—Necesita el hechizo. —Ceri se sentó grácilmente delante de mí para que yo no pudiese vera Ivy ya Jenks discutiendo en el otro extremo de la mesa—. Y no hay mucha diferencia entre hacer uno o hacer dos.
Matalina entró por el agujero del cristal al oír uno de los agudos chillidos de Jenks, y trajo consigo el olor de la tarde de primavera. Su vestido amarillo revoloteó alrededor de sus tobillos cuando se detuvo de golpe, con una expresión inquisitiva en el rostro mientras intentaba averiguar qué estaba sucediendo. ¿
Que no hay mucha diferencia
?
—¿Y si solo los uso para hacer el bien? —pregunté—. ¿Seguirán manchando mi alma si solo los uso para el bien?
Las alas de Matalina se detuvieron y bajó hacia la mesa, perdió el equilibrio, cayó y se dobló un ala. Ceri dejó escapar un suspiro, exasperada.
—Estas rompiendo las leyes de la naturaleza con estos hechizos —me sermoneó, entrecerrando sus ojos verdes— mucho más que con magia de tierra o con las líneas luminosas. No importa que la uses para el bien o para el mal, la mácula en tu alma es la misma. Si juegas con las reglas de la naturaleza, tienes que pagar un precio.
Mis ojos saltaron a Matalina ya Jenks. La pequeña pixie se había puesto ya de pie, y se apoyaba en la espalda de su marido, que estaba doblado sobre sí mismo. Por lo que parecía, estaba hiperventilando, el polvo de pixie de color rojo que brotaba de él inundaba el suelo. Si no hubiese sabido que aquello significaba que se encontraba muy nervioso, habría pensado que era un espectáculo bonito.
Los labios de Ivy se habían convertido en una línea fina. No comprendía por qué discutía con él. Yo tampoco esperaba que Jenks llegase hasta el final si era magia negra.
Por Dios, Ceri los había estado llamando maldiciones todo el rato… y yo no la había estado escuchando
.
—Pero no quiero ensuciar mi alma —añadí, quejumbrosa—. Me acabo de librar del aura de Al.
Los rasgos delicados de Ceri se tensaron y se puso en pie.
—Pues líbrate de ellos.
Jenks alzó la cabeza, con los ojos asustados.
—¡Rachel no es una bruja negra! —gritó, y me sorprendió aquella lealtad—. ¡No va a cargárselo a alguien inocente!
—No he dicho que tuviese que hacerlo —respondió Ceri, excitada.
—Ceri —la llamé dubitativa, mientras Matalina intentaba calmara su esposo—, ¿no hay otra forma librarse del desequilibrio natural sin tener que pasárselo a otra persona?
Consciente de que Jenks podía embestirla en cualquier momento, Ceri se acercó a su taza de té.
—No. Una vez que lo has hecho, la única forma de librarse es pasárselo a alguien. Pero no sugiero que se lo pases a un inocente… Hay gente que lo aceptaría por propia voluntad si endulzas el trato.
No me gustó como sonaba eso.
—¿Por qué alguien aceptaría voluntariamente una mancha en su alma? —pregunté, y la elfa suspiró, tragándose visiblemente su enfado. Entre sus fuertes no se contaba el tacto, a pesar de su amabilidad y de su buena voluntad.
—Puedes unirlo a algo que ellos deseen, Rachel a otro hechizo, a una tarea… A información.
Mis ojos se ensancharon al comprender lo que me decía.
—Como un demonio —murmuré, y ella asintió.
Dios. Me dolía el estómago. La única forma de librarme de ello sería engañara alguien para que lo tomase. Como un demonio.
El sol de la mañana iluminaba a Ceri, ante el fregadero, y la hacía parecer una princesa vestida con téjanos y una camiseta negra y dorada.
—Es una buena opción —indicó, soplando al té para que se enfriase antes—. En mi interior hay demasiado desequilibrio para que pueda librarme de él, pero quizá si me adentrase en siempre jamás y rescatase gente atrapada que todavía tenga su alma, tal vez me librarían de cien años de desequilibrio a cambio de la oportunidad de escapar de siempre jamás.
—Ceri —protesté, asustada, mientras ella levantaba una mano para tranquilizarme.
—No voy a ir a siempre jamás —me contestó—, pero si se presentara la oportunidad de ayudar a alguien, ¿me lo dirías?
Ivy se revolvió en su silla, pero Jenks la interrumpió.
—Rache no va a adentrarse en siempre jamás.
—Tiene razón —respondí yo, y me levanté; noté que las rodillas se me doblaban—. No le puedo pedir a nadie que acepte la mácula con que he ensuciado mi alma. Olvídalo. —Mis dedos rodearon lo que quedaba de la poción de Jenks y me dirigí hacia el tanque de disolución—. No soy una bruja negra.
Matalina dejó escapar un suspiro de alivio, e incluso Jenks se relajó y sus pies se posaron sobre la mesa entre una lluvia de chispas plateadas, solo para volver a alzarse de sopetón cuando Ceri golpeó con la mano sobre la mesa.
—Escúchame… ¡y escúchame bien! —gritó, asombrándome tanto a mí como a Jenks—. ¡No soy mala porque haya pasado mil años con un demonio ensuciándome el alma! —exclamó, temblando hasta la punta del pelo y con la cara roja—. Cada vez que perturbas la realidad, la naturaleza tiene que equilibrarlo. La mancha en tu alma no es el mal, es una promesa de que arreglarás lo que has hecho. Es una marca, no una sentencia de muerte. Ya su debido tiempo puedes librarte de ella.
—Ceri, lo siento —farfullé, pero no estaba escuchando.
—Eres una bruja ignorante y estúpida —me reprendió, y yo me encogí, tomando con más fuerzas el cuenco de bronce y sintiendo la rabia que salía de ella como un latigazo—. ¿Estás diciendo que porque llevo en mí el hedor de la magia demoníaca soy una persona mala?
—No… —añadí.
—¿Que Dios no mostrará ninguna piedad? —añadió ella, con los ojos verdes destellando—. ¿Que porque cometí un error que me condujo a cometer mil errores más arderé en el infierno?
—No, Ceri… —Me acerqué un paso hacia ella.
—Mi alma es negra —dijo ella. Sus mejillas pálidas mostraban su miedo—. No podré librarme de eso antes de morir, y sufriré por ello, pero no será porque fuese una mala persona, sino porque era una persona asustada.
—Por eso no quiero hacerlo.
Ella respiró profundamente, como si se estuviese dando cuenta en ese momento de que había gritado. Cerrando los ojos, pareció recobrar la calma. La rabia había disminuido hasta convertirse en una breve sombra en sus ojos verdes cuando volvió a abrirlos. Su contención habitual hacía difícil recordar que en una época había formado parte de la realeza, que había estado acostumbrada a dar órdenes.
Ivy tomó un sorbito precavido de su café, sin apartar los ojos de Ceri. Oí que Kisten apagaba la ducha y el silencio que vino a continuación parecía palpable.
—Lo siento —se disculpó Ceri, con la cabeza gacha; los mechones de pelo rubio le escondían el rostro—. No tendría que haber alzado la voz.
Dejé el cuenco de bronce en la encimera.
—No te preocupes. Como tú has dicho, soy una bruja ignorante.
Sonrió amargamente, sintiéndose ligeramente avergonzada.
—No lo eres. No podías saber lo que nadie te había contado. —Se pasó las manos por los vaqueros, y se calmó—. Tal vez estoy más preocupada de lo que quiero admitir por el pago que tendré que hacer —admitió—. Ver que te preocupas por un par de maldiciones, cuando yo cargo en mi alma varios millones, me ha hecho… —Enrojeció ligeramente, y me pareció ver que tenía las orejas un poco puntiagudas—. He sido injusta contigo.
Su voz tenía ahora una cadencia noble. Detrás de mí, Ivy cruzó las piernas.
—Olvídalo —le respondí, con una sensación gélida por dentro.
—Rachel. —Ceri intentó disimular que le temblaban las manos agarrándoselas—. La oscuridad de estas dos maldiciones es muy pequeña comparada con los beneficios que sacaréis de ellas: Jenks podrá viajar a salvo para ayudar a su hijo, tú usaras el hechizo de transformación para mantener el puesto de alfa de David. Sería un crimen que no se consiguiesen estas cosas, que se os escapasen, en lugar de aceptar voluntariamente el precio que ha y que pagar por ellas.
Rozó el cuenco en el que todavía quedaba brebaje, y yo lo miré con náuseas. No le pediría a Jenks que se lo acabase.
—Todo lo que tiene valor tiene un precio —continuó—. Dejar que Jax y Nick sigan sufriendo porque tienes miedo… hace que te comportes sin escrúpulos, como una… pusilánime.
Quizás cobarde sea una palabra mejor
, pensé mirando a Jenks y sintiéndome enferma, sabiendo que tenía una maldición en mi interior que esperaba que la pusiesen en marcha… y que me lo había hecho yo misma.
—Yo me quedaré la mácula de mi maldición —intervino bruscamente Jenks, con el rostro endurecido por la determinación.
Llegó un hipido desde la mesa, venía de Matalina; en sus rasgos infantiles aprecié el miedo. Amaba a Jenks más que a su propia vida.
—No —lo detuve—. Solo te quedan unos años para librarte de ella. Ha sido idea mía… Mi hechizo, mi maldición. Yo la aceptaré.
Jenks volvió ante mi cara, con las alas rojas y el rostro serio.
—¡Cállate! —gritó, y yo di unos pasos atrás para poder verlo mejor—. ¡Es mi hijo! Yo tomaré la maldición, yo pagaré el precio.
Se oyó el ruido de la puerta del baño abriéndose, y Kisten entró en la cocina, con la camiseta arrugada y una sonrisa traviesa. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, y el sol le iluminó el rostro con barba de tres días. Tenía un aspecto magnífico, y era consciente de ello. Pero su confianza falló cuando vio la cara de tristeza de Ivy sentada ante su ordenador, a Jenks y Matalina evidentemente nerviosos, ya mí con mi aspecto herido, con las manos cruzadas ante mi pecho, y, claro, la expresión exasperada de Ceri mientras volvía a intentar convencer a los plebeyos de que sabía lo que era mejor para ellos.
—¿Me he perdido algo? —preguntó, acercándose a la cafetera y sirviéndose lo que quedaba en uno de mis enormes tazones.
—Son maldiciones demoníacas —respondió Ivy, con aspecto sombrío y apartando su silla de la mesa—. Dejarán una señal en el alma de Rachel, y Jenks se lo está repensando.
—¡No es cierto! —se quejó el pequeño pixie—. Pero prefiero besarle el culo a un hada antes de hacer que Rachel pague por mi maldición.
Kisten se metió los faldones de la camiseta en los pantalones y sorbió el café. Sus ojos pasaban de un lugar a otro, y respiró profundamente. Absorbía los olores de la habitación y los usaba para valorar la situación.
—Jenks —protesté yo, y dejé escapar un suspiro de derrota cuando él se acercó volando al resto de poción y lo bebió. La garganta se le estremeció cuando engulló el líquido. Matalina se dejó caer en la mesa, con las alas paralizadas. Era un pequeño punto brillante, y tenía un aspecto completamente solitario mientras observaba cómo su marido ponía su vida en peligro para salvar la de su hijo.
La cocina estaba sumida en el silencio; solo se oía el ruido de los niños en el jardín. Pero Jenks rompió la calma cuando dejó caer el vaso tamaño pixie en el recipiente para hechizos, con un chasquido deliberado.
—Creo que esto es todo, pues —dije yo, cogiendo fuerzas e inclinándome para poder echarle un vistazo al reloj que colgaba sobre el sumidero. No me gustaba. Para nada.
Matalina tenía pinta de estar reprimiendo desesperadamente las lágrimas, se frotó las alas y emitió un silbido agudísimo, y en tres segundos pareció que toda la familia de Jenks entraba en la cocina, volando desde el vestíbulo. El fuerte aroma de las cenizas entró con ellos, y me di cuenta de que habían accedido por la chimenea.
—¡Fuera! —gritó Jenks—. ¡Os he dicho que lo podéis ver desde la puerta!
Como un torbellino salido de una pesadilla de Disney, su prole se aposentó sobre el marco de la puerta. Sus chillidos me arañaban el cráneo por dentro mientras se empujaban unos a otros, buscando el mejor lugar desde el que observarnos. Ivy y Kisten se estremecieron, y Jenks soltó otro silbido de advertencia. Se sentaron obedientemente, susurrando justo al límite de mi capacidad auditiva. Ivy farfulló una palabrota; su rostro reflejaba un humor pésimo. Con su grácil cuerpo, Kisten cruzó la cocina y se colocó tras ella, y vertió la mitad de su café en la taza de ella, para intentar calmarla un poco. Nunca estaba de buen humor hasta que el sol no se había puesto.
—De acuerdo, Jenks —acepté yo, mientras que pensaba que aceptar una maldición demoníaca voluntariamente era algo espectacularmente estúpido y que nunca sabría cómo acabaría toda la historia si esa maldición llegaba a matarme. ¿Qué pensaría mi madre de todo eso?—. ¿Estás preparado?
Los pixies alineadas sobre el marco chillaron y Matalina voló a su lado, totalmente pálida.
—Ve con mucho cuidado —le susurró. Aparté la mirada mientras se abrazaban por última vez; se elevaron ligeramente en medio de una nube de chispas doradas antes de separarse. Ella se dirigió hacia el alféizar, con las alas moviéndose a toda velocidad para soltar pequeños destellos. Aquello era casi como matarla, y yo me sentía muy culpable, aunque sabía que hacía todo aquello para que no le sucediera nada a Jenks.
Al lado de Matalina, bajo los rayos del sol, Ceri asintió con confianza. Kisten colocó una mano sobre el hombro de Ivy, apoyándola. Respiré profundamente y me acerqué a la mesa, me coloqué en mi lugar habitual y me puse el grimorio demoníaco en el regazo. Era pesado, y la sangre de las piernas empezó a bullirme, como si intentase alcanzar las páginas del libro. Qué pensamiento tan agradable.
—¿Qué pasará? —preguntó Jenks, moviéndose nervioso tras haber aterrizado en la isla central. Se volvió hacia la silla, para que yo pudiese verle.
Me pasé la lengua por los labios mientras miraba la letra escrita. Estaba en latín, pero Ceri y yo ya lo habíamos repasado mientras nos comíamos la pizza, antes de que yo me durmiese.
—Y explícamelo en lenguaje demoníaco para idiotas, por favor —añadió. Esbocé una ligera sonrisa.
—Me vincularé a una línea y recitaré las palabras de la invocación —respondí—. Para cambiarte de nuevo, las repetiré. Igual que con mi maldición de transformación.
—¿Y ya está?
Abrió mucho los ojos, y Ceri bufó.
—Has pedido la versión corta —nos interrumpió Ceri, pasando todo lo que había sobre la isla central al fregadero—. He tenido que trabajar mucho para fabricar un hechizo tan sencillo, maese Pixie.
—Lo siento. —Sus alas cayeron.
Ivy se rodeó el cuerpo con los brazos, mirándonos ceñuda; su furia estaba reemplazando la preocupación.
—¿Podemos empezar ya? —pidió, y yo volví a mirar la letra escrita. Exhalando, estiré mi conciencia más allá de las paredes de madera de la cocina, de los parterres de flores que ya percibían la presencia de los pixies, hasta la pequeña línea luminosa que nadie usaba que atravesaba el cementerio. Contacté con ella con un hilo de pensamiento, y reprimí un escalofrío al iniciar la conexión. Normalmente, el flujo de fuerza que me penetraba era lento y sedante. Pero ya no.