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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (30 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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—Llovía demasiado y no había bastante sol —continuó mientras cogía el paquetito que sostenía yo con todo cuidado, como si fuese tan frágil como una telaraña. Desplegó con mucho cuidado la toallita—. El jardín era horrendo. O me buscaba la vida o le arrebataba el alimento de la boca a mi hermano. Así que me fui. Me colé en un camión de transporte y acabé en el mercado de granjeros de Cincinnati. La primera vez que salía las calles me pegaron una paliza. No tenía ni idea.

—Lo siento —musité, decidiendo que Jenks podía sentirse ofendido si le colocaba una tirita de Barbie. Busqué hasta encontrar una de He-Man. ¿
Para quién creen que es este botiquín
? ¿
Para niños con depresión escolar
?

—Fue puro azar que Matalina y no uno de sus hermanos me descubriese durmiendo bajo una campanilla. Pero por suerte me encontró ella, me despertó y me intentó matar, en ese orden. Y tuve aún más suerte cuando me permitió quedarme toda la noche, rompiendo la primera regla de su familia.

Alcé la mirada, y sentí que mi tensión se apaciguaba al contemplar el amor en sus ojos. Era sorprendente apreciar en aquel rostro tan joven un amor tan honesto y maduro. Me devolvió una débil sonrisa.

—Me fui antes del alba, pero cuando me enteré de que estaban construyendo una casa nueva en Edén Park, me acerqué a comprobar cómo iba todo. Estaban construyendo un montón de jardines. Le pedía Matalina que me ayudase y cuando llegaron los camiones, estábamos allí. Una persona no puede hacer nada, Rache, pero dos pueden mover el mundo.

Tenía la impresión de que me estaba contando más que lo que sus palabras simplemente revelaban, pero no quería escucharle.

—Quieto —le ordené, apartándole de nuevo el pelo y colocando la tirita. Me aparté, y el pelo manchado de sangre volvió a caer y escondió la herida. Me volví hacia la mesa, junté todos los deshechos en un montón, pero no supe qué hacer con ellos.

—Gracias —pronunció en voz baja Jenks, y le miré.

—No pasa nada. Matalina también me cosió en una ocasión. Me alegro de haber podido devolver el favor.

Se oyó un ruido en la puerta de entrada y los dos nos volvimos hacia ella. Un hombre pequeño vestido con pantalones informales y un niqui entró, con paso rápido y confiado… Me dio la impresión de estar muy atareado. Dos hombres vestidos con un mono de trabajo entraron detrás de él. Llevaban pistolas que les colgaban junto a los muslos. Me puse en pie. Jenks me imitó rápidamente, apartándose de la cara los mechones de pelo manchados.

El hombre llevaba el pelo muy rapado, al estilo militar. Era de color blanco, y contrastaba enormemente con su piel morena y sus rasgos endurecidos por el viento. No llevaba ni barba ni bigote, lo que no me sorprendió. Su presencia fluía de él como un perfume cuando penetró en la salita, pero no era la confianza de la que hacía gala Trent Kalamack, basada en la manipulación. No, era una confianza nacida del convencimiento de que podía derribarte y mantenerte sujeta al suelo. Calculé que debía de estar en los primeros años de su cincuentena; me atrevería a catalogarle como achaparrado y cuadrado. No había nada en él nada de grasa.

—El jefe, supongo —susurré, y él se detuvo a un metro de distancia, dejando la mesa entre nosotros. Se me hizo evidente su inteligencia mientras nos observaba, primero a mí y después a Jenks, con los dedos jugueteando con un par de gafas que llevaba en el bolsillo de la camisa; nosotros seguíamos vestidos con nuestros trajes negros de ladrón.

El hombre respiró profundamente y dejó escapar el aire de sus pulmones.

—Bueno —le dijo a Jenks, con una voz ronca, como si fumase mucho—, te he estado observando durante cinco minutos y no sé lo que eres.

Jenks me miró y yo me encogí de hombros, sorprendida de que se mostrase tan abierto y honesto.

—Soy un pixie —respondió Jenks, escondiendo la mano en la espalda, para que aquel hombre no se la estrechase.

—Por Dios, ¿un pixie? —farfulló, abriendo mucho los ojos. Me miró, se puso las gafas, aspiró de nuevo y añadió—: ¿Lo has hecho tú?

—Sí —respondí escuetamente, extendiendo una mano para estrecharle la suya.

Solté un siseo y di un paso atrás cuando los dos hombres que habían entrado con él me apuntaron con sus armas. Ni siquiera les había visto desenfundarlas.

—¡Bajadlas! —exclamó el hombre, y Jenks dio un salto. Había sido una voz inusualmente fuerte y profunda, con tanta fuerza como un látigo. Me los quedé mirando hasta que los dos hombres bajaron los cañones, pero no enfundaron de nuevo las armas. Estaba empezando a odiar aquellas gorritas que llevaban.

—Walter Vincent —se presentó el hombre, haciendo resonar las tes.

Miré a los hombres que le protegían, y le ofrecí de nuevo mi mano.

—Rachel Morgan. —Sonaba más confiada de lo que realmente me sentía—. Y él es Jenks, mi socio. —Todo aquello sonaba tan civilizado que era extraño:

«Sí, he venido a robarle». «Qué maravilla. ¿Quiere un poco de té antes de afanármelo todo?».

El hombre lobo que tenía justo delante apretó los labios, y alzó sus cejas blancas. Casi podía apreciar sus pensamientos saltando de un lugar a otro. Me encontré pensando que a pesar de su edad tenía cierto atractivo, y que seguramente haría que alguien me golpease. Siempre perdía los papeles por cualquier hombre inteligente, sobre todo cuando ese cerebrito venía empaquetado dentro de un cuerpo tan bien mantenido.

—Rachel Morgan —repitió él, alzando y bajando la voz con sorpresa—. He oído hablar de ti, ¿puedes creerlo? Aunque el señor Sparagmos cree que estás muerta.

Mi corazón se detuvo por un instante. Nick estaba allí. Y estaba vivo. Me pasé la lengua por los labios, nerviosa.

—Tuve un día malo, pero es imposible hacer que los medios de comunicación entren en razón. —Dejé escapar el aire que retenía, sin apartar la vista, sabiendo que le estaba retando; sentía que era lo que debía hacer—. No voy a irme sin él.

Walter reculó dos pasos balanceando la cabeza. Ahora sus hombres me podían apuntar mejor. Mi corazón empezó a latir con más fuerza. Jenks no se movió, pero escuché como se le aceleraba la respiración.

—Nunca se han pronunciado palabras más ciertas —respondió Walter. Era una amenaza, y no me gustaba para nada que su voz pareciese completamente desprovista de preocupaciones. Jenks avanzó hasta colocarse a mi lado; la tensión crecía.

Un hombre pequeño vestido con un mono de trabajo entró con una hoja de papel en la mano, y lo distrajo. Los ojos de Walter se apartaron lentamente de mí, y yo sentí como un tembleque me recorría el cuerpo. Apreté los labios muy fuerte, enfadada con él. Walter se colocó al lado de la ventana, para dejar que la luz los iluminase, a él y al papel. Mientras leía, hizo una seña hacia la caja del botiquín, y el hombrecito la recogió en silencio y se fue.

—Rachel Morgan, cazarrecompensas independiente y socia de Encantamientos Vampíricos —dijo Walter—. ¿Se rebeló contra la SI en junio del año pasado y sobrevivió? —Me miró atentamente. Su rostro moreno y arrugado se había teñido de curiosidad; se sentó en una mullida silla y dejó caer el papel al suelo. Nadie lo recogió. Me lo quedé mirando; había una fotografía borrosa mía con el pelo alborotado y los labios separados, como si me hubiese metido azufre. Fruncí el ceño; no recordaba cuándo la habían tomado.

Walter cruzó las piernas, apoyando un tobillo sobre la rodilla, y yo alcé la vista, expectante.

—Solo los muy inteligentes o los muy ricos pueden sobrevivir a una amenaza de muerte de la SI —continuó, uniendo sus dedos gruesos y fuertes—. No eres inteligente, a juzgar por cómo hemos podido capturarte, y es evidente que trabajas para llevarte el pan a la mesa… Como eres de Cincinnati, seguramente seas uno de los mártires más atractivos de Kalamack.

Respiré con furia; Jenks me agarró del codo y me obligó a contenerme.

—No trabajo para Trent —respondí, sintiendo como me calentaba—. Yo fui la que rompí mi contrato con la SI. Él no tuvo nada que ver con eso, excepto el hecho de que pagué mi libertad casi deteniéndole por tráfico de drogas.

Walter sonrió y mostró sus diminutos dientes blancos.

—Aquí dice que desayunaste con él el pasado diciembre, tras pasar una noche juntos en la ciudad.

El rubor de mi rostro pasó de ser de enfado a ser de vergüenza.

—Estaba casi hipotérmica y no quiso llevarme al hospital ni dejarme en mi oficina. —El primer lugar hubiese involucrado a la policía en el asunto; el segundo, a mi compañera de piso. Y si te llamabas Kalamack, querrías evitara ambas.

—Exacto. —Walter se inclinó hacia delante, con los ojos clavados en los míos—. Le salvaste la vida.

—Fue un trato puntual —respondí, frotándome la frente con la punta de los dedos—. Si hubiese estado pensando con claridad, habría dejado que se ahogase, pero tendría que haber devuelto los diez mil.

Walter sonrió mientras colocaba su silla al lado de la ventana. El sol destelló en su pelo canoso.

—La pregunta que quiero que contestes es cómo descubrió Kalamack la existencia del artefacto, cómo alguien podía saber dónde estaba y dónde se encuentra ahora esta persona.

Me senté lentamente en la punta del sofá, sintiéndome mareada. Jenks se desplazó hasta la otra punta de la mesilla, y se sentó de forma que podía controlar mi espalda, a Walter y la puerta al mismo tiempo. Los hombres lobo macho eran conocidos por permitir muchas cosas a las hembras de otras especies porque se dejaban guiar por las hormonas, pero al final se impondría la lógica y las cosas se pondrían feas. Miré a los dos hombres que esperaban al lado de la puerta, y le eché un vistazo al cristal de la ventana. Ninguna de las dos salidas me parecía una buena opción. No tenía escapatoria.

—No tengo nada contra ti —comentó Walter, apartando mi pensamiento de la idea de tirar a uno de los guardias contra el cristal para romperlo, con lo que mataría dos pájaros de un tiro—. Estoy dispuesto a dejaros marchar… a ti ya tu socio.

Sorprendida, no hice nada cuando el hombrecito se levantó de la silla con un movimiento rápido y certero. Los dos hombres que había en la puerta también se habían puesto en marcha. Me quedé sin aliento y reprimí un grito cuando el pequeño hombre lobo cayó sobre mí.

—¡Rachel! —gritó Jenks. Escuché el chasquido de los seguros. Se oyó un golpe que terminó con un gemido de dolor, pero no pude ver a Jenks, ya que el rostro de Walter se interponía, con su mirada tranquila y calculadora, y los dedos agarrándome la garganta, justo debajo de la barbilla. La adrenalina hacía que me doliese la cabeza. Con una velocidad casi demasiado rápida, el hombre lobo me había derribado sobre el sofá.

El corazón me palpitaba con fuerza. Retuve mi primer instinto de luchar, aunque me costó mucho. Crucé mi mirada con la suya, y sentí que el miedo me embargaba. Se mostraba tan confiado, tan seguro de que me dominaría… Podía oler su loción de afeitado y el creciente olor a almizcle que brotaba de él mientras me sujetaba. Su pequeña y fuerte mano, que me cogía por debajo de la barbilla, era la única parte de su cuerpo que me tocaba. Su pulso se había acelerado, como su respiración… pero sus ojos seguían tranquilos.

No me moví, ya que sabía que aquello solo pondría las cosas más difíciles. Jenks sería el primero en sufrir; después vendría yo. Mientras yo no hiciese nada, Walter tampoco haría nada. Era el típico juego mental de los hombres lobo, y aunque fuese en contra de todos mis instintos, sabía cómo jugara él. Tenía los dedos preparados y el brazo tenso, dispuesta a arrancarle el plexo solar aunque con aquello solo lograse que me disparara.

—Estoy dispuesto a dejarte marchar —repitió suavemente. Su aliento olía a pasta de dientes sabor canela. Sus labios apenas se movieron—. Irás con Kalamack y le dirás que es mío. Que no se hará con el artefacto. Que me pertenece. Ese maldito elfo cree que puede gobernar el mundo —susurró para que solo yo pudiese escucharlo—. Es nuestro turno. Ellos ya tuvieron su oportunidad.

Mi corazón dio un vuelco y sentí que mi pulso se aceleraba bajo sus dedos.

—A mí me parece que le pertenece a Nick —respondí con valentía. ¿
Cómo ha sabido que Trent era un elfo
?

Tomé aire rápidamente, y di un respingo cuando se separó de mí y se alejó un metro. Mi mirada saltó a Jenks. Lo habían llevado al centro de la sala, y lo obligaban a doblar la rodilla derecha. Me lanzó una mirada de disculpa, aunque no era necesario, y los dos hombres que lo sostenían lo soltaron cuando Walter les hizo un gesto. La sangre seca del pelo de Jenks estaba adquiriendo un tono marrón pegajoso; me obligué a apartar la mirada de él y volverla a fijar en Walter.

Alterada, evité tocarme el cuello y dejé caer los brazos sobre el sofá. Estaba temblando por dentro. No me gustaban los hombres lobo a mí, que me golpeasen o que me dejasen en paz, pero todas estas poses y estas amenazas me parecían inútiles.

Rezumando confianza y satisfacción, Walter tomó asiento en el sofá delante del mío, y se quedó quieto, casi como un reflejo de mí misma. Era evidente que el hombre lobo no iba a romper el silencio, así que tendría que hacerlo yo, aunque aquello me costaría algunos puntos en aquel jueguecito loco… La verdad es que yo deseaba llegar al final de aquello antes de que el sol se convirtiese en una nova.

—Tu aparato no me importa una mierda —dije en voz baja, para que no temblase tanto como lo hacían mis manos—. Y por lo que sé, a Trent tampoco. No trabajo para él… a sabiendas. He venido por Nick. Mira… —Aspiré profundamente—. ¿Vas a devolvérmelo o tendré que hacerle daño a alguien para recuperarle?

En lugar de reírse, Walter frunció el ceño y sorbió entre dientes.

—Kalamack no lo sabe —respondió de forma átona, lo que convirtió la frase en una afirmación en lugar de una pregunta—. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué te importa lo que le suceda a Sparagmos?

Levanté los brazos del sofá, coloqué una mano en la cadera y con la otra empecé a hacer aspavientos de exasperación.

—Mira, esta misma mañana me he preguntado lo mismo.

El hombre lobo sonrió y miró hacia un espejo decorativo; seguramente se podía ver la estancia desde el otro lado.

—¿En busca del amor perdido? —preguntó, mientras yo sentía que se me subían todos los colores al escuchar la burla en su voz—. Le amas, pero él cree que estás muerta. Oh, todo un clásico. Aunque es lo bastante estúpido para ser cierto.

No dije nada, solo apreté los dientes. Jenks se removió para acercarse un poco a mí, y los guardias sujetaron con mayor firmeza sus armas.

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