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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Presa (7 page)

BOOK: Presa
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Moví la cabeza en un gesto de asentimiento y me enjugué la frente con la mano. Estaba sudando. Le deletreé el nombre del pediatra y lo anotó en su cuaderno. Intenté serenarme. Intenté pensar con claridad.

Y entretanto mi hija lloraba sin cesar.

Media hora después le dieron convulsiones.

Empezaron mientras la examinaba uno de los especialistas en bata blanca, inclinado sobre ella. Su pequeño cuerpo se retorció y contrajo. Emitió sonidos semejantes a arcadas como si fuera a vomitar. Sus piernas se sacudieron espasmódicamente. Comenzó a respirar con dificultad. Los ojos le quedaron en blanco.

No recuerdo qué hice o dije entonces, pero entró un enorme auxiliar del tamaño de un jugador de rugby y, sujetándome los brazos, me llevó a empujones hasta un rincón del cubículo. Miré por encima de su enorme hombro mientras seis personas se apiñaban alrededor de mi hija. Una enfermera con una camiseta de Bart Simpson le clavaba una aguja en la frente. Empecé a vociferar y forcejear. El auxiliar gritaba algo ininteligible una y otra vez. Finalmente me di cuenta de que decía «vena del cuero cabelludo». Me explicó que solo era para abrir una vía intravenosa, porque la niña se había deshidratado. Ese era el motivo de las convulsiones. Oí hablar de electrolitos, magnesio, potasio.

En todo caso, las convulsiones cesaron al cabo de unos segundos. Pero Amanda siguió llorando.

Telefoneé a Julia. Estaba despierta.

—¿Cómo sigue?

—Igual.

—¿Aún llora? ¿Esa es ella? —Oía a Amanda de fondo.

—Sí.

—Dios mío —gimió—. ¿Han dicho qué le pasa?

—Todavía no lo saben.

—Oh, pobrecita.

—Han venido a examinarla unos cincuenta médicos.

—¿Puedo hacer algo?

—No lo creo.

—Bien. Tenme informada.

—De acuerdo.

—Estaré despierta.

—De acuerdo.

Poco antes de amanecer los especialistas reunidos anunciaron que la niña tenía una oclusión intestinal o un tumor cerebral y pidieron una resonancia magnética. El cielo empezaba a presentar un color gris claro cuando por fin la llevaron a la unidad de RM. La enorme máquina blanca se hallaba en el centro de la sala. La enfermera me dijo que la niña estaría más tranquila si la ayudaba a prepararla y le retiró el catéter del cuero cabelludo porque no podía haber objetos de metal durante la exploración. Un hilo de sangre bajó por la cara de Amanda, hasta el ojo. La enfermera se la limpió.

Amanda estaba ya sujeta con correas a la plataforma blanca que entraba en las profundidades de la máquina. Mi hija, aún llorando, miraba aterrorizada los aparatos. La enfermera me dijo que podía esperar en la sala contigua con el técnico. Entré en una sala con un panel de cristal a través del cual se veía la máquina de resonancia magnética.

El técnico era extranjero, de piel oscura.

—¿Qué edad tiene, la niña? Es niña, ¿no?

—Sí, niña. Nueve meses.

—Unos buenos pulmones.

—Sí.

—Allá vamos. —Manipulaba los mandos y cuadrantes sin apenas prestar atención a mi hija.

Amanda estaba ya dentro de la máquina. Sus sollozos sonaban débilmente por el micrófono. El técnico accionó un interruptor, y se inició el tableteo de la bomba; hacía mucho ruido. Pero aún oía el llanto de mi hija.

Y de pronto el llanto se interrumpió.

Se quedó callada por completo.

Miré al técnico y la enfermera. El asombro se reflejaba en sus rostros. Todos pensamos lo mismo: algo horrible había ocurrido. El corazón se me aceleró. El técnico desconectó las bombas de inmediato y entramos apresuradamente en la otra sala.

Mi hija yacía allí, aún sujeta con las correas, respirando con esfuerzo, pero en apariencia bien. Parpadeó lentamente, como si estuviera aturdida. Tenía ya la piel de un rosa mucho más claro, con zonas de color normal. El sarpullido perdía intensidad por momentos ante nuestros ojos.

—¡No es posible! —exclamó el técnico.

En la sala de urgencias, no querían dejar marcharse a Amanda. Los cirujanos opinaban aún que tenía un tumor o un grave problema intestinal y preferían quedársela allí en observación. Pero el sarpullido seguía remitiendo gradualmente. A lo largo de la siguiente hora el color rosa se fue apagando hasta desaparecer por completo.

Nadie entendía qué había ocurrido, y los médicos estaban incómodos. Amanda volvía a tener el catéter en una vena del cuero cabelludo, pero esta vez al otro lado de la frente. Sin embargo aceptó un biberón y lo engulló vorazmente mientras la sostenía, observándome con la habitual mirada hipnótica de las tomas. Se la notaba francamente bien. Se durmió en mis brazos.

Permanecí allí sentado durante otra hora y luego insistí en que debía volver con mis hijos, debía llevarlos al colegio. Y poco después los médicos anunciaron un nuevo triunfo de la medicina moderna y me mandaron a casa con Amanda. La niña durmió profundamente todo el camino y no despertó cuando la saqué de la sillita. El cielo nocturno clareaba cuando recorrí con ella el camino de acceso y entré en la casa.

Día 3
06.07

La casa estaba en silencio. Los niños seguían dormidos. Encontré a Julia en el comedor, contemplando el jardín trasero por la ventana. Se oían el siseo y los chasquidos de los aspersores en marcha. Julia tenía una taza de café en las manos y permanecía inmóvil.

—Hemos vuelto —dije.

Ella se volvió.

—¿Está bien, la niña?

Le tendí el bebé.

—Eso parece.

—Gracias a Dios. Estaba muy preocupada, Jack. —Pero no tocó a Amanda, ni se acercó siquiera—. Estaba muy preocupada.

Hablaba con una voz extraña, remota. En realidad, su tono no parecía preocupado sino formal, como el de alguien que recitara las frases rituales de una cultura que no comprendía. Tomó un sorbo de café.

—No he podido dormir en toda la noche —dijo—. Estaba muy preocupada. Me sentía muy mal. Dios mío. —Me dirigió la mirada pero la desvió al instante. Su sentimiento de culpabilidad era evidente.

—¿Quieres cogerla?

—Esto… —Julia movió la cabeza en un gesto de negación y señaló la taza de su mano con la barbilla—. Ahora no. He de salir a echar un vistazo a los aspersores; están encharcando los rosales. —Y se fue al jardín.

La observé salir y quedarse examinando los aspersores. Me lanzó una mirada y luego simuló comprobar la caja de los temporizadores de la pared. Abrió la tapa y echó una ojeada dentro. No lo entendí. Los jardineros habían ajustado los temporizadores de riego la semana anterior. Quizá no lo habían hecho correctamente.

Amanda gimoteó en mis brazos. La llevé a su habitación para cambiarla y la dejé en la cuna.

Cuando volví, Julia estaba en la cocina, hablando por su teléfono móvil. Ese era otro de sus nuevos hábitos. Ya no utilizaba el teléfono de la casa; usaba el móvil. Cuando le pregunté al respecto, contestó que era mucho más cómodo porque muchas de las llamadas eran conferencias, y la empresa pagaba las facturas del móvil.

Me aproximé lentamente, caminando por la alfombra. La oí decir:

—Sí, maldita sea, claro que sí, pero ahora debemos andar con cuidado… —Alzó la vista y me vio. Cambió de tono inmediatamente—. De acuerdo, esto… oye, Carol, creo que podemos resolver ese asunto con una llamada a Frankfurt. Envía luego un fax con los detalles e infórmame de su respuesta, ¿entendido? —Y cerró bruscamente el móvil.

Entré en la cocina.

—Jack, lamento irme antes de que se levanten los niños, pero…

—¿Tienes que irte?

—Sintiéndolo mucho, sí. Ha surgido un imprevisto en el trabajo.

Consulté mi reloj. Eran las seis y cuarto.

—Está bien.

—Entonces, tú… esto… los niños…

—Claro. Yo me ocuparé de todo.

—Gracias. Luego te llamaré.

Y se marchó.

Estaba tan cansado que no pensaba con claridad. El bebé aún dormía, y con suerte dormiría varias horas más. María, la asistenta, llegó a las seis y media y sacó los tazones para el desayuno. Los niños comieron y los llevé en coche al colegio. A duras penas conseguía mantenerme despierto. Bostecé.

Eric, en el asiento del acompañante, bostezó también.

—¿Tienes sueño hoy?

Asintió con la cabeza.

—Esos hombres me han despertado muchas veces —contestó.

—¿Qué hombres?

—Los hombres que han venido a casa esta noche.

—¿Qué hombres? —repetí.

—Los hombres de las aspiradoras. Han pasado las aspiradoras por todas partes. Y han aspirado el fantasma.

Nicole, en el asiento trasero, se rió.

—El fantasma…

—Me parece que estabas soñando, hijo.

Últimamente Eric tenía por las noches vívidas pesadillas que lo despertaban a menudo. Estaba casi seguro de que se debía a que Nicole le dejaba ver películas de terror con ella, consciente de que lo alterarían. Nicole pasaba por una edad en la que los personajes de sus películas preferidas eran asesinos enmascarados que mataban a adolescentes después de mantener relaciones sexuales con ellas. Era la fórmula de siempre: tienes relaciones sexuales, mueres. Pero no era apropiado para Eric. Había hablado con ella muchas veces sobre eso.

—No, papá, no ha sido un sueño —insistió Eric, bostezando otra vez—. Esos hombres estaban allí. Un montón.

—Ajá. ¿Y qué era el fantasma?

—Era un fantasma. Plateado y brillante, solo que no tenía cara.

—Ajá. —Estábamos aparcando delante del colegio, y Nicole decía que debía recogerla a las cuatro y cuarto en lugar de las cuatro menos cuarto porque tenía ensayo con el coro después de clase, y Eric que no pensaba ir al pediatra si iba a ponerle una inyección. Repetí el eterno mantra de todos los padres—: Ya veremos.

Los dos salieron del coche arrastrando sus mochilas. Ambos llevaban mochilas que pesaban alrededor de diez kilos cada una. No conseguía acostumbrarme a eso. En mis tiempos, los niños de su edad no llevaban mochilas enormes. Ni siquiera llevaban mochila. Ahora, por lo visto, todos las usaban. Uno veía a niños de segundo de primaria doblados como sherpas, entrando a rastras por las puertas de los colegios bajo el peso de sus mochilas. Algunos las tenían con ruedas y tiraban de ellas como quien tira de sus maletas en un aeropuerto. No me lo explicaba. El mundo entraba en la era digital; todo era más pequeño y ligero. Sin embargo los colegiales acarreaban más peso que nunca.

Hacía un par de meses, en una reunión de padres, había planteado la cuestión. Y el director dijo: «Sí, es un grave problema. Nos preocupa mucho a todos». Y luego cambió de tema.

Eso tampoco lo entendía. Si tanto preocupaba a todos, ¿por qué no se hacía algo al respecto? Pero eso, naturalmente, forma parte de la naturaleza humana. Nadie hace nada hasta que es demasiado tarde. Ponemos el semáforo en un cruce peligroso cuando un niño muere atropellado.

Volví a casa a través del lento tráfico de la mañana. Pensaba que podría dormir un par de horas. No tenía otra cosa en mente.

María me despertó a eso de las once sacudiéndome por el hombro insistentemente.

—Señor Forman, señor Forman.

Estaba aturdido.

—¿Qué ocurre?

—La niña.

Desperté de inmediato.

—¿Qué le pasa?

—Venga a verla, señor Forman. Está toda… —Hizo un gesto, frotándose el hombro y el brazo.

—Está toda ¿cómo?

—Venga a verla, señor Forman.

Tambaleándome, me levanté de la cama y fui a la habitación de la niña. Amanda estaba de pie en la cuna, agarrada a los barrotes. Brincaba y sonreía alegremente. Todo parecía normal, salvo por el hecho de que tenía el cuerpo de un uniforme color azul violáceo, como un enorme moretón.

—¡Dios mío! —exclamé.

No resistiría otro episodio en el hospital, no resistiría a más médicos en bata blanca que no decían nada, no resistiría que volvieran a asustarme de aquella manera. Aún no me había recuperado de la noche anterior. Se me revolvió el estómago ante la posibilidad de que mi hija tuviera alguna enfermedad grave. Me acerqué a Amanda, que, sonriendo, lanzó gorgoritos de satisfacción. Alargó un brazo hacia mí, abriendo y cerrando la mano, la señal para que la cogiera.

Así que la cogí. Se la veía bien. De inmediato me tiró del pelo e intentó quitarme las gafas, como siempre hacía. Sentí alivio, pese a que, de cerca, su piel no ofrecía mejor aspecto. Parecía amoratada, tenía el color de un moretón, excepto que se extendía uniformemente por todo su cuerpo. Daba la impresión de que la hubieran sumergido en tinte. La uniformidad del color era alarmante.

Decidí que, me gustara o no, debía telefonear al médico de urgencias. Saqué su tarjeta del bolsillo mientras Amanda intentaba agarrarme las gafas. Marqué con una sola mano. Era capaz de hacerlo casi todo con una sola mano. El propio médico atendió en el acto. Pareció sorprenderse.

—Ah —dijo—. Me disponía a telefonearle. ¿Cómo está su hija?

—Bien, parece que se encuentra bien —contesté, apartando la cabeza para que Amanda no llegara a mis gafas. Se reía; se había convertido en un juego para ella—. Está bien, pero el problema…

—¿Tiene moretones, por casualidad?

—Sí —respondí—. De hecho, así es. Por eso le llamaba.

—¿Es una moradura uniforme, por todo el cuerpo?

—Sí, exacto. ¿Cómo lo sabe?

—Bueno —dijo el doctor—, han llegado los resultados de los análisis, y todo es normal. Completamente normal. Una niña sana. Solo nos falta la resonancia magnética, pero la máquina está averiada. Dicen que tardará unos días.

No podía seguir esquivando los manotazos de Amanda, así que la dejé en la cuna mientras hablaba. Eso no le gustó, naturalmente, e hizo un puchero, dispuesta a llorar. Le di el Monstruo de las Galletas y se sentó a jugar con él. Sabía que el muñeco servía para unos cinco minutos.

—En todo caso —seguía el médico—, me alegra oír que está bien.

Dije que a mí también me alegraba.

Se produjo un silencio. El médico tosió.

—Señor Forman, he visto que en el formulario de ingreso en el hospital ponía que su profesión es ingeniero de software.

—Así es.

—¿Significa eso que trabaja en algún proceso de fabricación?

—No. Me dedico al desarrollo de programas.

—¿Y dónde trabaja?

—En Silicon Valley.

—¿No trabaja en una fábrica, por ejemplo?

—No. Trabajo en una oficina.

—Entiendo. —Una pausa—. ¿Puedo preguntar dónde?

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