—Pero la Cámara de Representantes…
—Sí, eso será más duro. Pero la camarilla de los enamorados del espacio ayudará mucho. Ellos sabrán exactamente con cuántos votos se podrá contar y cómo embarcar los que faltan. De todas formas un voto en el Senado vale por diez de la Cámara. Además, tampoco tendré que hacer por mí misma todos esos cambalaches, esa camarilla de locos del espacio que piensan como usted, querido Max, se ganarán la voluntad de algunos de los miembros representativos y la cosa se llevará a cabo felizmente.
—De todas formas, Ellen, eso suena como si llevase tiempo por delante. ¿Existe alguna posibilidad de pasar por alto tanta dificultad y saltarse esa próxima sesión del Congreso? Quiero decir si usted pudiese presentar el proyecto con suficiente tiempo de antelación.
Ellen movió la cabeza con decisión.
—Max, aunque yo no hubiese resultado herida en el accidente de aviación, incluso si yo estuviese allí ahora, no podría en modo alguno pasar por encima de las reglas establecidas. Este es el año 1998, un año de elecciones presidenciales. El Presidente Jansen, se presentará para su reelección… y probablemente ganará. Se encuentra casi de nuestro lado, desde luego no pondrá su veto al proyecto si triunfa en su nuevo periodo presidencial. Pero antes de ella, casi seguro que lo haría.
—¿Y que ocurrirá si no es reelegido?
—Creo que lo será; pero no importa demasiado si no ocurre así. Sea quien fuese el que lo venza, será alguien, como cosa casi cierta que, estará como fuerza mediadora entre unos y otros y aprobará un decreto prudente en un sentido expansionista, como el que deseamos, o sea algo así como tratar de colonizar algún nuevo planeta o tratar de la construcción de un navío estelar.
¿Cómo puede estar segura? Segura, quiero decir, que será un elemento que se encuentre a medio camino de las dos fuerzas políticas principales del Congreso.
—Porque ninguno de ambos partidos se atreverían a presentar una oposición decididamente conservadora. Afortunadamente la división no está en las líneas de los partidos y el voto de los enamorados de las estrellas y es suficiente fuerte como para que ninguno de los dos grandes partidos se atreva a presentar una sólida oposición. Y dese por contento de que las cosas sean así, querido Max. En caso contrario, estaríamos en franca minoría.
—Ya comprendo. Pero hay algo que no veo claro. Puesto que usted es tan lista políticamente en cuestiones de esta envergadura, ¿cómo estuvo usted para dejar de lado que la cuestión de Júpiter se convirtiese en algo que pudo haberle costado la elección, por sus declaraciones a los periodistas?
—Lo sé. Yo la habría perdido de no haber sido por lo que usted hizo. Pero no fue realmente equivocación mía. Brad —el Dr. Bradly de la Caltech— lo hizo. Dejó escapar detalles de que trabajaría para el proyecto. Los periodistas vinieron en mi busca para confirmarlo.., y no pude dejar mal parado al Dr. Brad, ¿no le parece? No podía llamarle embustero públicamente.
—No, claro que no. Pero, ¿cómo pudo cometer semejante estupidez ese condenado idiota…
—¡Max! —me recriminó Ellen Gallagher, con voz ligeramente alterada—. Brad está muerto, recuérdelo. Y de todas formas, él fue quien me llevó hacia el proyecto. Fue idea suya.
—Lamento lo que he dicho —dije sinceramente contrito.
Ella volvió a sonreír de nuevo.
—Está bien, olvidémoslo. Dígame…
En aquel instante miró hacia el umbral al oír ruido de pasos que se dirigían en tal dirección. Apareció la enfermera.
—Ha pasado la media hora, Mrs. Gallagher. Me dijo que se lo recordase.
—Gracias, Dorothy. —Y me miró a mí—. Max, lo que iba ahora a preguntarle le llevará algún tiempo para responder. Así que es mejor que acordemos la próxima vez que nos veamos.
Y acordamos volver a vernos el viernes siguiente a las siete.
* * *
Me compré un par de lentes ópticos de seis pulgadas, para pulirlas yo mismo y utilizarlas en un telescopio reflector. Deseaba tener la oportunidad de mirar a mis anchas al cielo estrellado sin tener que ir a ningún observatorio para ver al gran Júpiter y su numeroso cortejo de lunas
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. Tendría mucho tiempo que malgastar si no teníamos la posibilidad de que el proyecto comenzase al menos dentro de un año. Y comencé pacientemente a pulirlas. Es un largo y fastidioso trabajo; pero cuando menos, me ayudaría a ir pasando el tiempo.
* * *
El viernes por la tarde en mi segunda visita a Ellen Gallagher la encontré sentada en un sillón, vistiendo una elegante bata de casa. Tenía mejor aspecto, menos pálida.
—Siéntese Max —me dijo—. Bien, comenzaremos por donde terminamos la última vez. Estaba a punto de llevar la conversación respecto a usted. ¿Qué desea?
—Usted sabe condenadamente bien qué es realmente lo que quiero. Quiero conducir ese cohete. Pero por desgracia, ambos conocemos también que no puede ser, eso es todo. Antes de pensar en tal cosa, deseo ayudarle en cuanto me sea posible para su proyecto en el Congreso, ayudar a que se construya, vigilar el despegue y después vivir lo suficiente para poder volverlo a ver cómo toma tierra en nuestro mundo. Quiero estar cierto de que vamos a dar un paso más hacia donde queremos ir.
—Así lo suponía. Sí, podré arreglar lo de que usted pueda trabajar en el cohete espacial. Pero por lo que respecta a ayudarme en los asuntos del Congreso, debo decirle definitivamente: no. Eso es algo totalmente aparte de sus posibilidades. Es trabajo mío y debo hacerlo yo.
—Yo no recuerdo haberlo hecho tan mal…
—Max, aquello fue diferente. Usted no ayudó a que fuese elegida, ya lo sabe. Consiguió que mi oponente fuese derrotado. Desde luego, según se mire, el resultado parece idéntico. Pero algo así no ayudaría para nada a obtener una decisión del Congreso. ¿Qué podría hacer usted? ¿Asaltar las oficinas de los miembros del Congreso para obtener algo con que chantajearlos?
—Podría argumentar con la gente.
—Max, con eso haría en Washington más daño que beneficio. Apártese de allí. ¿Me promete que lo hará?
—Está bien. Supongo que tiene usted razón.
—Bien, así está mejor. Y ahora, respecto a la clase de empleo que podremos darle en el proyecto, una vez comenzado… bien, Ricky Shearer me dijo que usted ha sido siempre un técnico en cohetes y supuso que había sido un hombre del espacio, aunque no estaba seguro. ¿Es cierto?
Yo aprobé con un gesto de la cabeza.
—Bien, cuénteme su historia, su pasado y sus calificaciones.
—De acuerdo —repuse. Dejé escapar un suspiro por los bellos recuerdos de mis buenos tiempos de hombre del espacio—. Yo nací en 1940 en Chicago, Illinois. Era hijo de unos padres pobres; pero honrados y decentes.
—Al grano, querido Max. Vaya recto a la cuestión. Puede ser muy importante.
—Está bien, lo siento. Bien, yo tenía diez y siete años en 1957 cuando empezaron los primeros trabajos para situar una estación espacial, un proyecto que significaba el primer paso hacia la Luna y los planetas del sistema solar. Ni que decir tiene que con aquella edad, ya estaba chiflado por las cosas del espacio, como millones de otros chicos de mi edad. Diablos, en aquellos días, existía una verdadera locura por el espacio… Por supuesto, deseaba ser un astronauta. Cada muchacho de tal edad soñaba con serlo. Pero yo fui más listo que la mayor parte de ellos, porque descubrí —o creí descubrir— la forma más recta para convertirme en un hombre del espacio, yendo adelantado a aquella loca carrera por conseguirlo. Me alisté en la fuerza aérea, para el entrenamiento de piloto, precisamente cuando aquella competencia comenzaba. Apenas un mes después, se corrió la voz de que cuando el cuerpo de las fuerzas aéreas estuviese formado, los astronautas saldrían de allí haciéndose la elección de entre lo mejor y más destacado de los mejores pilotos que fuesen escogidos. En el caso, casi un millón de muchachos de mi edad, trataron de alistarse en las fuerzas aéreas como una avalancha incontenible.
«Naturalmente, la fuerza aérea sólo podría tomar a unos cuantos de entre ellos, siendo más difícil resultar elegido… que un miembro del Congreso. En realidad, sólo existía la posibilidad de elegir a uno de entre mil de los que lo habían solicitado.»
«Yo fui uno de ellos, siendo un muchacho todavía. Y obtuve mi graduación. Conseguí ser piloto de reactores y sabía que eventualmente conseguiría entrar en el cuerpo de astronautas. Pero no en la primera categoría, porque existían ya varios cientos de pilotos delante de mí, los que tenían la prioridad por haber pertenecido más tiempo a la fuerza aérea. Había trescientos en la primera clase de la Escuela del Espacio, la clase que empezó en 1958, cuando los cohetes que pilotaban se hallaban aún en sus comienzos. Aquellos enormes ingenios, grandes como edificios de diez pisos y capaces de llevar sólo unos cuantos cientos de libras de peso hasta la estación espacial que se estaba montando en órbita sobre la Tierra.»
«Aquella primera clase, o la mitad de ella, más bien, se graduó en 1962, dispuestos ya a su debido tiempo para que los cohetes que estaban listos para comenzar el montaje de la estación espacial, lo hicieran allá arriba, en pleno cielo. Pero existían más hombres del espacio que cohetes y aquello parecía poco claro cuando me gradué en la segunda clase en el 63.»
«Solamente una docena de los de primerísima fila habían salido fuera de la Tierra. Yo estaba casi a la cabeza de mi clase; pero aún así, existían casi un centenar por delante de mí. Y yo estaba haciéndome viejo… ¡con veintitrés años! En aquellos antiguos días de los cohetes impulsados por carburantes líquidos, la vida era tan dura que los veintisiete años constituían el tope máximo de edad para el servicio activo, y me pareció que los cuatro años que aún me quedaban por delante, se gastarían inútilmente antes de poder saltar al espacio, aunque sólo hubiese sido en un viaje de rutina a la estación espacial en órbita. Creo que iba a volverme loco de preocupación.»
—Lo comprendo muy bien Max —dijo entonces Ellen—. Pudo haberle ocurrido.
—Seguramente —continué—, pudo haberme ocurrido. Pero gracias a Dios, ocurrió algo inesperado entonces. Ocurrió en 1964 y todo cambió de la noche a la mañana, aunque sobre aquello se estaba trabajando desde hacía años. Los muchachos de Los Álamos terminaron la micropila atómica y ya disponíamos de energía atómica para los cohetes.
«Todos aquellos cohetes impulsados por carburantes líquidos, quedaron pasados de moda de un golpe, como las carretas tiradas por bueyes. Desde luego resultaban aún necesarios los tanques de carburante, para ayudar al frenaje de las velocidades conseguidas por la impulsión atómica y para conducir agua precisa en el funcionamiento de la micropila atómica. Y así pudimos ir a la Luna en un solo viaje sin escalas y a Marte y Venus con sólo un repostaje de combustible en el espacio. La estación espacial también quedó anticuada e innecesaria, antes de que se terminase la tercera en construcción pudiendo aterrizar en la Luna cinco años antes de lo calculado.»
«Bueno, se acabó la estación espacial de todos modos, pero en una escala mucho menor de lo planeado, aprovechándose en su mayor parte como estación al servicio de los meteorólogos. Después pusimos otra, la de veinticuatro horas de órbita, sólo para televisión mundial. Y mientras tanto…»
—Max —me interrumpió Ellen—, he leído la historia de los cohetes. Recuerde que lo que tiene que explicarme son sus experiencias y su historial.
—Oh, claro que sí, desde luego. Bien, repentinamente me hallé cerca de mi sueño. Los cohetes atómicos se construían en cantidad. Funcionaban como una realidad magnífica. Se terminaron treinta de ellos en 1965, cuarenta más en 1966, lo que requería especialistas para su utilización y mantenimiento. Y allí estaba yo. Conseguí llegar a la Luna a últimos de 1966, como copiloto y navegante en un cohete de dos plazas con cinco toneladas de carga útil para el Observatorio que se estaba construyendo en nuestro satélite. Al año siguiente, fui a Marte también como copiloto y entonces fui reconocido como astronauta de primera clase y piloto jefe. Tenía ya veintiséis años; pero extendieron el servicio activo hasta los treinta años, como continúa siendo todavía, por lo tanto aún disponía de otros cuatro años por delante. Pero, ¡maldita sea! Tuve que ser retirado a los veintisiete, así y todo. Un estúpido accidente de rutina en una exploración de la superficie de Venus en el octavo viaje que hicimos allá.
—¿Qué clase de accidente, Max?
—Habíamos terminado nuestra misión, estábamos comprobando los cohetes para el despegue. Yo estaba al exterior, saltando por la escalera que conduce a las pilas solares; pero el copiloto pensó que yo me encontraba ya en el interior y disparó un corto chorro de prueba de los reactores de gobierno de la nave. Yo tenía una pierna frente a uno de ellos y aquello fue el fin y la desaparición de la pierna que me falta, justo por debajo de la rodilla. Me trajeron a la Tierra vivo, y sobreviví; pero aquello fue el punto final a mi carrera de astronauta.
Ellen me miró con tristeza.
—¡Oh, Max, cuánto lo siento!
—Yo no —repuse—. Quiero decir que no desearía que me devolviesen mi pierna a cambio de no haber hecho aquellos viajes espaciales. Muchos de los pioneros del espacio pagaron con sus vidas por un solo viaje. Yo fui, después de todo, un hombre afortunado. Seis viajes por una pierna.
—Sí, sé que es capaz de pensar en esa forma. Continúe.
—¿Continuar, dónde? Eso es todo. Ella se sonrió suavemente.
—Tenía usted entonces veintisiete años y ahora cincuenta y siete. ¿Qué ha ocurrido en ese espacio de tiempo?
—Me hice mecánico de cohetes. Pude haber obtenido una pensión de retiro, pero la cambié en favor de que me dejasen continuar todos los cursos precisos para imponerme en las cuestiones atómicas de mi trabajo en mecánica de cohetes nucleares. Y desde entonces soy un especialista en tal clase de cohetes como mecánico. Eso es todo Ellen.
Sin embargo me quedé pensativo un momento.
—Pero no, por Dios, eso no es todo. Si tengo que proporcionar a usted una verdadera imagen de la realidad, puedo asegurarle que no apareceré muy modesto. Me hice a mí mismo un buen mecánico de cohetes nucleares, uno de los mejores de la nación. Seguí todas las mejoras que fueron introduciéndose en ellos; los conozco en su interior mejor que nadie, puedo asegurárselo, puedo arreglar cualquier avería por difícil que sea. No soy ningún físico nuclear, por lo que respecta a la teoría; pero tengo un completo dominio de las aplicaciones de las pilas atómicas: Conozco y he trabajado en cohetes de pasajeros, de tipo comercial, en los de correo transcontinental e interplanetarios. No he trabajado en los interplanetarios desde que traspasé la edad fijada por el Gobierno como límite para los técnicos mecánicos, desde hace siete años; pero sigo estando al día de cualquier cambio o modificación de ellos, e incluso he patentado y descubierto ciertas mejoras en los dispositivos que han sido aceptadas y utilizadas.