Con el rostro pálido, Walter hizo un gesto y un grupo de sus hombres con las armas en ristre corrieron hacia los árboles. Sentí ganas de vomitar. Aquello no era culpa mía.
Un jadeo femenino hizo que me diese la vuelta. Mi corazón dio un vuelco, y sentí que mis rodillas perdían toda su fuerza. Aretha había penetrado en el claro, como si el resto de gente no existiese. Moviendo las orejas, se detuvo a unos cinco metros de mí. Tenía la piel de color plateado. La observé con mi mirada lupina, y aprecié su gracia, su belleza… Se me antojaba como un ser completamente extraño. Tal vez yo pareciese un lobo, pero no lo era. Y las dos lo sabíamos.
Empecé a moverme, pero me detuve de nuevo cuando ella alzó el morro. De él brotó un aullido suave y extraño, al que se añadieron tres voces más provenientes de las colinas. Comprobaba quién había vencido.
La adrenalina seguía fluyendo en mi interior. Aretha bajó la cabeza, y clavó los ojos en mí por última vez antes de darse la vuelta y volver a cruzar el aparcamiento, satisfecha.
El viento entre los árboles empezó a mover la piel de mi cuerpo dolorido.
¿
Qué ha sucedido aquí
?
Se oyó una ramita crujir, y yo me moví como un caballo tímido, con el corazón latiendo a toda velocidad cuando me detuve con un movimiento poco grácil. Se trataba del alfa de los lobos callejeros, pálido pero decidido, con su manada a su alrededor.
—¡No ha sido culpa mía! —aullé, pero sabía que no podía comprenderme.
El rostro afectado por el azufre de aquel hombre lobo mostraba un gran asombro mientras dejaba de mirarme a mí para observar el punto por el que se había alejado Aretha. Sus tatuajes, provenientes de una gran cantidad de manadas, le hacían parecer duro y vulgar, pero tenía el rostro tan bien afeitado como Jenks. Se agachó y recogió un mechón de pelo naranja que Pam me había arrancado, y se lo quedó mirando como si significase algo.
—La loba —le dijo a Walter. Sus ojos mostraban que se refería a Aretha— ha decidido que Morgan viva y que tu alfa muera.
El resto de gente que nos rodeaban empezaron a hablar al unísono; a medida que el asombro se desvanecía, la furia tomaba su lugar. Yo jadeé, evitando apoyar la pata herida en el suelo mientras esperaba, y sentía cómo iban pasando los segundos. Me recorrió un escalofrío que hizo que el pelo del lomo se me erizase. Estaba sucediendo algo.
El lobo callejero guardó el mechón naranja en su chaqueta, como si hubiese decidido algo.
—Las historias antiguas cuentan que la estatua pertenecía a un lobo rojo, antes de desaparecer —explicaba mientras su mujer se unía a él—. Morgan se ha mantenido firme, mientras que tu alfa ha huido. Ha ganado. Entrégale a Sparagmos. El amor nos revelará los recuerdos de ese ladrón, ahora que el dolor y la humillación se han mostrado inútiles. No me importa quién posea la estatua, mientras yo pueda compartirla.
—¡Me habías jurado lealtad! —exclamó Walter.
—¡Te dije que te seguiría cuando me aseguraste que tenías la estatua! —replicó el joven hombre lobo, cerrando las manos para formar puños; sus anillos tintinearon. Su mujer era una cabeza más alta que él, pero no por eso parecía menos amenazador—. Tú ya no la tienes; la tiene Sparagmos y ella lo ha reclamado. Disuelvo mi juramento de sangre. Me da lo mismo seguir a un lobo rojo que a uno blanco. Sea como sea, no te seguiré a ti.
—¡Maldito bastardo! —ladró Walter, con la cara roja, con el pelo blanco erizado—. Yo tengo a Sparagmos, y tendré la estatua… ¡y pediré tu cabeza en una bandeja!
La muchedumbre empezaba a separarse. Lo veía. Lo olía. Volvían a brotar las pautas anteriores, tradicionales, más cómodas, más familiares. El pelo del lomo se levantó y con un pequeño esfuerzo activé mi segunda visión. El corazón se me aceleró. Ahora los hombres lobo callejeros estaban rodeados por una tonalidad blanca, perlada, y los que iban vestidos con trajes contaban con un aura de un rojo terroso. La unión se había roto muy rápidamente.
El claro había cambiado completamente. Los lobos callejeros volvían hacia los bosques. Podía oler el aroma del azufre. Si se convertían en lobos, no habría nada que pudiese detenerles.
—Señor —intervino un hombre lobo vestido con un mono de trabajo, con el rostro compungido; me di la vuelta y vi que seis más transportaban a Pam. Sus pasos lentos indicaban que ya era demasiado tarde.
—¡Pam! —exclamó Walter, con el dolor punzando su voz. Los lobos la depositaron con mucha suavidad en el suelo, y el hombre se arrodilló a su lado, apartando al resto a manotazos antes de hundir sus manos en la piel de ella, antes de alzarla, de abrazarla—. ¡No! —gritó, incrédulo, acercando el cuerpo de su esposa al suyo.
La manada de Aretha le había desgarrado la garganta, y su sangre manchaba el pelo negro y salpicó el pecho de Walter. Balanceando la cabeza, el poderoso hombre intentó recomponer todos los pedazos de su mundo, destruido como las hojas muertas que habíamos pisoteado.
—¡No! —volvió a gritar Walter, alzando la cabeza, cruzando su mirada con la mía—. No lo aceptaré. Esta bruja no es mi alfa, y no le entregaré a Sparagmos. ¡Matadla!
Oí cómo retiraban los seguros de las armas. ¡
Joder
! Aterrorizada, salté hacia la zona libre del aparcamiento que podía ver. Un instante después me encontraba allí. Una maldición gritada me puso en marcha. Con las garras impulsándome sobre el suelo, llegué al bosque. Mis patas resbalaron sobre las hojas y las plantas húmedas y estuve a punto de caer al suelo.
Logré mantener el equilibrio a duras penas y seguí avanzando. Escuché el sonido de los disparos, pero de momento estaba lejos. Pero ellos tenían Hummers y teléfonos móviles… Lo único con lo que yo contaba era un pixie de dos metros y tres minutos de ventaja. Sí, Pam había muerto, pero no había sido culpa mía.
Oía mis espaldas los gritos de un grupo que se estaba organizando. Todavía eran hombres, pero aquello cambiaría enseguida. Tendría que haber sabido que la paz no duraría mucho. Los hombres lobo eran hombres lobo, después de todo. Nunca mantenían una alianza durante demasiado tiempo. No podían. Iba en contra de su naturaleza.
Gracias a Dios
, pensé, mientras seguía el rastro de ramas rotas que tenía que conducirme hasta Jenks. Él podría encontrar a Nick siguiendo únicamente su olfato. Todavía podríamos escapar de esa maldita isla. Tal vez la ruptura de las manadas nos diese unos cuantos minutos más.
Nick
, pensé, mientras sentía que el corazón se me aceleraba por algún motivo más que estar huyendo. Así que las cosas no habían ido como las había planeado. Bueno, pues que me demanden.
Mi avance por el cálido bosque no era tranquilo en ninguno de los sentidos de la palabra, ya que me tambaleaba cada vez que mi pata delantera tocaba el suelo de forma demasiado fuerte. Se oían explosiones en la distancia que mi oído de loba no sabía identificar, pero no estaban muy cerca. El lomo me dolía a cada paso, y mi pata delantera no paraba de palpitar. El viento hacía que me doliese la oreja en el punto en que me la habían desgajado. Avanzaba a toda la velocidad que podía, con el morro a unos diez centímetros del suelo, olfateando el aroma joven de Jenks.
Me sentía como estando en tiempo de descuento. La isla era grande, pero no tanto, y el dolor de la pérdida haría que se moviesen más rápido. Tardeo temprano alguno de ellos me alcanzaría. O, como mínimo, Jenks encontraría resistencia cuando localizase a Nick. Y tenían radios.
Más rápido
, pensé, apoyando la pata en el suelo. El dolor me recorrió todo el cuerpo y luché por recuperar el equilibrio antes de que mi cara chocase contra el suelo. Mi pie herido perdió el apoyo, y alcé todo lo que pude la cabeza mientras caía. Me mordí la lengua al detenerme de golpe. Estaba harta de ser una loba. Nada tenía su aspecto normal, y si no podía correr, tampoco no era un estado muy alegre. Pero no podía volver a pronunciar la palabra de la maldición y recobrar mi aspecto habitual hasta que no volviese al continente y pudiese conectar con una línea luminosa.
Además, estaría desnuda
, pensé, levantándome y sacudiéndome la tierra de encima.
Estornudé para despejar la nariz de tierra y del musgo que se me había quedado pegado, pero solté un gemido cuando todo el cuerpo sintió un espasmo de dolor. Oí el sonido de la madera al golpear algo de metal. Alcé la cabeza, contuve el aliento.
—¡Dispárale! —gritó un hombre, y oí tres estallidos en sucesión.
¡
Jenks
!
Olvidé mis heridas y empecé a correr.
La luz empezó a hacerse más brillante a medida que el bosque se hacía menos espeso a una velocidad asombrosa, llegué a lo que parecía un viejo aparcamiento, con troncos clavados en el suelo para delimitar las plazas a la sombra de un edificio de cemento pintado de marrón había un Jeep aparcado. Cerca de la puerta de entrada, Jenks estaba atacando a dos hombres con una rama de la que todavía colgaban unas hojas.
Salté adelante. Como un bailarín, Jenks balanceó el palo, formando un ancho arco y golpeó a uno de los hombres en el oído. Sin esperar a que cayese al suelo, dolorido, Jenks dio la vuelta y clavó la punta del palo, astillada, en el plexo solar del otro hombre. Con gran ferocidad, volvió a girarse hacia el primero y sujetó con ambas manos la rama en la nuca de este, que cayó al suelo sin ninguna protesta.
Jenks dejó escapar un grito de triunfo, mientras giraba el bastón por encima de su cabeza dibujando una espiral salvaje. Golpeó con él la parte trasera de la rodilla del segundo hombre, y después le propinó otro golpe en el cráneo. Yo me detuve, sorprendida. Había acabado con los dos en seis segundos.
—¡Rache! —exclamó con alegría, y se apartó de los ojos los rizos rubios, con lo que me mostró la tirita de He-Man. Tenía las mejillas rojas, los ojos brillantes—. Supongo que seguiremos el plan B, ¿no? Está dentro. Oigo un cerebro con diarrea mental allí dentro.
Con el corazón palpitando con fuerza, superé de un salto los dos hombres lobo caídos, vestidos con monos de trabajo, que bloqueaban la entrada. Captaba el olor a café rancio en la pequeña cocina, el moho de cuarenta años en el baño y el ambientador de pino que intentaba disimular el olor almizcleño de la pequeña sala llena de armas, y un transistor que pedía a gritos que alguien respondiese. Mis músculos se tensaron al captar el olor a sangre bajo el aroma del cloro. Las garras chasqueaban al avanzar por las baldosas blancas; recorrí el estrecho pasillo, buscando.
Al final del oscuro corredor había una puerta cerrada, y esperé con impaciencia a Jenks, que se estiró por encima de mí y la abrió, con un chirrido. Estaba oscuro, y la poca luz que entraba lo hacía a través de una ventana alta cubierta de polvo, con cristales de alambre. El aire apestaba a orina. Había una mesa desvencijada llena de cacerolas con líquidos. No se veía a Nick por ningún lado, y mis esperanzas se desvanecieron. —Dios mío —jadeó Jenks, y contuvo el aliento. Seguí sus ojos hasta la esquina más oscura.
—Nick —susurré, pero el sonido que surgió fue como un gemido.
Se había movido al escuchar el sonido de la voz de Jenks, con la cabeza colgando, los ojos mirando pero sin ver nada bajo sus largos mechones de pelo. Lo habían atado a la pared con los brazos en cruz, y ofrecía una imagen burlona de lo que era el sufrimiento y la gracia divina. Sus ropas mostraban algunos desgarrones y quemaduras, y por los agujeros se veía la piel enrojecida. Tenía el cuerpo cubierto de costras de sangre seca. Sus labios, desgarrados, sangrantes, se movieron.
—No… —susurró— no… podéis… es… mía.
Jenks pasó a mi lado y tocó con cuidado un cuchillo para valorar la cantidad de plata que contenía antes de agarrarlo. Yo me había quedado paralizada en el umbral, sin llegar a creérmelo. Le habían torturado. Le habían hecho aquello por una maldita estatua. ¿De qué diablos se trataba? ¿Por qué no se la había entregado? No podía ser una cuestión de dinero, ya que Nick podía ser un ladrón, pero apreciaba su vida por encima de todas las cosas, o eso creía yo.
—Rache, aquí no puedes hacer nada —me dijo Jenks mientras se inclinaba para examinar las ataduras de Nick—. Ve a vigilar la puerta de entrada. Lo descolgaré.
Di un respingo cuando Nick empezó a gritar; creía que éramos ellos otra vez, y no paraba de gritar mi nombre.
—¡Déjalo ya, débil mental! —chilló Jenks—. ¿Es que no ves que intento ayudarte?
—Fue culpa mía —gimió Nick, desplomándose hacia delante hasta quedar colgado de nuevo—. Se la llevó. Tenía que llevarme a mí. La maté. Ray… lo siento, lo siento…
Estremecida, salí de la estancia. No le habían dicho que estaba viva. Mareada, me di la vuelta y resbalé un poco sobre las baldosas del suelo. Caminé por encima del hombre desplomado en el suelo y salí al jardín. El sol me bañó y empezó a transformar el horror de todo lo que había visto en furia. Nada valía todo aquello.
Los arrendajos trinaban en la distancia, y el sonido de un motor se iba acercando.
—¡Jenks! —ladré.
—¡Les oigo! —me respondió Jenks.
Con el pulso acelerándose en mis venas, miré a los hombres que yacían sobre la tierra prensada del suelo. Cogí al más cercano por el hombro y lo arrastré al interior del edificio, sin importarme si le desgarraba la piel o no. Ni siquiera me importaba si estaba muerto. Con pequeños tirones lo llevé hasta el pasillo y volvía por el segundo. Jenks salía ya por la puerta cuando yo metía dentro al segundo. Lo dejé caer al suelo; me dolía la espalda y las mandíbulas.
—Buena idea —me felicitó Jenks, que tenía el brazo de Nick alrededor de su cuello y su hombro.
Nick se apoyaba casi completamente en Jenks; era incapaz de soportar su propio peso. Tenía la cabeza caída, y arrastraba los pies como si estuviesen muertos. Respiraba con jadeos doloridos. Tenía marcas de presión roja en las muñecas, y no parecía que pudiese mover sus piernas todavía. Cuando levantó la cabeza, sus ojos estaban emborronados, como si una tela los cubriese. Movió el brazo lentamente e intentó frotárselos, mientras parpadeaba mucho. Una tos seca lo sacudió. Puso una mano en la parte inferior del pecho, y aguantó el aliento, intentando detener la tos.
—Vamos —nos apresuró Jenks, y yo aparté la mirada de Nick. Volvía sentir un ligero mareo. Cuando las patas se posaron sobre la tierra del exterior, me pregunté adonde creía Jenks que podíamos ir. Solo había una carretera, y alguien se acercaba. Y avanzar por el bosque con un hombre incapaz de andar era la forma más segura de lograr que te capturasen—. Venga, vamos tras el edificio —ordenó Jenks, y yo troté con pasos inseguros a su lado. Me sentía muy pequeña. Nick intentó ayudar cuando sintió que sus músculos podían moverse de nuevo. Jenks lo dejó en el suelo, y lo apoyó en la pared pintada. Hacía mucho frío, sin que el sol nos iluminase directamente; Nick se sujetó las piernas y dejó escapar un gemido. Recordé los amuletos de calor de Marshal. Solo nos quedaba uno, si es que no habían descubierto nuestro equipo. Tal vez Nick y Jenks pudiesen compartirlo. Mi pelaje me mantendría caliente. ¿Podría nadar un trayecto tan largo con mi forma de lobo?