—Julia —dije—, esto es asombroso.
A mi lado, Julia se arrimó aún más y sonrió.
—Imaginaba que te impresionaría.
En la pantalla, Julia decía:
«Hemos entrado en una vena, así que los glóbulos rojos no están oxigenados. En este momento nuestra cámara se dirige al corazón. Verán ensancharse los vasos a medida que ascendamos por el sistema venoso… Sí, ahora nos acercamos al corazón… Vean las pulsaciones del flujo sanguíneo que resultan de las contracciones ventriculares…».
Así era. Veía la cámara detenerse, avanzar y detenerse otra vez. La grabación recogía el sonido de los latidos del corazón. En la camilla, el sujeto permanecía inmóvil, con la antena plana justo encima.
«Estamos llegando a la aurícula derecha, y deberíamos ver la válvula tricúspide. Activamos los flagelos para reducir la velocidad de la cámara. Esa es la válvula. Estamos en el corazón».
Vi los repliegues rojos, como una boca abriéndose y cerrándose, y de pronto la cámara la atravesó, entró en el ventrículo y volvió a salir.
«Ahora vamos a los pulmones, donde veremos lo que nadie ha presenciado antes: la oxigenación de los glóbulos».
Mientras observaba la imagen, el vaso sanguíneo se estrechó por momentos y a continuación los glóbulos se hincharon y, uno tras otro, adquirieron un vivo color rojo. Fue un proceso sumamente rápido; en menos de un segundo todos estaban rojos.
«Los glóbulos rojos ya se han oxigenado —anunció Julia—, y ahora regresamos al corazón».
En la cama, me volví hacia Julia.
—Es francamente fabuloso —afirmé.
Pero ella tenía los ojos cerrados y respiraba acompasadamente.
—¿Julia?
Estaba dormida.
Julia acostumbraba dormirse viendo la televisión. No era raro que se quedara dormida durante su propia demostración; al fin y al cabo, ella la había visto ya. Yo también estaba cansado. Decidí que vería el resto de la grabación en otro momento. En todo caso, resultaba bastante larga para una demostración. ¿Cuánto tiempo llevaba ante la pantalla? Cuando me volví para apagar el televisor, eché un vistazo al indicador de tiempo al pie de la imagen. Los números saltaban rápidamente, contando las centésimas de segundo. Otra serie de números a la izquierda, estos inmóviles. Fruncí el entrecejo. Uno de ellos era la fecha. No me había fijado antes, porque estaba en formato internacional, con el año primero, luego el día y por último el mes. Marcaba 02.21.09.
21 de septiembre.
Ayer.
Había grabado la demostración el día anterior.
Apagué el televisor y la lámpara de la mesita de noche. Apoyé la cabeza en la almohada e intenté dormir.
Necesitábamos leche desnatada, rosquillas, Pop-Tarts, gelatina y lavavajillas… y algo más, pero no entendía mi propia letra. Estaba en un pasillo del supermercado a las nueve de la mañana, intentando descifrar mis propias anotaciones en la lista, cuando una voz dijo:
—¡Eh, Jack! ¿Cómo va?
Alcé la vista y vi a Ricky Morse, uno de los jefes de departamento de Xymos.
—¡Hola, Ricky! ¿Qué tal?
Le estreché la mano, sinceramente complacido de verle. Siempre me alegraba ver a Ricky. Bronceado, de pelo rubio cortado al rape y amplia sonrisa, podía confundírselo fácilmente con un surfista de no ser por la camiseta con el emblema del administrador de programas SourceForge 3.1. Ricky era solo unos años más joven que yo, pero tenía un aire de eterna juventud. Yo le había proporcionado su primer empleo, recién salido de la facultad, y pronto ascendió a los cargos directivos. Con su carácter alegre y su optimismo, Ricky era un director de proyecto ideal, pese a que tendía a infravalorar los problemas y ofrecía a sus superiores expectativas poco realistas respecto al tiempo de realización de los proyectos.
Según Julia, eso había causado complicaciones en Xymos: Ricky tendía a hacer promesas que no podía cumplir. Y a veces no era totalmente sincero. Pero era tan jovial y encantador que todo el mundo lo perdonaba siempre. O al menos eso hacía yo cuando trabajaba para mí. Había llegado a apreciarlo mucho y lo consideraba casi un hermano menor. Para el empleo en Xymos, lo había recomendado yo.
Ricky empujaba un carrito lleno de enormes paquetes de pañales; también él tenía un bebé en casa. Le pregunté por qué estaba en el supermercado y no en la oficina.
—Mary ha cogido la gripe, y la asistenta está en Guatemala, así que me he ofrecido a venir a por algunas cosas.
—Veo que compras Huggies —comenté—. Yo siempre compro Pampers.
—Yo encuentro que los Huggies absorben más —dijo él—. Y los Pampers aprietan demasiado. Comprimen la pierna del bebé.
—Pero los Pampers llevan una capa que elimina la humedad y mantiene seco el culito —insistí—. Con Pampers, hay menos irritaciones.
—Cuando los uso, las tiras adhesivas tienden a soltarse. Y cuando se empapan, siempre se escapa algo y se manchan las piernas, lo cual me da más trabajo. No sé, a mí me parece que los Huggies son de mejor calidad.
Una mujer que pasaba por al lado con un carrito nos lanzó una mirada. Nos echamos a reír, pensando que nuestra charla debía de sonar a anuncio de pañales.
—¿Y qué me dices de los Giants? —preguntó Ricky, levantando la voz para que lo oyera la mujer que se alejaba ya por el pasillo.
—El no va más, joder, ¿son geniales o no? —dije, rascándome.
Volvimos a reírnos y seguimos juntos por el pasillo con nuestros respectivos carritos.
—¿Quieres saber la verdad? —dijo Ricky—. Mary prefiere los Huggies, y fin de la conversación.
—Eso ya me lo conozco.
Ricky echó un vistazo al contenido de mi carrito.
—Veo que compras leche desnatada orgánica… —comentó.
—No empecemos otra vez —lo interrumpí—. Y dime, ¿cómo va en el trabajo?
—Bueno, ya sabes, es una empresa puntera —contestó—. Y modestia aparte, la tecnología es excelente. El otro día hicimos una demostración para los que ponen el dinero, y salió bien.
—¿Cómo le va a Julia? —pregunté con toda la despreocupación posible.
—Ah, muy bien, que yo sepa —contestó Ricky.
Lo miré de reojo. ¿Había adoptado de pronto una actitud más reservada? ¿Tenía una expresión menos espontánea, más controlada? ¿Ocultaba algo? No habría podido asegurarlo.
—La verdad es que casi nunca nos vemos —añadió Ricky—. No viene mucho por la oficina.
—Yo tampoco la veo apenas.
—Sí, pasa mucho tiempo en el complejo industrial. Ahora es allí donde está la acción. —Ricky me lanzó una mirada—. Ya sabes, por los nuevos procesos de fabricación.
La fábrica de Xymos se había construido en un tiempo récord, teniendo en cuenta su complejidad. Allí ensamblaban las moléculas a partir de átomos independientes, uniendo los fragmentos de molécula como piezas de Lego. Casi todo ese trabajo se llevaba a cabo en vacío y requería campos magnéticos de gran potencia. Por tanto, en la fábrica había enormes unidades de bombeo, así como potentes refrigeradores para enfriar los imanes. No obstante, según Julia, la mayor parte de la tecnología estaba concebida específicamente para esa fábrica; no se había construido nada parecido hasta la fecha.
—Es asombroso que acabaran la fábrica en tan poco tiempo.
—Bueno, presionamos de principio a fin. Molecular Dynamics nos pisa los talones. Tenemos la fábrica montada y en marcha, y muchas solicitudes de patente. Pero MolDyne y NanoTech no pueden ir muy por detrás de nosotros. Unos meses; con suerte, quizá un semestre.
—¿Así que ya hacéis ensamblaje molecular en la fábrica? —pregunté.
—Exacto, Jack. Ensamblaje molecular completo, desde hace ya unas semanas.
—No sabía que a Julia le interesaran esas cosas —dije. Dado que su campo era la psicología, siempre la había considerado una persona con más vocación por el lado humano.
—Ha puesto verdadero interés en la tecnología, te lo aseguro. Por otra parte, allí también hacen mucha programación. Ya sabes, ciclos iterativos para perfeccionar el proceso de fabricación.
Asentí con la cabeza.
—¿Qué clase de programación? —pregunté.
—Procesamiento distribuido. Redes multiagente. Así mantenemos coordinadas las unidades independientes, para que funcionen de manera conjunta.
—¿Todo eso es para crear la cámara de uso médico?
—Sí. —Tras un silencio, añadió—: Entre otras cosas. —Me miró con cierta inquietud, como si temiera incumplir su acuerdo de confidencialidad.
—No es necesario que me lo digas.
—No, no —se apresuró a decir—. Caray, Jack, tú y yo nos conocemos desde hace mucho. —Me dio una palmada en el hombro—. Y tu esposa es directiva de la empresa. ¡En serio, qué demonios!
Pero aún parecía inquieto. Sus palabras no se correspondían con la expresión de su rostro. Y desvió la mirada al pronunciar «esposa».
La conversación llegaba a su fin, y yo noté una repentina tensión, la clase de tensión que uno siente cuando cree que otra persona sabe algo y no lo dice… porque le violenta, porque no encuentra la manera de plantearlo, porque no quiere implicarse, porque es demasiado peligroso incluso para mencionarlo, porque considera que es asunto del otro descubrirlo. En particular cuando se trata de algo relacionado con la esposa de uno; por ejemplo, que va por ahí acostándose con otros. Y te mira como a la víctima inocente, como si fuera la noche de los muertos vivientes, pero no está dispuesto a decírtelo. Por experiencia sé que los hombres nunca informan a otros hombres cuando saben algo acerca de sus esposas. Las mujeres, en cambio, siempre se lo dicen a otras mujeres cuando se enteran de la infidelidad del marido.
Así son las cosas.
Pero yo estaba tan tenso que deseaba…
—¡Eh, qué tarde se ha hecho! —exclamó Ricky con una amplia sonrisa—. He de marcharme a toda prisa; Mary me va a matar. Ya está enfadada porque he de pasar los próximos días en la fábrica y la dejaré aquí sola sin la asistenta. —Se encogió de hombros—. Ya sabes cómo es.
—Sí, lo sé. Buena suerte.
—Eh, oye, cuídate.
Nos dimos la mano. Mascullamos otra despedida. Ricky dobló con su carrito al final del pasillo y desapareció.
A veces uno es incapaz de pensar en las situaciones dolorosas, incapaz de concentrarse en ellas. El cerebro se escabulle, prefiere cambiar de tema. Era mi caso en ese momento. No podía pensar en Julia, así que empecé a dar vueltas a lo que me había dicho Ricky sobre la fábrica. Y decidí que probablemente tenía sentido, pese a que se contradecía con la opinión generalizada respecto a la nanotecnología.
Entre los nanotecnólogos existía la arraigada fantasía de que en cuanto alguien descubriera cómo manufacturar a nivel atómico, ya todo sería coser y cantar. Todo el mundo lo haría, desencadenándose así una inundación de prodigiosas creaciones moleculares producidas en las cadenas de montaje de todo el planeta. En cuestión de días, la vida humana cambiaría por efecto de esta nueva tecnología maravillosa. En cuanto alguien descubriese la manera de hacerlo.
Pero naturalmente eso nunca ocurriría. La idea misma era absurda, porque en esencia la fabricación molecular no era tan distinta de la fabricación de ordenadores, válvulas de paso, automóviles o cualquier otro producto. Llevaba un tiempo ponerlo todo en su sitio. De hecho, ensamblar átomos para crear una molécula nueva era un proceso muy análogo a la compilación de programas informáticos a partir de líneas de código independientes. Y el código informático nunca podía compilarse a la primera. Los programadores siempre tenían que volver atrás y rectificar las líneas. E incluso después de compilarse, un programa nunca funcionaba bien a la primera, nunca. Ni a la segunda. Ni a la de cien. Había que depurarlo una vez, y otra, y otra más. Y otra más.
Siempre había pensado que ocurriría lo mismo con las moléculas manufacturadas: tendrían que depurarse una vez tras otra hasta conseguir un correcto funcionamiento. Y si Xymos quería «bandadas» de moléculas actuando conjuntamente, también tendrían que depurar el modo en que las moléculas se comunicaban, por limitada que fuese esa comunicación; ya que tan pronto como se comunicaran las moléculas, se estaría ante una red primitiva. Para organizarla, se programaría probablemente una red distribuida, como las que yo desarrollaba en MediaTronics.
Así que podía imaginármelos perfectamente programando al mismo tiempo que manufacturaban. Pero no veía cuál era el papel de Julia en ese proceso. La fábrica se hallaba lejos de la sede de Xymos. Estaba literalmente en medio de ninguna parte, en pleno desierto, cerca de Tenopah, Nevada. Y a Julia no le gustaba estar en medio de ninguna parte.
Estaba sentado en la sala de espera de la consulta del pediatra, porque a la niña tenían que ponerle la siguiente tanda de vacunas. Había allí cuatro madres meciendo en el regazo a niños enfermos mientras los niños mayores jugaban en el suelo. Todas hablaban entre sí y se esforzaban en pasar por alto mi presencia.
Empezaba a acostumbrarme a eso. Un hombre en casa, un hombre en un escenario como la consulta de un pediatra, era una circunstancia poco común. Además, significaba que algo andaba mal. Probablemente el hombre tenía algún problema: no encontraba trabajo, quizá lo habían despedido por alcoholismo o drogadicción, quizá era un vago. Fuera cual fuese la razón, no era normal ver a un hombre en la consulta del pediatra en pleno día. Así que las otras madres hacían como si yo no estuviera.
Salvo que me lanzaban alguna que otra mirada de preocupación, como si temiesen que fuera a acercarme furtivamente a ellas para violarlas en cuanto me dieran la espalda. Incluso la enfermera, Gloria, parecía recelar. Miró al bebé que llevaba en brazos, que no lloraba ni gimoteaba apenas.
—¿Cuál se supone que es el problema? —preguntó.
Dije que íbamos para la vacunación.
—¿Ha estado aquí antes, la niña?
Sí, había visitado a ese médico desde que nació.
—¿Es usted pariente?
Sí, era el padre.
Finalmente nos hizo pasar. El médico me estrechó la mano, se mostró muy cordial y en ningún momento me preguntó por qué había ido yo en lugar de mi esposa o la asistenta. Puso dos inyecciones a la niña. Amanda lloró a lágrima viva. Y en ese preciso instante telefoneó Julia.
—Hola. ¿Qué haces? —Debía de haber oído el llanto de la niña.
—Estamos en el pediatra.
—¿Llamo en mal momento?
—Más bien…