro. El cohete no está dispuesto todavía para despegar.

No me había dado cuenta de que estaba moviéndome de un lado a otro de la estancia. Tomé asiento.

—¿Cuándo? —pregunté.

—Ya sabe usted el tiempo que se lleva un proyecto del Gobierno.

Sí, lo sabía, por desgracia. Sabía que se llevaría por lo menos un año, una vez tomada la resolución por el Congreso y aprobados los trámites y presupuestos del proyecto. Y tal vez más tiempo aún, a menos que alguien no lo empujase vigorosamente, y continuara presionando sin cesar. Y como un asunto del Gobierno, otros dos años, por lo menos de la mitad de tal tiempo.

—Dígame, honestamente, Ellen, ¿qué posibilidades considera usted que hay de que triunfe ese proyecto? —pregunté.

—Las mejores, Max. Puedo presentarlo de la mejor manera posible, proporcionar una excelente publicidad, conseguir declaraciones de los científicos de primera fila que demuestren el valor de un examen próximo del planeta Júpiter. Por supuesto, hay que valerse de medios políticos y de ciertas habilidades. Pondré en práctica la «venta de caballos».

—¿La venta de caballos? ¿Qué quiere decir con eso?

Ella me miró y movió la cabeza con aire comprensivo.

—¿No sabe usted la forma que tiene el Congreso de actuar?

—Pues no, dígamelo, se lo ruego.

—Pues es poco más o menos así, Max. Cada miembro del Congreso tiene algún decreto que desea que se lleve a efecto, usualmente en beneficio de algo que beneficie a su propio Estado, para sus constituyentes, etc., de forma que a la recíproca se asegurará los votos de sus conciudadanos. El Senador Cornshusker, por ejemplo, de Iowa, desea una nueva y alta paridad en el precio de los granos. Nosotros hacemos el «cambio de caballos», yo voto por él y él vota por mí.

—Buen Dios —exclamé—. ¡Hay ciento dos senadores! ¿Quiere usted decir que tendrá que hacer eso en ciento un casos?

—Max, su idea no es correcta. La mayoría es sólo de cincuenta y dos votos, yo cuento al menos con treinta y cinco seguros y habrá siempre otros que votarán igualmente. En realidad todo lo que tengo que luchar es en buscar de quince a veinte votos.

Other books

Save Me From Myself by Stacey Mosteller
Arizona Pastor by Jennifer Collins Johnson
Siege of Stone by Williamson, Chet
I Am Yours (Heartbeat #3) by Sullivan, Faith
Dragonsblood by Todd McCaffrey
Specky Magee by Felice Arena
The Cleaner by Brett Battles
Iced by Carol Higgins Clark