—A Matalina no le importará —dije, y añadí, dubitativa—: ¿Verdad?
Sus rasgos de chico de dieciocho años adquirieron un aspecto de alivio.
—No quería dar por hecho que…
—Por Dios, Jenks —le pedí, guardando el equilibrio mientras nos deteníamos—. No pasa nada.
Los ojos de Brett brillaron especulativos mientras nos veía hablar, y nos hizo quedarnos sentados hasta que todo el mundo se hubo apeado. El que seguía convertido en un lobo fue el último, y en cuanto Jenks y yo bajamos al aparcamiento, Brett nos condujo hacia el lago. La gente que había allí nos miraba curiosa, pero los únicos que se detenían a observarnos eran los que llevaban ropas de colores llamativos o trajes de negocios clásicos; los dos tipos de ropa parecían fuera de lugar en medio de todos aquellos monos de trabajo. Era evidente que no eran militares, y me pregunté qué estarían haciendo allí. Todo el mundo estaba erguido sobre dos piernas, lo que no me sorprendió mucho, porque seguramente había dos o tres manadas en la isla, tres manadas enormes, y cuando se mezclaban, los pellejos podían saltar por los aires si no se mantenían en forma humana.
Era bastante poco habitual que las manadas se mezclasen de esa forma. Además, pude observar un cierto desdén con el que los hombres lobo de los monos de trabajo miraban a la gente vestida de calle, y la actitud belicosa, como si no les importase nada de aquello, de los que iban ataviados con colores brillantes.
Los carboneros trinaban en aquel frío aire de primavera, y el sol formaba motitas de luz al atravesar las pálidas hojas verdes de los árboles jóvenes. Era un lugar agradable, pero algo olía a podrido. Literalmente. Y no era solo el aliento del hombre lobo que caminaba a cuatro patas a mi lado.
Mi mirada preocupada pasó de Jenks al lago. Había unos troncos colocados en círculo alrededor de una hoguera extinta hacía tiempo, y podía percibir el débil olor ácido del dolor por encima del aroma a ceniza vieja. De pronto, sentí que no quería acercarme allí.
Jenks se puso rígido, con las aletas de la nariz moviéndose rápidamente. Apretó fuerte los talones contra el suelo mientras apretaba la mandíbula con aire desafiante. La tensión se apoderó de mí, y todos los hombres que sostenían un arma se pusieron firmes al detenernos todos a la vez. El lobo a cuatro patas gruñó, con las orejas planas y el labio mostrando sus colmillos blancos.
—Ahora nos vamos a calmar todos —dijo Brett con tranquilidad, evaluando precavidamente la resolución de Jenks y girándose—. No iremos al pozo. El señor Vincent quiere veros. —Hizo un gesto con la cabeza al conductor—. Déjalos en el salón, llévales el botiquín y vete.
Alcé las cejas, y los hombres que nos rodeaban, todos vestidos con las mismas ropas de trabajo y las gorras bordadas igual se miraron entre ellos, sin saber si seguir empuñando las armas.
—¿Señor? —tartamudeó el conductor, que evidentemente no quería cumplir las órdenes. Los ojos de Brett se estrecharon.
—¿Tienes algún problema? —le espetó, con su lenta forma de hablar—. ¿Oes que no puedes encargarte de la seguridad de una bruja y… lo que quiera que sea eso?
—No los puedo dejar solos en el salón del señor Vincent —respondió el conductor, claramente preocupado.
Un Jeep con un remolque blanco y una manguera enrollada se iba, y Brett sonrió, mirando al sol.
—Apáñatelas. Y la próxima vez no empieces a cambiara menos que yo te lo ordene. Además, parece inteligente —añadió, señalando a Jenks— y callado, Todo un caballero. Así que supongo que no hará nada estúpido. —Sus modales amables desaparecieron para mostrar una voluntad dura—. ¿
Capiche
? —le dijo a Jenks; y había desaparecido cualquier rastro del chico del sur.
Jenks asintió, con un rostro al mismo tiempo herido y serio. No me importaba que fuese el típico juego del poli bueno, poli malo si, al menos, no me llevaban al lago. Aliviada, le sonreía Brett; mi gratitud no fue fingida. Bajo la luz del aparcamiento, había comprobado que su pelo estaba plateado por la edad, no aclarado por los efectos del sol, lo que le colocaba más cerca de los cuarenta que de los treinta. La sonrisa con que me respondió Brett hizo que su cara se llenase de arrugas; sus ojos se mostraban divertidos porque se daba cuenta de que yo estaba adoptando el papel de la cautiva agradecida, pero que no estaba tan indefensa como aparentaba.
—Rand y —llamó, y el hombre lobo a cuatro patas movió las orejas—, ven conmigo. —Dio media vuelta y se acercó al segundo edificio de mayor tamaño, con el lobo de la talla de un poni trotando a su lado. El conductor les contempló alejarse, murmurando alguna maldición. Con una rabia evidente, movió su arma, indicándonos que tendríamos que ir por otro camino. Jenks y yo nos pusimos en marcha antes de que tuviese la oportunidad de tocarnos.
¿Había llegado el momento de hacer un poco de poli malo?
Nos alejábamos del pozo, pero no me sentía mucho mejor. El sendero estaba hecho de losas planas, y las zapatillas de Jenks no emitían casi ningún sonido. Las botas de los lobos resonaban a nuestras espaldas. Parecía que hubiesen construido el edificio al que nos dirigíamos en los setenta, ya que era bajo y estaba hecho de piedra de color salmón, con unas ventanas altas y pequeñas que daban al lago. La sección del medio era más alta, e imaginé que tendría techos abovedados, ya que no era lo bastante alto para tener dos pisos. Frené mi paso mientras nos acercábamos a la entrada, pensando que la gruesa puerta de madera y acero parecía pertenecer a la caja acorazada de un banco.
—¿Pretendes que entre ahí dentro? —pregunté, vacilante.
El hombre lobo bufó; era evidente que no estaba muy contento con que su jefe le hubiese castigado con una tarea tan complicada; si escapábamos, lo castigarían a él. Por no mencionar que Brett se había llevado al único miembro de su equipo que podría cazarnos.
Tomando aquello como un sí, Jenks se colocó delante de mí y abrió la puerta, que quedó manchada de su sangre. Si olvidaban limpiarla, sería una buena señal de dónde nos encontrábamos si alguien nos buscaba. Aparentemente, nadie se dio cuenta, y entramos.
—Bajad por el pasillo, ya la izquierda —indicó el conductor, señalando con la culata de su arma.
Estaba ya harta de su actitud; no era culpa mía que Brett se hubiese enfadado con él. Cogía Jenks por el hombro, porque aparentemente la visión de su sangre le volvía a hacer sentirse mareado, y lo conduje entre unas paredes estériles hasta llegar a una zona iluminada al final del pasillo. Se trataba de un salón, y la examiné pensando en todas las posibilidades que tenía mientras el conductor hablaba en voz baja con el centinela de la entrada. Otra vez más armas, pero no había ningún rostro pintado ni ninguna insignia aparte del tatuaje.
El techo bajo de la entraba crecía hasta llegar a la altura de un piso y medio que había percibido desde el exterior a mi derecha, una serie de ventanales daban a un jardín cerrado con arbustos y una fuente a mi izquierda estaba el muro exterior, que desembocaba en el lago, y una pasarela que brotaba desde la ventana más elevada. En toda la habitación se notaba la preocupación por la defensa, y retomé mi primera idea: se trataba de un grupo obsesionado por la supervivencia. Estaba dispuesta a apostara que, cuando nos dejaran solos, habría alguien que todavía nos vigilaría.
—Hay seis cámaras. —No me sorprendió oír que Jenks me informaba de esto—. No las he localizado todas, pero oigo las frecuencias.
—No jodas —respondí, repasando las paredes con la mirada, pero sin descubrir nada en el salón más allá de los dos sofás, uno delante del otro, una mesita, dos sillas al lado de las ventanas y lo que creí que era un pequeño centro de entretenimiento, hasta que me di cuenta que sostenía dos enormes televisores de pantalla plana, tres cajas de satélite y un ordenador que le habría hecho la boca agua a Ivy.
Descendí con Jenks el escalón para llegar a la sala y lo senté en el sofá más alejado.
—¿Viene ese botiquín o qué? —ladré cuando el conductor hubo hecho que todo el mundo abandonase la estancia.
Alzó la escopeta con un gesto agresivo, y le ofrecí una sonrisa traviesa.
—Claro —le dije, dejándome caer en el sofá y extendiendo los brazos por encima del respaldo—. Vas a pegarme un tiro en el salón de tu jefe, y le vas a manchar de sangre la alfombra solo porque me he comportado como una listilla. ¿Sabes lo complicado que es limpiar la sangre de una alfombra? Sé un cachorrito amable y haz lo que te han mandado.
Jenks se revolvió, nervioso, y el hombre se ruborizó completamente; tenía la mandíbula muy apretada.
—Tú sigue echando tierra sobre tu propio tejado —contestó, bajando el arma—. Cuando llegue el momento, iré a por ti.
—Lo que tú digas. —Eché un vistazo al techo, mostrándole mi cuello herido aunque sentía que el estómago se me contraía de los nervios. Con los hombres lobo, tu rango siempre determinaba la forma en que te tenían que tratar, y quería que me trataran bien. Así que me portaría como una zorra… en más de uno de los sentidos de la palabra.
No le había oído salir de la sala, pero solté el aire que había estado conteniendo cuando me di cuenta de que Jenks se había relajado.
—¿Se ha ido? —le susurré, y Jenks me miró con un rostro exasperado.
—Por las bragas de Campanilla, Rache —respondió, sentado en la punta del sofá, a mi lado, con un codo apoyado en la rodilla—. Eso ha sido demasiado maleducado… incluso para ser tú.
Bajé la cabeza para mirarle. Rodeados por la alfombra y las paredes, podía oler el lago en mí; me pasé la mano por mis rizos apelmazados, y los dedos se me quedaban pegados. Pensé en empujarle el codo, para que perdiese el equilibrio, pero no lo hice porque todavía sangraba. En lugar de eso me erguí bien y estiré un brazo para coger la gasa que presionaba contra la cabeza.
—No —se negó, con un tono de voz desesperado mientras apartaba la cabeza. Con los labios apretados, miré la sala buscando las cámaras ocultas.
—¿Dónde está mi botiquín? —grité—. ¡Será mejor que alguien me traiga el botiquín ya antes de que me enfade de verdad!
—Rache —protesto Jenks—, no quiero acabar visitando el pozo. Sonaba terrible.
Intenté sonreír al percibir su preocupación.
—Créeme, yo también prefiero mantenerme alejada del pozo, pero si actuamos como si fuésemos una presa, nos tratarán como si fuésemos un antílope herido. Y has visto los documentales de la tele, ¿no?
Los dos alzamos la vista cuando una chiquilla vestida con vaqueros y una camiseta entró por la única puerta de la sala. Llevaba en una mano una caja y la depositó en la mesa que Jenks y yo teníamos delante. Ni siquiera cruzó la mirada con nosotros. Dio tres pasos atrás antes de dar media vuelta.
—Gracias —le dije. Sin detenerse, miró a su espalda, claramente sorprendida.
—De nada —respondió, tropezando en el escalón que la llevaba fuera de aquella área un poco hundida. Se le enrojecieron las orejas, y calculé que no debía de superar los trece años de edad. Si estabas en la cima de una manada tradicional, la vida estaba muy bien; si estabas en los escalafones más bajos, era una mierda. Me pregunté a qué parte correspondía.
Jenks emitió un ruido maleducado. Abrí la caja y descubrí que contenía lo habitual… pero lo habían vaciado de cualquier objeto afilado o puntiagudo.
—¿Por qué te has mostrado tan amable con ella? —me preguntó Jenks. Rebusqué en la caja hasta encontrar una venda ancha y un paquete de toallitas antisépticas.
—Porque ella ha sido amable conmigo. —Aparté la caja a un lado para dejar espacio libre sobre la mesa, y me senté de costado—. Y ahora, ¿te portarás bien o tendré que ponerme de mala leche?
Jenks respiró profundamente; me dejó asombrada cuando adquirió un aire solemne y preocupado.
—De acuerdo —dijo y apartó poco a poco la gasa. Con los ojos clavados en la sangre que la manchaba, y empezó a respirar muy rápido. Casi sonreí al darme cuenta de que apenas era un rasguño. Igual si aún midiese diez centímetros y hubiese perdido un dedal de sangre sería preocupante, pero eso no era nada. Como seguía sangrando, abrí una de las toallitas antisépticas.
—Aguanta —le pedí, apartándome de él cuando vi que se revolvía—. Maldita sea, Jenks. Quédate quieto y no te dolerá. Es solo un arañazo. Por la forma en que estás actuando, casi se pensaría que es una puñalada y que necesitas puntos.
Pasó la mirada de la gasa manchada de sangre a mi rostro. La luz que entraba por las ventanas que daban al patio hacía que sus ojos refulgiesen de color verde.
—No es eso —respondió, recordándome que nos estaban observando—. Es que hasta hoy solo me había curado Matalina… Ella y mi madre.
Posé las manos en el regazo. Estaba recordando que había oído en alguna parte que los pixies se unían de por vida. Una gota de sangre se deslizó por su frente, hacia sus ojos, y se la enjugué.
—¿Echas de menos a Matalina? —inquirí suavemente.
Jenks asintió, y su mirada pasó de nuevo a la gasa, mientras yo le limpiaba la frente y apartaba suavemente sus rizos dorados. Tenía el pelo seco, como paja.
—Nunca había estado separado de ella tanto tiempo. Hace diez años que estamos juntos, y nunca nos habíamos separado más de un día.
No pude evitar sentir una punzada de envidia. Allí me encontraba yo, cuidando de un chaval de dieciocho años, dispuesto a morir echando de menos a su esposa.
—Eres muy afortunado, Jenks —dije en voz muy baja—. Yo me sentiría satisfecha si pudiese aguantar un año con el mismo chico.
—Es algo hormonal —espetó él, y yo me eché para atrás, ofendida.
—Me parece que había visto un poco de alcohol —farfullé, abriendo de nuevo el botiquín.
—Quiero decir entre Matalina y yo —continuó Jenks—. Me siento mal por ti, que sigues buscando el amor. Con Matalina, lo supe enseguida.
Haciendo una mueca de amargura, abrí otra toallita antiséptica y le limpié de nuevo la herida, para quitar un fragmento de hoja.
—¿Ah, sí? Bueno, las brujas no somos nada afortunadas.
Tiré la gasa manchada sobre la mesa y Jenks se reclinó, con una mirada brumosa.
—Me acuerdo de la primera vez que la vi —empezó a contar, y yo murmuré algo para alentarle a seguir hablando, ahora que ya había dejado de revolverse—. Me acababa de ir de casa. Era un chico de campo, ¿lo sabías?
—¿Ah, sí? —La venda que le había aplicado era demasiado grande y busqué alguna más pequeña. Le pasé una toallita húmeda para que se limpiase los dedos de la mano.