Presa (2 page)

Read Presa Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Presa
4.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Yo también lo estoy.

Sentado aquí en la oscuridad, me cuesta creer que hace una semana mi mayor problema fuese encontrar trabajo. Ahora eso casi resulta ridículo.

Pero las cosas nunca salen como uno prevé.

CASA
Día 1
10.04

Las cosas nunca salen como uno prevé.

Nunca me había propuesto convertirme en amo de casa, señor de su hogar, padre a jornada completa, o como se lo quiera llamar; no hay ningún término bueno para describirlo. Sin embargo en eso me había convertido desde hacía seis meses. En ese momento estaba en Grate and Barrel, en el centro de San José, comprando unos vasos, y me fijé en que tenían un amplio surtido de manteles individuales. Necesitábamos más manteles; los ovalados de tiras entretejidas que Julia había comprado hacía un año empezaban a verse bastante gastados y tenían comida de bebé incrustada en la trama. Como eran de tiras entretejidas, no podía lavárselos, ese era el problema. Así que me detuve en esa sección para ver si había algún mantel de mi gusto. Encontré unos de color azul claro que no estaban mal y, de paso, cogí unas servilletas blancas. Entonces me llamaron la atención unos manteles amarillos, bonitos y muy vistosos, y también los cogí. En el estante tenían solo tres o cuatro, y como pensaba llevarme seis, pedí a la dependienta que mirara si había más en el almacén. Mientras ella iba a comprobarlo, coloqué un mantel en la mesa y puse encima un plato blanco y, al lado de este, una servilleta amarilla. El conjunto quedaba muy alegre, y empecé a pensar que quizá debía llevarme ocho en lugar de seis. En ese instante sonó mi teléfono móvil.

Era Julia.

—Hola, cariño.

—Hola, Julia. ¿Qué tal? —dije. Oía de fondo el ruido de la maquinaria, un tableteo ahogado y uniforme. Probablemente la bomba neumática del microscopio electrónico. En su laboratorio disponían de varios microscopios electrónicos de exploración.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Mira, comprando unos manteles.

—¿Dónde?

—En Grate and Barrel.

Se echó a reír.

—¿Eres el único hombre en la tienda?

—No…

—Vamos, no pasa nada —dijo Julia. Noté que Julia no tenía el menor interés en la conversación. Algún otro asunto le rondaba por la mente—. Oye, Jack, quería decirte que, sintiéndolo mucho, esta noche volveré a llegar tarde.

La dependienta regresó con más manteles amarillos. Sin apartarme el teléfono del oído, le hice una seña para que se acercara. Alcé tres dedos, y ella dejó tres manteles más en la mesa. Dirigiéndome a Julia, dije:

—¿Va todo bien?

—Sí, es la locura de siempre. Hoy emitimos una demostración por vía satélite a las SCR de Asia y Europa y tenemos problemas con la conexión de este lado porque la unidad móvil que nos han mandado… En fin, no quieras saber… El caso, cariño, es que esto se alargará unas dos horas. Quizá más. Volveré a las ocho como muy pronto. ¿Puedes darles la cena a los niños y acostarlos?

—No hay problema —dije, y no lo había. Ya estaba acostumbrado.

En los últimos tiempos Julia trabajaba muchas horas. La mayoría de las noches llegaba a casa cuando los niños ya se habían dormido. Xymos Technology, la compañía en la que ocupaba un alto cargo, pretendía obtener otra aportación de capital riesgo —veinte millones de dólares—, y estaba bajo una gran presión. En especial desde que Xymos desarrollaba tecnología en el terreno de lo que la compañía llamaba «manufactura molecular», pero se conocía en general como «nanotecnología». La nanotecnología no gozaba actualmente de gran aceptación entre las SCR, sociedades de capital riesgo. Demasiadas SCR se habían ido a pique en los últimos diez años a causa de productos que estaban supuestamente a la vuelta de la esquina, pero nunca salían del laboratorio. Las SCR consideraban que la nanotecnología prometía mucho pero no producía nada.

Pero Julia no necesitaba que se lo explicaran. Ella misma había trabajado para más de una SCR. Formada inicialmente en el campo de la psicología infantil, acabó especializándose en «incubación tecnológica», y colaboraba en la puesta en marcha de incipientes compañías tecnológicas. (A modo de broma, a menudo decía que seguía dedicándose a la psicología infantil.) Al final, había dejado de asesorar a empresas y se había incorporado a una de ellas a jornada completa. Ahora era vicepresidenta de Xymos.

Según Julia, Xymos había hecho varios innovadores avances y llevaba mucha ventaja a otras compañías del sector. Decía que se hallaban a un paso de conseguir un prototipo de producto comercial. Pero yo la escuchaba con cierto escepticismo.

—Oye, Jack —dijo con tono de culpabilidad—, quiero advertirte que Eric va a llevarse una desilusión.

—¿Por qué?

—Verás…, le dije que iría al partido.

—¿Por qué, Julia? Ya habíamos hablado respecto a esa clase de promesas. Es imposible que llegues a tiempo a ese partido. Es a las tres. ¿Por qué se lo dijiste?

—Pensé que quizá podría ir.

Dejé escapar un suspiro. Era, me dije, una muestra de su afecto.

—Está bien, cariño; no te preocupes. Yo me encargaré.

—Gracias. Ah, Jack, en cuanto a los manteles…, compres los que compres, que no sean amarillos, ¿de acuerdo?

Y colgó.

Preparé unos espaguetis para cenar porque con la pasta nunca había discusiones. A las ocho los dos pequeños ya dormían, y Nicole estaba acabando las tareas. Contaba doce años y debía estar en la cama a las diez, pero no le gustaba que sus amigas lo supieran. La menor, Amanda, tenía solo nueve meses. Empezaba a gatear por todas partes y a ponerse en pie si encontraba donde sujetarse. El otro, Eric, tenía ocho años; era un entusiasta del fútbol y jugaba a todas horas menos cuando se disfrazaba de caballero y perseguía por la casa a su hermana mayor con su espada de plástico.

Nicole atravesaba una etapa pudorosa, y a Erik nada le divertía tanto como cogerle un sujetador y correr de un lado a otro pregonando «¡Nicky lleva sujetador! ¡Nicky lleva sujetador!».. Nicole, con demasiado sentido del decoro para perseguirlo, apretaba los dientes y gritaba: «¿Papá? ¡Lo ha hecho otra vez! ¡Papá!». Y yo me veía obligado a dar caza a Eric y prohibirle que tocara las cosas de su hermana.

En eso se había convertido mi vida. Al principio, tras perder mi empleo en MediaTronics, encontraba interesante lidiar con la rivalidad entre hermanos. Y a veces no me parecía tan distinto de lo que había sido mi trabajo.

En MediaTronics era jefe de un departamento de programación, al frente de un grupo de jóvenes programadores con mucho talento. A los cuarenta, ya no tenía edad para trabajar como programador; escribir en código es tarea de jóvenes. Así que organizaba el equipo, y con dedicación exclusiva. Como la mayoría de los programadores de Silicon Valley, los miembros de mi equipo vivían aparentemente en una perpetua crisis de Porsches estrellados, infidelidades, turbulentas aventuras amorosas, conflictos con los padres y malas reacciones a los fármacos, todo ello superpuesto a un ritmo de trabajo a marchas forzadas, con maratones nocturnos animados mediante cajas de Coca-Cola baja en calorías y patatas fritas.

Pero el trabajo era apasionante, en un campo de vanguardia. Creábamos lo que se llama «procesamiento distribuido en paralelo» o «programas basados en agentes». Estos programas proporcionan modelos de procesos biológicos introduciendo agentes virtuales en el ordenador y dejando luego que dichos agentes interactúen para solucionar problemas del mundo real. Parece extraño, pero da buen resultado. Uno de nuestros programas, por ejemplo, emulaba la búsqueda de alimento de las hormigas —el modo en que las hormigas encuentran el camino más corto a la comida— para dirigir el tráfico de llamadas a través de una gran red telefónica. Otros programas imitaban el comportamiento de las termitas, los enjambres de abejas y los leones al acecho.

Era divertido, y probablemente yo continuaría allí si no hubiera asumido ciertas responsabilidades extra. En mis últimos meses me habían puesto a cargo de la seguridad, en sustitución de un asesor externo que había desarrollado esa labor durante dos años, pero no había detectado el robo de un código fuente de la empresa hasta que apareció en un programa comercializado en Taiwán. De hecho, era el código fuente de mi departamento, del software de procesamiento distribuido. Ese era el código robado.

Supimos que era el mismo código porque los huevos de Pascua seguían intactos. Los programadores siempre introducen huevos de Pascua en su código, pequeñas secuencias sin utilidad real, incluidas por mera diversión. La compañía taiwanesa no había cambiado ninguno de ellos; utilizaron nuestro código en bloque. Así pues, la combinación de teclas Alt-Mayúscula-M-9 abría una ventana donde aparecía la fecha de la boda de uno de nuestros programadores. Un robo manifiesto.

Naturalmente los demandamos, pero Don Gross, el director de la empresa, quiso asegurarse de que no volvía a ocurrir. Así que me puso a cargo de la seguridad, y yo, indignado por el robo, acepté el puesto. Era solo a tiempo parcial; seguí al frente del departamento. Mi primera medida como responsable de la seguridad fue controlar el uso de los terminales de trabajo. Era bastante sencillo; actualmente, el ochenta por ciento de las empresas controlan qué hacen los empleados en sus ordenadores. Para ello, recurren al vídeo, llevan un registro de las pulsaciones del teclado, o rastrean el correo electrónico en busca de ciertas palabras clave; hay toda clase de procedimientos.

Don Gross era un hombre duro, un ex marine que no había acabado de perder el talante militar. Cuando le comenté el nuevo sistema, dijo: «Pero no estarás controlando mi ordenador, ¿verdad?».. Claro que no, le contesté. De hecho, había preparado los programas para controlar todos los ordenadores de la empresa, el suyo incluido. Y así descubrí, dos semanas después, que Don tenía un lío con una chica de contabilidad y la había autorizado a disponer de un coche de la compañía. Fui a decirle que, a partir de los mensajes relacionados con Jean, de contabilidad, se desprendía que una persona desconocida tenía una aventura con ella, y que estaba disfrutando de ventajas a las que su puesto no le daba derecho. Añadí que no sabía quién era esa persona, pero si continuaba usando el correo electrónico, pronto lo averiguaría.

Supuse que Don captaría la indirecta, y así fue. Pero empezó a enviar los mensajes comprometedores desde su casa, sin darse cuenta de que todo pasaba por el servidor de la empresa y me llegaba a mí. Así me enteré de que estaba vendiendo software con «descuento» a distribuidores extranjeros e ingresando sustanciosos pagos «en concepto de asesor» en una cuenta de las islas Caimán. Eso era obviamente ilegal, y yo no podía pasarlo por alto. Consulté con mi abogado, Gary Marder, que me aconsejó que dejara el trabajo.

—¿Dejar el trabajo? —repetí.

—Sí, claro.

—¿Por qué?

—¿Qué más da por qué? Te han hecho una oferta mejor en otra empresa. Tienes problemas de salud. O asuntos familiares. Complicaciones en casa. Sencillamente sal de ahí. Deja el trabajo.

—Un momento —dije—. ¿Opinas que yo debo dejar mi trabajo porque él viola la ley? ¿Ese es tu consejo?

—No —contestó Gary—. Como abogado, mi consejo es que si llega a tu conocimiento cualquier actividad ilegal, tienes la obligación de denunciarla. Pero, como amigo, mi consejo es que mantengas la boca cerrada y te marches de ahí cuanto antes.

—Parece una actitud un tanto cobarde. Creo que debo informar a los inversores.

Gary dejó escapar un suspiro y apoyó la mano en mi hombro.

—Jack, los inversores saben cuidarse solos. Lárgate de ahí.

Eso no me pareció correcto. Me había molestado el robo de mi código. Ahora no podía evitar preguntarme si realmente había sido un robo. Quizá lo habían vendido. La nuestra era una empresa de capital privado, y se lo dije a un miembro del consejo de administración.

Resultó que él estaba involucrado en el asunto. Me despidieron al día siguiente por negligencia grave y falta de ética profesional. Hubo amenazas de litigio; tuve que firmar diversos pactos de confidencialidad para cobrar la indemnización. Mi abogado se encargó del papeleo, suspirando a cada nuevo documento.

Al final, salimos a la calle bajo un sol blanquecino.

—Bueno, al menos esto ya ha acabado —comenté.

Él se volvió hacia mí y me miró.

—¿Por qué dices eso? —preguntó.

Porque no había acabado, claro está. Misteriosamente, me había convertido en un hombre marcado. Tenía un excelente currículum y trabajaba en un sector en auge. Pero cuando iba a las entrevistas notaba que mostraban poco interés. Peor aún, se sentían incómodos conmigo. Silicon Valley abarca un área considerable, pero es un mundo pequeño. Las noticias vuelan. Finalmente hablé con un entrevistador a quien conocía un poco, Ted Landow. Había entrenado a su hijo en la liga infantil de béisbol el año anterior. Al terminar la entrevista, le pregunté:

—¿Qué has oído de mí?

Movió la cabeza en un gesto de negación.

—Nada, Jack.

—Ted, he ido a diez entrevistas en diez días. Dímelo.

—No hay nada que decir.

—Ted.

Revolvió sus papeles, eludiendo mi mirada. Lanzó un suspiro.

—Jack Forman. Conflictivo. Reacio a cooperar. Agresivo. Exaltado. Poco espíritu de equipo. —Tras una vacilación, añadió—: Y presuntamente participaste en ciertos negocios. Sin dar explicaciones, insinúan que eran ciertos negocios turbios. Aceptaste sobornos.

—¿Sobornos? —repetí. Me invadió una repentina indignación, y empecé a protestar, hasta darme cuenta de que probablemente parecía una persona exaltada y agresiva, así que me callé y le di las gracias.

Cuando ya me iba, dijo:

—Jack, hazte un favor. Deja pasar un tiempo. Las cosas cambian deprisa en Silicon Valley. Tienes mucha experiencia y un buen currículum. Espera a que… —Se encogió de hombros.

—¿Un par de meses?

—Cuatro, diría yo. Quizá cinco.

En cierto modo sabía que Ted tenía razón. A partir de ese momento me lo tomé con más calma. Empezaron a llegarme rumores de que los manejos de MediaTronics habían salido a la luz y quizá se formularan cargos. Intuí una posibilidad de rehabilitación, pero entretanto solo podía esperar.

Gradualmente el hecho de no ir a la oficina por la mañana empezó a resultarme menos extraño. Julia tenía una larga jornada de trabajo y los niños exigían mucha atención; si yo estaba en casa, acudían a mí en lugar de a María, nuestra empleada doméstica. Comencé a llevarlos al colegio, a recogerlos, a acompañarlos al médico, al dentista, a los entrenamientos de fútbol. Las primeras comidas que preparé fueron un desastre, pero mejoré.

Other books

A Very British Murder by Worsley, Lucy
Cave Under the City by Mazer, Harry;
Innocent Murderer by Suzanne F. Kingsmill
Shadows by Edna Buchanan
Colters' Wife by Maya Banks
Case One by Chris Ould