¿Venganza?
Mis dedos tamborilearon sobre las láminas de la mesa. De pie, cerré la tapa de mi portátil y cogí mi libro de maldiciones demoníacas de la mesa.
—Estaré en la furgoneta —les dije, secamente.
—Rachel… —empezó Nick, pero yo cogí mi bloc de notas y un lápiz y salí de la cocina. El pesado libro hacía que caminase tambaleándome. Encajaba perfectamente con mi estado de ánimo.
—No digas nada, Nick… —respondí, cansada, sin darme la vuelta.
Jenks era un revoltijo de alarmas y preocupaciones. El papel de la mesa estaba lleno de los garabatos de Jax. Estaba mejorando.
—Si me necesitas, estaré en la furgoneta —le dije al pasar al lado de él.
—Claro. —Sus ojos volvieron a centrarse en Jax, que seguía intentando que
Rex
saliese de debajo de la cama. La visión de un pixie levantando la colcha de la cama mientras siseaba «gatito, gatito» hasta a mí me parecía peligrosa.
—Rachel —protestó Nick cuando yo abría la puerta, pero no me digné a darme la vuelta. Caminé hacia atrás y recogí mi bolso; en su interior seguía el foco. No había ninguna necesidad de dejar aquel objeto allí.
—Estúpido besugo —decía Jenks mientras yo salía—, ¿es que no te das cuenta de que siempre se pone del lado de…?
La puerta se cerró con un chasquido y ahogó el resto de sus palabras.
—Del más débil —acabé yo. Deprimida, me apoyé en la puerta, con el foco bien cogido entre mi cuerpo y el grimorio, con la cabeza inclinada. Pero en esta ocasión no. No me pondría del lado de Nick, aunque en aquel incidente con las galletas, Nick fuese el más débil.
Los trinos de los pájaros y el aire fresco de la mañana me hicieron alzar la cabeza. Todo estaba en calma, el aire era húmedo, y todavía no había ningún tipo de tráfico que indicase que era la hora punta. El sol intentaba abrirse camino entre la niebla, y lo bañaba todo de una capa dorada. Los estrechos, tan cercanos, seguramente tendrían un aspecto bellísimo, aunque desde donde estaba no podía verlos.
Decidiéndome por fin, agarré con fuerza el libro de maldiciones y busqué en el bolsillo las llaves de la furgoneta. Habíamos aparcado a la sombra de un enorme pino blanco que había entre la carretera y el motel, de forma que podía invocar un círculo de protección sin temer que la gente se diera de bruces con él. Las zapatillas deportivas de cien dólares que Ivy me había comprado avanzaban en silencio sobre el asfalto. Era raro estar despierta tan pronto. Extraño. La costumbre me hizo agarrar con fuerza las llaves para que no tintineasen, y solo el apagado chasquido de las puertas de la furgoneta abriéndose perturbó la calma antes de que yo deslizase la puerta lateral con un sonido metálico mezclado con el de goma al desplazarse. Todavía fastidiada, entré en la furgoneta y cerré la puerta, frustrada.
Dejé caer el libro de maldiciones sobre el catre, y me senté al lado. Con los codos apoyados en las rodillas, metí el bolso debajo del colchón de una patada. No me apetecía estar allí, pero todavía menos me apetecía estar en la habitación del motel. El silencio se intensificó, ya regañadientes coloqué el grimorio sobre mi regazo. Ya que estaba allí, lo mejor sería que hiciese algo. Me quité los zapatos, y me senté con las piernas cruzadas, apoyando la espalda en la cortina que me separaba del asiento frontal. La luz era mortecina, por lo que aparté un poco la cortina para dejar que penetrara más la luz.
Mi amuleto de iluminación brilló sobre aquellas páginas amarillentas mientras buscaba algo familiar en aquel libro. No había ningún índice, lo que complicaba más mi necesidad de satisfacer mi curiosidad. El Gran Al usaba la magia demoníaca para adoptar el aspecto de gente a la que jamás había visto; escogía su aspecto y su voz de recuerdos con la misma facilidad con la que yo podía recoger flores del jardín. No iba a modificar una maldición demoníaca para cambiar mi aspecto cuando podía usar un hechizo terrestre, de magia blanca aunque ilegal, pero comparando los dos distintos conjuros me podía dar una idea de cómo cada rama de la magia aprovechaba los puntos débiles de la otra.
La palabra latina que significaba copia me llamó la atención, y me acerqué más al texto, con lo que logré que mis piernas protestasen. Necesitaba salir fuera y correr; me estaba anquilosando. Poco a poco, fui traduciéndolo, y descubrí que la palabra realmente significaba «trasponer». Había una sutil diferencia: la maldición no te hacía adquirir el aspecto de otra persona, sino que trasladaba las habilidades de una persona hacia la otra. Separé los labios: Al no solo se había convertido en Ivy, sino que había adquirido las habilidades de un vampiro.
Alcé las cejas, y me pregunté de quién habría sacado Al todas aquellas habilidades. ¿De Piscary, para devolverle algún favor? ¿Un vampiro menor que tenía atrapado en siempre jamás? Ceri lo sabría.
Bajé la mirada hasta mi bolso, mientras se me aceleraba el puso y mil pensamientos recorrían mi cerebro. No podía duplicar el foco sin encargárselo a algún escultor, lo que le llevaría una eternidad, sumada a otra eternidad para hacerle olvidar lo que había hecho, pero tal vez si transfería su poder a algo nuevo…
—Es una maldición demoníaca, Rachel… —susurré—. Eres malvada por tan siquiera pensar en ello.
El sonido de una puerta del motel abriéndose y volviéndose a cerrar hizo que sintiese una punzada de amenaza. No había oído pasos. Reprendiéndome por no haber pensado en ello antes, contacté con una línea luminosa.
—
Rhombus
—susurré, iniciando una serie de movimientos que había aprendido con dificultades para hacer que un hechizo de cinco minutos se convirtiese en la invocación de un círculo en tan solo un instante. El cosquilleo de la energía de siempre jamás me atravesó, y sentí como si mi cuerpo zumbase. Me fascinaba sentir que las líneas de aquella zona tenían un sabor distinto, casi eléctrico. Creo que era por toda el agua subterránea.
—Vaya —escuché la voz de Jenks—, parece que cuando quiere estar sola, no deja que nadie se le acerque.
Oí una respuesta en un tono muy agudo, y aparté el libro de mi regazo y me dirigí hacia los asientos delanteros, tras la cortina.
—Jenks —le llamé, dando unos golpecitos en el cristal de la ventanilla antes de colocar la llave en encendido y de bajar la ventanilla—. ¿Qué sucede?
El pixie alto se dio la vuelta después de haber accionado los cierres del Corvette de Kisten. Con una sonrisa, miró entre la niebla, y cruzó el aparcamiento, con sus dos amuletos colgando del cuello y una gorra de béisbol roja en la cabeza. Uno de los amuletos era para el olor, el otro, un amuleto comprado, le teñía el pelo negro. No servía de mucho, pero algo era algo. Sus pies chocaron con el límite oscuro de siempre jamás que nos separaba, y yo hice caer el círculo protector. Se me aceleró el pulso cuando sentí el flujo de energía que me recorría al desconectarme de la línea.
—Necesito más cepillos de dientes —me dijo, acercándose a mí—, y tal vez un poco de pasta.
Arrodillada en el asiento, apoyé los brazos cruzados en la ventanilla.
¿Cepillos de dientes? Si ya tenía seis distintos en el baño.
—Sabes que se pueden usar más de una vez, ¿verdad? —le pregunté, pero él tembló.
—No, gracias. Además, quiero darle a Jax una lección sobre como funcionara baja temperatura, para que Ivy pueda darle una buena tunda a cerebro de mierda si sigue enfrentándose a ella.
—Hola, señorita Morgan —me saludó alegremente Jax, levantando la gorra de Jenks para echarme un vistazo desde debajo de ella.
Sentí que una sonrisa se apoderaba de mi rostro.
—Hola, Jax. Guárdale las espaldas a tu padre, ¿vale?
—Claro.
Los ojos de Jenks brillaron orgullosos.
—Jax, realiza un reconocimiento rápido del área. Comprueba tu temperatura. Y ve con cuidado. He escuchado arrendajos.
—De acuerdo. —Jax brotó de debajo de la gorra de su padre y se elevó con un chasquido de alas.
Dejé escapar el aire de mis pulmones, sintiendo una mezcla de melancolía y de orgullo al apreciar que Jax estaba aprendiendo una nueva habilidad.
—¿Cuándo dejarás de llamara Nick cerebro de mierda? —le pregunté, cansada de tener que hacer el papel de mediadora—. Antes te caía bien.
Jenks hizo una mueca.
—Ha convertido a mi hijo en un ladrón y le rompió el corazón a mi socia. ¿Por qué debería tenerle la más mínima consideración?
Alcé las cejas, sorprendida. No tenía ni idea de que mi relación con Nick le hubiese afectado de algún modo.
—Ahora no me vengas con tonterías de chicas —siguió Jenks, enfurruñado—. Tal vez solo tenga dieciocho años, pero llevo diez casado. Te convertiste en una masa amorfa y lloriqueante, y no quiero que te vuelva a pasar. Fue patético, y me daban ganas de hechizarte. —S u rostro pareció más preocupado—. He visto cómo actúas cuando ha y hombres peligrosos a tu alrededor, y siempre te enamoras del menos adecuado. Nick es ambas cosas… Es peligroso y es muy poco adecuado —continuó Jenks, creyendo que mi mirada mareada en realidad reflejaba miedo.
Mierda
, ¿
tan transparente soy
?—. Te volverá a hacer daño si se lo permites… aunque no quiera.
Desconcertada, me sequé la humedad que la niebla había dejado sobre mi brazo.
—No te preocupes. ¿Por qué querría volver con él? Amo a Kisten.
Jenks sonrió, pero seguía con el ceño fruncido.
—¿Y por qué hemos venido hasta aquí?
Mi mirada se quedó clavada en las cortinas de las ventanas del motel.
—Me salvó la vida. Y lo quise. No puedo ignorar que el pasado ya sucedió… ¿acaso tú puedes?
Jenks no podía decir mucho al respecto.
—¿Necesitas algo mientras estoy fuera? —preguntó, cambiando completamente de tema.
Mis labios se torcieron hacia arriba.
—Sí. ¿Podrás traerme una de esas cámaras desechables?
Jenks parpadeó sorprendido y sonrió.
—Claro. Me encantará tener una foto de ti y de mí ante el puente. —Seguía sonriendo mientras silbaba para que Jax se acercase y se daba la vuelta.
De pronto, al recordar la razón por la que estábamos allí, el estómago me dio un vuelco.
—
Hum
, Jenks… Necesito algo más. —Sus ojos me miraron, esperando a que siguiese hablando. Me pasé la lengua por los labios, nerviosa.
Eres una chica mala, Rachel
—. Necesito algo que esté hecho de hueso.
—¿De hueso? —Jenks alzó las cejas. Moví la cabeza afirmativamente.
—Y que sea del tamaño de un puño, más o menos. No pagues mucho. He estado pensando que puedo pasar la maldición de la estatua a otro objeto. Tiene que haber estado vivo en algún momento, pero creo que la madera no tendrá suficiente animación.
Moviendo con nerviosismo las piernas, Jenks asintió.
—De acuerdo —me dijo, volviéndose hacia el sonido seco y desesperado de unas alas batiendo. Era Jax, y el exhausto pixie cayó sobre la mano de su padre.
—Por las brag… Por el amor de Campanilla —exclamó Jax, cambiando su juramento a media frase—. Qué frío hace por ahí. Mis alas ni siquiera funcionaban. Papá, ¿estás seguro de que estoy a salvo saliendo allá fuera?
—No te pasará nada. —Jenks se quitó la gorra, alzó la mano y Jax saltó hasta la cabeza. Jenks se volvió a colocar con mucho cuidado la gorra. Hace falta mucha práctica para saber cuánto tiempo seguirán funcionando tus alas a baja temperatura y poder volver a tiempo a tu fuente de calor. Por eso estamos haciendo esto.
—¡Sí, pero hace mucho frío! —se quejó Jax, con la voz amortiguada por la gorra.
Jenks estaba sonriendo cuando cruzó su mirada con la mía.
—Qué divertido —me dijo, con un tono sorprendido—. Tal vez tendría que empezar un negocio entrenando a pixies.
Yo me reí, antes de volver a adoptar una expresión solemne. Disfrutaría más de aquellos últimos meses de vida si podía enseñar lo que ya no podía hacer.
Sabía que los pensamientos de Jenks no se alejaban de los míos cuando la emoción abandonó su rostro.
—Instituto Jenks para Pixies Piratas —bromeé; él sonrió, pero no duró mucho—. Gracias, Jenks —dije yo, mientras él empezaba a caminar hacia su coche—. Muchas gracias por todo esto.
—Sin problemas, Rache. —Se dio un toquecito en la gorra—. Encontrar cosas es lo cuarto que mejor hacemos los pixies.
Yo bufé, volviendo al interior, consciente de qué era lo que Jenks creía que los pixies hacían mejor. Y no era salvarme el culo a mí, como le contaba a todo el mundo.
Subí de nuevo la ventana para evitar el frescor mañanero, y volví al catre, preguntándome si Kisten tendría en alguna parte una segunda manta. El rugido del Corvette se desvaneció entre el sonido del tráfico que pasaba por la carretera cuando Jenks empezó a alejarse en su vehículo.
—Hueso —farfullé, escribiendo la palabra bajo las letras en latín. Aguanté el aliento, pero enseguida expulsé el aire con disgusto cuando vi que la palabra en lápiz desaparecía. Cierto; Ceri había usado un conjuro para mantener la escritura en la página. La próxima vez que hablase con ella se lo preguntaría—. ¿Por qué? —musité, sintiendo que mi humor empeoraba. Tampoco iba a convertirse en una práctica habitual tener que usar aquellas maldiciones… ¿no? Con los ojos cerrados, dejé que de mi interior brotase un gemido mientras me colocaba los dedos en la frente.
Soy una bruja blanca. Esto ha sido solo una excepción
. Demasiada habilidad te conduce a la confusión sobre lo que está bien y lo que está mal, y era evidente que en aquellos momentos me hallaba confundida. ¿Era una cobardeo una loca? Que Dios me ayudase, acabaría con dolor de cabeza.
El chirrido de la puerta del motel abriéndose hizo que levantara la cabeza. No se escuchó el sonido de ningún coche poniéndose en marcha, y quedé pálida cuando escuché unos golpecitos en la puerta trasera de la furgoneta. Una sombra pasó ante la ventanilla cubierta de mugre.
—¿Ray-Ray?
Tendría que haber vuelto a levantar el círculo
, pensé dolorosamente, obligándome a bajar los hombros y pensando que hacer en los cinco siguientes segundos: se me antojaba una eternidad.
—Rachel, lo siento mucho. Te he traído un poco de chocolate caliente. Exhalé al sentir las disculpas sinceras en su voz. Cerré mi libro de maldiciones demoníacas, me acerqué a la puerta trasera, sabedora de que estaba cometiendo un error, y la abrí.
Nick estaba de pie, con aquella camiseta gris prestada, con todo el aspecto de estar listo para ir a correr por el parque: alto, delgado, abatido. Un superviviente. Llevaba una taza de chocolate instantáneo humeante en las manos y una expresión suplicante en los ojos. Tenía el pelo peinado hacia atrás y las mejillas recién afeitadas. Hasta podía oler el champú de la ducha… Bajé la mirada al recordar el tacto sedoso de su pelo cuando se lo acababa de secar con una toalla y seguía húmedo. Era como un susurro para las yemas de mis dedos.