La vida se había vuelto para mí, repentinamente, buena de vivir siendo como era un viejo hombre del espacio. Era más feliz de lo que había sido por muchos años de cuantos podía recordar.
* * *
Ellen marchó a Washington la tercera semana de abril. Se iba cuando menos por un mes, posiblemente dos, dependiendo de cuán larga fuese la sesión del Congreso.
La eché de menos terriblemente. Me resultaba increíble de qué forma se podía uno acostumbrar a la presencia de una mujer. Hacía ya años que apenas si recordaba de ninguna y ahora, sólo a dos semanas de ausencia, parecía existir en mi vida un hueco insondable cuando ella estuvo ausente, incluso ante la idea de volver relativamente pronto.
Volví a mis estudios. Los estudios habían agudizado mi mente y me habían hecho mucho bien. Dos semanas me llevaron a través de dos aspectos importantes que refresqué yo mismo, con sendos exámenes sobre la marcha. Me encontré a mí mismo convertido en un buen estudiante de Caltech que ya conocía la metalurgia de las extremas temperaturas, a causa de un buen elemento de la Universidad que conocía muy bien la materia y que me daba clases especiales cuatro días a la semana, por la tarde. Las otras dos tardes de la semana, estudiaba solo. Usualmente, el domingo, me iba con KIockerman a jugar al ajedrez, a beberme unas cervezas con él y a charlar.
En mis noches de estudio, bien fuera solo o con la ayuda de mi profesor, continuaba leyendo y estudiando hasta que se me nublaban los ojos. Entonces, dejaba los libros y si hacía una noche clara y de buena visión del cielo, daba descanso a mis ojos mirando a lo lejos durante un buen rato, a través de mi telescopio que me había comprado y que había montado allí.
Júpiter se encontraba cerca de su oposición, aproximándose al máximum de la Tierra. Solamente a cuatrocientos millones de millas se encontraría dentro de pocas semanas, no mucho más que entonces. El gran Júpiter, el gigante del sistema solar, once veces mayor en diámetro que la Tierra y con una masa trescientas veces mayor. Más de dos veces tan grande como todos los demás planetas juntos del sistema solar.
El gran Júpiter tiene doce lunas. Cuatro de ellas son visibles con mi telescopio
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. Las demás son más diminutas con un diámetro de cien millas de diámetro o incluso menos. Es preciso un gran telescopio para su observación. Pero podía ver cuatro de aquellas lunas, las cuatro que Galileo descubrió en 1610 con un pequeño y rudo instrumento salido de sus propias manos
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. Cuatro lunas, cuatro fijas, pero encantadoras lunas que el hombre jamás había alcanzado pero que intentaba conquistar y poner en ellas sus pies por primera vez. Pronto. Sí, muy pronto. Eran, Io, Europa, Ganímedes y Calixto.
¿En cuál aterrizaría primero? ¿O llegaría tal vez a hacerlo alguna vez? Max —me dije a mí mismo—, Max, loco soñador de las estrellas, eres un tonto, sólo tienes una posibilidad entre mil. El cohete será pronto una realidad, sí, el cohete será construido y tú supervisarás su construcción. Pero Max, eres un borrico si crees que tendrás una oportunidad para viajar en él… Será la obra de un proyecto del Gobierno, salvaguardado por una guardia especial, con cientos de personas trabajando en él. Seguro que podrás arreglar algunas cosas de las que tienes en la mente y que serán útiles, lo podrás cargar y repostar y dejarlo dispuesto para él despegue veinticuatro o cuarenta y ocho horas antes del momento de despegue, puedes disponer de alguna forma otros detalles… sí, podrás hacer todas esas pequeñas cosas; pero de ahí nunca podrás pasar…
Sí, una posibilidad entre mil. Pero una posibilidad de ir a ocho veces tan lejos como Marte, diez veces tan lejos en el espacio como un hombre haya podido ir jamás.
Un poco más cerca de las estrellas que algún día se alcanzarán, esos millones de millones de estrellas que parpadean en el Universo y que nos esperan.
* * *
Ellen volvió a mediados de julio.
Nos vimos, por supuesto, la misma noche que volvió de Washington pero entonces no durante una semana. Yo estaba tan próximo a mis exámenes en metalurgia que convinimos en no vernos hasta que yo hubiese terminado. Aquello me daba un doble incentivo y seguí ese camino. Aquella semana el cielo estaba casi siempre encapotado, por lo que apenas si subí al tejado de la casa y empleaba las pocas horas de asueto de que disponía en compañía del buen Klocky.
Y así fue como siete días Ellen, estuve en condiciones de telefonearle informándole de que había pasado mis exámenes y que sólo me quedaba uno más para obtener el grado.
—Maravilloso, querido —me respondió—. Y no creas que vas a continuar ahora la última prueba que te falta, ¿verdad? Creo que vas muy por delante del programa propuesto.
—De acuerdo, Ellen, así es. Hay además otra serie de buenas noticias. Klocky está más que satisfecho con la forma en que estoy llevando el departamento de conservación del material. Dice que utilizará mi logro de la graduación como ocasión propicia para hacerme su ayudante supervisor. Eso me dará por lo menos varios meses de experiencia antes de que él salga de nuevo de vacaciones y me deje actuando como superintendente.
—Max, las cosas van viento en popa, cariño, de la misma forma que van en Washington. ¿Vas a venir esta noche para celebrarlo?
—¿Es esa una nueva expresión para ello?
—Vamos, cariño, no seas vulgar. Tengo unas botellas de champaña, ¿no te tienta eso?
—Claro que sí, excepto que tengo una idea mejor. Puedo tomar una semana de permiso en el aeropuerto, y que puede comenzar en este momento. ¿Qué planes tienes?
—Pues… tengo unas cuantas citas, una aparición en la televisión, una o dos reuniones y…
—¿Podrías cancelarlas? Podríamos ir a México capital por una semana. Podríamos estar esta misma noche allí, a tiempo para cenar.
Y nos fuimos a México por una semana.
Fue una maravillosa semana y también un periodo de descanso. Ambos estábamos cansados y pudimos dormir a placer, dormir hasta mediodía usualmente e incluso hasta más tarde. Por las tardes, aunque nunca a primeras horas de la noche, recorríamos los lugares más pintorescos y más atrayentes. Ellen se puso una máscara de piel —uno de los nuevos modelos de Ravigo, casi imposible de detectar ni a pleno, día—, siempre que salíamos fuera de nuestra suite. Era el precio de ser un personaje famoso. En aquella semana llegué realmente a conocer a la Senador Ellen Gallagher. Me contó cuanto de real importancia le había ocurrido en su vida.
Los principios de su vida habían sido realmente duros y difíciles. Había nacido como Ellen Grabow, sin haber conocido nunca a su padre, muerto en una de aquellas horribles operaciones militares de la guerra de Corea, precisamente unas cuantas semanas antes de haber nacido. Su madre había muerto dos años más tarde, los abuelos de la parte de su padre habían tratado de cuidarla; pero eran demasiado pobres para tener una gobernanta o una doncella y demasiado viejos y uno de ellos demasiado enfermo para cuidarla por sí mismos. Terminaron dejándola en un orfanato.
Había crecido al principio como una chiquilla fea, poco atractiva y con una afección crónica de la piel y frecuentes resfriados. Admitía también que era una rapaza ingobernable por su propia insatisfacción y sus sentimientos de inferioridad respecto a las demás chicas de su edad. Había sido adoptada tres veces, previo juicio legal entre los tres y los ocho años y había sido nuevamente devuelta al orfelinato.
En la cuarta adopción, cuando tenía diez años, se comportó de tal forma que consternó e incluso aterró a los futuros padres adoptivos, por lo que permaneció hasta los quince años, y al cumplir tal edad, fue puesta en libertad, bajo palabra, según era costumbre, para optar por buscarse un empleo, bajo condición de vivir en un club de señoritas, hasta la mayoría de edad, mientras continuaba sus estudios en una escuela nocturna hasta obtener su diploma de Enseñanza Media. Su trabajo se desenvolvía en el departamento de embalaje de unos grandes almacenes y allí permaneció dos semanas hasta que recibió su primer cheque por la paga devengada. Todo esto había sucedido en Wichita, en Kansas.
Había llegado a odiar tanto el entorno de su ambiente en Wichita que llegó a faltar a la palabra empeñada y en el primer autobús se marchó a Hollywood. Estaba enamorada de la idea de trabajar en el cine o en la televisión, que se sintió irresistiblemente atraída a la famosa ciudad que por entonces se la llamaba «La Meca del Cine». (Fue el año en que se construyó la segunda estación del espacio, la teleestación para uso exclusivo de la. televisión.)
Aún continuaba siendo una joven poco atractiva a los quince años, y ella lo sabía, sin embargo, en su íntimo ser había una gran capacidad para el teatro y la televisión y de esa forma pudo comenzar a actuar en papeles secundarios. Seguramente, según admitía Ellen, su defensa había sido su falta de atractivo durante su adolescencia. Y en lugar de admirarse narcisístamente en el espejo, solía poner en práctica el burlarse de sí misma cuando se miraba a su propia imagen.
* * *
—Un descanso —le dije.
Me levanté y preparé una bebida para cada uno volviéndome después a la cama. Ellen había mullido de nuevo las almohadas y volvimos a relajarnos sobre ellas. Nos fuimos tomando a sorbos las bebidas preparadas.
—¿Te he estado aburriendo, Max? —me preguntó.
—Nunca lo has hecho y jamás lo harás —le repuse—. Continúa.
* * *
Ellen continuó. Y continuó relatándome su vida en California y me habló de sus esperanzas para verse un día actuando en la televisión.
Pero dos años en Hollywood trabajando como camarera y convencida de que nunca tendría una oportunidad, pues ya había tenido dos de poca importancia y había fracasado, la convencieron de que seria mejor comenzar a pensar en algo más práctico y verosímil que un nombre y una carrera frente a las cámaras de televisión.
En su vida apareció un joven un año mayor que ella, Ray Connor que le propuso matrimonio. A los dieciocho años, él era huérfano también; pero huérfano reciente a quien le habían dejado algún dinero y una pequeña renta procedente de las fincas de sus padres. Quería ser abogado y llegar a ser un hombre de Estado y comenzaba entonces a ingresar en la Facultad de Derecho. Cuando se casaron, él la sugirió que ella ingresase también en el Colegio y se horrorizó de ver que aún le faltaba un año y medio para terminar sus estudios secundarios. Ellen comenzó a darse cuenta por entonces de su escasez de conocimientos y de educación y pronto estuvo de acuerdo en seguir estudiando en casa asignaturas del Instituto, con la ayuda de su marido, hasta poder entrar en el Colegio pasados los correspondientes exámenes. Y se sorprendió de hallar, que gozaba con el estudio y que aprendía con rapidez. Entonces lo hacía por que de veras lo deseaba y no por sentirse obligada a ello. Hizo sus exámenes en sólo seis meses, más pronto de lo que lo hubiera logrado de haber permanecido en Wichita o habiendo continuado yendo a la escuela nocturna. Entró pues, en la Facultad tras de su marido y se decidió igualmente a estudiar Leyes. Se interesó enormemente en ello y comenzó ya a acariciar la idea futura de convertirse en algún personaje del Estado. Aquello sucedía allá por los años 60, cuando las mujeres comenzaron a interesarse más y más por la política.
Hizo finalmente su carrera poco después que Ray y se graduaron juntos en 1975; entonces ella tenía veintitrés años y su marido veinticuatro. Y sucedió que coincidió precisamente en la gran Depresión, cuando no existían empleos, ni asociaciones posibles para jóvenes abogados; pues incluso los más viejos y experimentados apenas si conseguían vivir, como muchas otras gentes en otras profesiones, excepto los psiquiatras. Y el dinero de Ray se había terminado. Tuvieron que enfrentarse con la única solución de trabajar en algo útil, simplemente para seguir comiendo. Ellen fue la primera que se colocó a causa de su antigua experiencia como camarera, y la comparativa facilidad que existía de tal empleo, incluso en aquellos tiempos de la Depresión. A Ray le llevó tres meses el encontrar cualquier clase de empleo. Tuvo que comenzar a trabajar en la construcción. Al tercer día cayó desde una grúa desde cuatro pisos de altura y se mató.
* * *
—¿Le amabas, Ellen? —la pregunté.
—Sí, por entonces, mucho. Me temo que me casé con él por razones prácticas; pero en cinco años llegué a quererle profundamente.
—¿Has amado a muchos hombres, Ellen?
—Cuatro, solamente a cuatro. Tres, además de a ti.
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Ralph Gallagher fue el segundo.
Ella le encontró cuatro años más tarde cuando trabajaba en la firma de «Gallagher, Reyoll & Willcox». El era mayor que ella, aunque no demasiado, cuarenta y un años junto a los veintisiete de Ellen. Gallagher ya comenzaba a destacar como una persona prominente en política y sin duda llegaría a ser un gran hombre. Se había casado una vez; pero divorciado hacía varios años. Ellen le había admirado, tras haber comenzado a trabajar para su firma. Gallagher se fijó en ella y comenzó a galantearle lo que gustó a Ellen, que se sentía íntimamente complacida. En las pocas ocasiones en que la invitó a salir con él, Ellen pudo comprender que buscaba más bien a una esposa que a una amiga.
Acabó casándose con él. Y durante diez años que habían vivido juntos antes de la muerte de Ralph Gallagher, ella se había dedicado apasionadamente en cuidar las ambiciones de su marido, convirtiéndose así la política en su nueva carrera frente a la vida. Aprendió cómo desenvolverse en el intrincado campo de la política, hizo grandes conocimientos sociales y el uso práctico de tales conocimientos. Ella le había ayudado a que él triunfase como Alcalde de Los Ángeles y a prepararle como casi seguro vencedor en la próxima elección para Gobernador del Estado de California.
Pero una trombosis coronaria dio al traste con la vida de su esposo de la noche a la mañana.
Ellen volvió a sufrir un rudo golpe en su vida afectiva. Se encontraba rota de nuevo, deshecha por completo. Tan familiares como le habían sido hasta entonces los asuntos políticos, no había prestado atención alguna a las cuestiones financieras y había cometido la estupidez de colocar todos los huevos en la misma cesta, una cesta sin fondo. Su capital, tras el pago de todas sus obligaciones, quedó reducido prácticamente a la nada.
Ellen había tenido ya una fuerte educación en Leyes; pero nunca la había practicado, resultaba ya demasiado tarde comenzar a la edad de treinta y siete años. Pero conocía la política y llevaba un nombre que era respetado en California, especialmente en Los Ángeles.