De vuelta a su país de origen, el buen doctor chino había prosperado. Había criado al muchacho negro como a un hijo y estuvo en condiciones de enviarle al extranjero para que se educase. Primero a Londres, después al Tibet y finalmente a Massachussetts, al Instituto Tecnológico.
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Conocí a M’bassi. Un original tipo de siete pies de altura, esbelto y arrogante, con todas las características de su raza. Sus ojos tranquilos y contemplativos en aquel fiero rostro africano, le daban un aspecto singular por las profundas cicatrices que le produjeran un día las garras del león, unas cicatrices que le alcanzaban desde el cuero cabelludo hasta la barbilla, habiendo salvado milagrosamente los dos ojos. Hablaba con una voz melodiosa y suave que hacía que cualquier idioma que hablara resultara dulce y armonioso. Budista, un gran místico y matemático; un tipo maravilloso.
Había entrado en contacto con él por Ellen. Ella le conocía porque había sido amigo de Bradly y le había sugerido unos meses antes la necesidad de un profesor que me iniciase en la alta matemática de la teoría del campo unificado. Chang M’bassi, pues, había tomado el nombre del doctor chino, como el de su padre; era profesor de altas matemáticas en la Universidad del Sur de California.
Ellen me había advertido que las lecciones que pudiese darme, las daría sólo si nos apreciábamos mutuamente por personal simpatía, ya que estaba descartada para él la cuestión monetaria y personalmente sólo deseaba disponer de tiempo para sus meditaciones filosófico-religiosas.
—En tal caso —le dije a Ellen—. ¿Por qué podría tener interés alguno en enseñarme?
—Pudiera muy bien ser que no, Max. Sólo por pura consideración monetaria, no, desde luego. Pero si trabas amistad con él y simpatizáis el uno con el otro…
Y en efecto, simpatizamos recíprocamente.
Dios sabe por qué. Excepto por una cosa —y eso era algo que no aprendí hasta que conocí a M’bassi mucho tiempo—, parecía que ambos no teníamos nada, absolutamente nada, en común. El misticismo me aburría de muerte. La ciencia, excepto en el reino puro de las altas matemáticas, tampoco tenía interés para mí.
Sin embargo, ambos llegamos a ser muy buenos amigos.
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En octubre me otorgaron el grado de ingeniero de cohetes. Lo celebramos con una cena y una fiesta, toda una fiesta, en una suite de Beverly. Rory y Bess Bursteder vinieron en avión desde Berkeley para la ocasión y mi hermano Bill y mi cuñada Marlene, desde Seattle. Klockerman y su esposa. Chang M’bassi, solo, como siempre. Y Ellen, por supuesto. Nueve en total.
Bill se divirtió en grande, aunque creo que estaba algo mosqueado en la mayor parte de las conversaciones que sostuvimos. Sin embargo parecía sentirse a gusto y feliz de encontrarse allí con nosotros, especialmente en mi compañía. Estaba encantado, no tanto por el título que acababa de obtener, sino más bien porque con aquel motivo, dejaría de tener las manos llenas de suciedad y de grasa, y que por fin, podría llegar a alcanzar una posición responsable y aspirar a cualquier puesto importante en la vida. El breve discurso de Klockerman anunciando que ya se habían hecho los necesarios arreglos para convertirme en ayudante del director del aeropuerto de los cohetes, le produjo a mi hermano un gran placer. Pero me di cuenta de que Marlene me miró con curiosidad y le hice un guiño para volverla todavía más curiosa sobre el particular. Es bueno siempre ver a una mujer sentirse curiosa y sirve a su derecho a considerarse lo bastante lista para comprobar que un leopardo no cambia su sitio en la selva, sin alguna poderosa razón.
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La víspera de Navidad la pasé solo con Ellen en su apartamento. La sorprendí con un regalo, un collar de perlas. Había estado durante casi un año, ganando más dinero que nunca en mi vida. Y dándose la circunstancia de que en tal época, había tenido menos tiempo que nunca para gastarlo. El amontonarse el dinero en mi cuenta del Banco había empezado a preocuparme y aquello era una maravillosa oportunidad para librarme de una buena parte de aquel dinero.
Ellen, por su parte, me regaló una preciosa pitillera, negra con unos diamantes incrustados al azar formando un extraño y caprichoso dibujo. ¿Era al azar? La miré insistentemente y comprendí a poco, que formaba un diseño que me era tan familiar. Era la Osa Mayor, apuntando hacia la Estrella Polar.
Querido —me dijo—, ésta es la única forma que tengo de que consigas tener las estrellas al alcance de tu mano.
Creo que deseé haber llorado. Tal vez debieron saltárseme las lágrimas, porque me encontré en un momento determinado, con los ojos nublados, y una visión borrosa de cuanto me rodeaba.
Carta de Ellen desde Washington, a últimos del mes de enero.
Oh, querido, querido mío. Quisiera que esta noche estuvieses conmigo, aquí conmigo. O que yo pudiera pasarla en tu compañía.
Entonces, esta fatiga y esta constante jaqueca que sufro se desvanecería. Seria feliz y me sentiría relajada a tu lado. Pero con dolor de cabeza o sin él, tengo que contarte lo que hoy he llevado a cabo. He elegido a mi víctima y mi momento a la perfección. La víctima. La víctima: el caballero de Massachussetts, líder de los conservadores y cabeza del Comité de asignaciones, el Senador Rand. El momento: un almuerzo «téte-a-téte», en un lugar que he elegido hábilmente donde nadie nos conoce a ninguno de los dos, con objeto de no sufrir interrupciones.
Y mientras comimos, le aburrí según me temo, hablándole de las ventajas para la Ciencia y para la Humanidad, de enviar en un viaje de inmediata inspección, un cohete al gran Júpiter. Pero esto era solo la superficie del objeto principal. Bajo cuerda, yo seguí apretando más y más fuerte en el sentido de que la propuesta del Senado pasará a despecho de la oposición. Le confesé que ya contaba con suficientes votos para llevarlo a efecto —cosa que no es cierta; pero creo por ahora no lo descubrirá—, y que su oposición no haría nada bueno en su favor. Procuré observarle detenidamente, mientras le mencionaba qué pequeña suma sería la de trescientos diez millones para llevar a cabo el proyecto, un proyecto de tal categoría. Para que la retuviera bien en su mente, procuré mencionarla una docena de veces.
Esperé hasta terminar el almuerzo y comenzamos a tomar el coñac. Rand es un hombre que no se encuentra a gusto tras ninguna comida, si no es frente a una buena copa de coñac, y así lo hice. Mientras saboreaba el licor, le mencioné que existía otra forma de conseguir un cohete para Júpiter, incomparablemente mucho más económica y que además contaba con la ventaja adicional de poder tomar contacto en cualquiera de las lunas de su sistema planetario. Tomé tu programa, el creado por ti y Klocky en conjunto, de mi bolso, y se lo mostré. No se molestó en mirar nada de los planos, excepto las cifras que en total sumaban veintiséis millones. Y entonces, se me quedó mirando fijamente: Senador Gallagher —me dijo— si esto puede hacerse tan barato, ¿por qué diablos propuso usted un decreto basado en cifras casi doce veces mayores?
Yo esperaba semejante pregunta, por supuesto, y tenía dispuesta mi contestación, al explicarle que la técnica de hacerlo más económicamente no había sido descubierta ni calculada en el momento en que presenté la moción, ahora puesta sobre el tapete y que el cohete original propuesto inicialmente tenía la ventaja de ser un vehículo espacial para dos hombres del espacio que quisieran pilotarlo. Pero que a despecho de tales factores, me habría gustado retirar la moción original y sustituirlo por este cohete tan poco costoso; pero sólo a base de que si yo tenía la palabra suya de que los conservadores lo dejasen pasar, iría adelante sin demora y sin oposición. Le apunté que no querrían seguramente votar por él, sino que sería suficiente con que se abstuvieran o se dieran un paseo por cualquier corredor del Senado mientras la moción estuviera votándose.
Rand farfulló algo, tratando de decirme que no podía prometerme nada excepto que él no se opondría al decreto. Yo insistí en mi parloteo, halagándole un poco y diciéndole que sabía cuánta era su influencia con los conservadores en ambas Casas y repitiéndole que se le consideraba como el verdadero líder de la oposición. Así estuvimos un buen rato. Yo le dije que si íbamos a sostener una lucha por tal cuestión llevaríamos la lucha a la base del original y más costoso proyecto y que recularíamos ante la alternativa de que el decreto fuese a denegarse. Finalmente, propuso la verdadera solución. Prometió hacer lo que estuviese en sus manos para que no hubiese una activa oposición por parte de los conservadores y yo a mi vez retiraría la propuesta original e introduciría la segunda como sustituta. Y el Senador Rand sea lo que de él pueda pensarse, es un hombre de palabra y un hombre inteligente y de honor.
La moción y el decreto pueden ya considerarse aprobados, Max. Los conseguiremos ya votados para el próximo lunes en el Senado, tras haber pasado a través del Comité. Irá a la Cámara de Representantes dentro de un mes.
Y desde luego no será vetado. Tenemos la seguridad dada privadamente por el Presidente Jansen acerca del particular, y ofrecida sobre la base del decreto primitivo. Firmará el proyecto sustituto sin la menor vacilación. Y estará encantado de que sea tan económico que estoy segura de que estará de acuerdo en nombrar a quienquiera que yo sugiera, siempre que esté políticamente calificado para director del Proyecto. Y antes de que sugiera un nombre para su respectivo nombramiento, querido Max, tendré que sugerir asimismo que me prometa que tú serás el ayudante del director.
Por tanto, dentro de un mes, más o menos, digamos a primeros de marzo, sugeriré a Klocky que se vaya de vacaciones y que te deje en su puesto mientras tanto. Una ausencia de tres meses será tiempo y margen suficiente; tu nombramiento será hecho y confirmado para entonces, aunque el proyecto en sí mismo aún no haya empezado, incluso ni a ser diseñado y llevado a las mesas de trabajo hasta la caída del otoño. Los muchachos de White Sands, tendrán que supervisar los planos y eso se llevará tiempo. Tiene que haber, de lo cual me encargaré, la forma de que las cosas se pongan en marcha cuanto antes mejor.
Pero no te anticipo la seguridad de que nos proporcionen alguna molestia. De hecho, estoy razonablemente segura de que ellos, no sólo recibirán con entusiasmo estos planes, sino, que nos prestarán su colaboración. El General Rudge, la cabeza sobresaliente de allá, estuvo en Washington la semana pasada y de una forma estrictamente confidencial, le mostré tu programa. Y me dijo, aunque de forma puramente oficiosa, que le parecía estupendo a él personalmente, aunque desde luego tendrían que comprobar las cifras repetidas veces. Tengo la sospecha de que insistirá en añadir al programa algunos pequeños factores de seguridad, cosa, por otra parte, que ya habíamos previsto.
Y eso es todo por ahora, querido. Me gustaría que no tardase tanto tiempo en llevarse todo esto a cabo, que serán siete largas semanas. Pero para entonces, probablemente el decreto estará ya aceptado y firmado por el Presidente y con un poco de suerte, tu nombramiento extendido y confirmado. Entonces podremos celebrarlo. ¿No te parece, amor mío?
Mientras tanto, no te olvides escribir a tu miembro del Congreso.
Y en efecto, escribí a aquel maravilloso miembro del Congreso, a quien echaba de menos de una forma angustiosa y desesperante.
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Sí, la echaba de menos angustiosamente. Al estar lejos de ella, me di cuenta de que la amaba realmente y que entre nosotros existía algo profundo e importante, no sólo un capricho pasajero, como otros que había tenido en mi vida pasada. A veces, llegué a maldecir al Proyecto Júpiter, por tenernos separados el uno del otro.
Solo, yo que jamás me había sentido solo nunca antes en mi vida, encontré que la semana tenía demasiados días. Tuvimos una estación de lluvias bastante pesada en Los Ángeles; pero yo solía pasear con frecuencia durante horas, a veces casi navegando en las calles encharcadas. Leí mucho. Tantas veces como podía, procurando no molestarles, pasaba noches en casa de Klocky o con M’bassi, hablando o jugando al ajedrez. Escuché un concierto ocasional en diversas sesiones. Aún así, había demasiados días en cada semana. Siete en cada una de ellas; pero que a mí me parecían años. ¿Por qué tenía que estar enamorado de Ellen y amarla apasionadamente? Era como preguntarme por qué razón tenía cinco dedos en cada mano.
Los días fueron pasando así y todo, trabajando y soportando las largas noches de soledad.
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Otra carta de Ellen, a principios de febrero:
Por mi telegrama de ayer, sabrás que el decreto pasó ya por el Senado, querido. Con toda probabilidad, si hubieras estado viendo la televisión lo habrías sabido incluso antes de que mi telegrama llegase a tus manos.
Seguramente lo que no has sabido es lo asustada y preocupada que estuve, por lo cercano que estuvo el peligro. Max, el decreto ha pasado por un margen de sólo tres votos. Y no ha sido porque Rand se haya mezclado en esto. De los veinticinco votos que forman el bloque conservador del Senado, unos cuantos se depositaron contra nosotros; la mayor parte o se abstuvieron o permanecieron ausentes mientras se efectuaba la votación.
De nuestra parte teníamos en línea veinticinco votos como cosa cierta —los quince con que siempre contamos y diez más que conseguí con el trato del caballo. Calculamos que los otros cincuenta, los pertenecientes a los grupos independientes, se dividirían equitativamente. Y si esto ocurría tendríamos casi una mayoría de dos a uno con la abstención de los conservadores.
Pero incluso sin oposición organizada, sin discursos contra el Proyecto, esos votos de los grupos independientes, se vinieron duramente en nuestra contra. La actual votación ha sido de 36-33, lo que significa que entre los 44 votos independientes sólo conseguimos 11, uno de entre 4 a nuestro favor.
Desde entonces, hemos descubierto por qué, por conversaciones con algunos de los independientes que usualmente votan a nuestro favor, y quiénes corrientemente desean seguirnos con un proyecto expansionista del espacio, razonablemente expuesto. Se produjo un sentimiento repentino en contra, por que la última semana se ha estrellado un cohete enviado a Marte, cohete de tres millones de dólares de cargo y con seis hombres a bordo, enviado a la colonia marciana del planeta rojo; deshecho por un meteorito y estrellado contra Deimos
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