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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (15 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Las calles de Haven no tenían puestos los nombres por aquel entonces, aunque era una de las mejoras municipales que se estaban estudiando, sobre todo después de que algún trotamundos mencionara que los palanthianos no sólo les ponían nombres a las calles, sino que instalaban postes indicadores con los nombres escritos en beneficio de los viajeros confusos. Los visitantes de Haven rara vez se equivocaban; si se era lo bastante alto, podía verse la villa de un extremo a otro. Empero, el corregidor de Haven consideraba lo de los postes una idea excelente y resolvió que se empezara a instalarlos.

Muchas de las calles de la ciudad ya tenían nombres; nombres lógicos que estaban relacionados con la naturaleza de los negocios que funcionaban en cada una de ellas, como por ejemplo, la calle del Mercado, la calle del Molino, la calle de los Cuchilleros. Otros nombres tenían que ver con la naturaleza de la propia vía, tales como calle Retorcida o Tres Ramales, mientras que otras llevaban el nombre de la familia que vivía en ellas. La calle de los Herbolarios era fácil de encontrar, y más con la nariz que con los ojos.

El aroma a romero, a espliego, a salvia, a canela, flotaba en el aire ofreciendo un agradable contraste con el penetrante olor a estiércol de caballo que había en la calle. Los puestos y tiendas de la calle de los Herbolarios saltaban a la vista por los ramos de plantas secas colgadas boca abajo al sol. Cestos de semillas y hojas secas aparecían colocados primorosamente a lo largo de la vía para atraer a los transeúntes y animarlos a comprar.

Raistlin le pidió a Tanis que parara la carreta.

—Hay hierbas aquí que no cultivo en mi jardín, algunas de las cuales no me son familiares. Me gustaría aumentar mis provisiones, así como enterarme de sus usos.

Tanis le dijo al joven cómo encontrar el puesto de Flint en el recinto ferial y le deseó que se divirtiera. Raistlin bajó

de la carreta y Caramon, ni que decir tiene, lo siguió. Tasslehoff sufría por la indecisión, sin saber si ir con Raistlin o quedarse con Flint. El enano y el recinto ferial inclinaron la balanza a su favor, sobre todo porque, al mirar la calle de un extremo a otro, el kender sólo vio plantas, y aunque éstas eran interesantes no tenían ni punto de comparación con las maravillas que sabía le aguardaban en el recinto ferial.

En cualquier caso, Raistlin no habría permitido que el kender lo acompañara, pero la decisión de Tas le ahorró una discusión. Sin embargo, no sabía muy bien qué hacer con Caramon. Su plan era visitar la tienda de productos de magia solo, sin informar a los demás. No le había contado a nadie que tenía intención de entrar en esa tienda ni lo que esperaba comprar en ella. El instinto le aconsejaba guardar en secreto su propósito, ordenar a su hermano que se marchara con Flint.

Rara vez conversaba con su hermano sobre el arte arcano, y jamás lo hacía con sus amigos. No lo había hecho desde los días de la adolescencia —unos días cuyo recuerdo lo hacía enrojecer de vergüenza— cuando hacía alarde de sus habilidades mágicas o simplemente las mostraba.

Era muy consciente de que su magia ponía nerviosas a algunas personas o despertaba su inquietud. Y con razón. La magia le otorgaba poder sobre otros seres; un poder con el que gozaba. No obstante, era lo bastante sensato para comprender que ese poder perdería valor si hacía uso de él repetidamente.

Hasta la magia se convertía en algo corriente si se utilizaba a diario.

Las expectativas de Raistlin hacia la gente habían cambiado con el paso de los años. Hubo un tiempo en que buscaba ser amado y admirado, como lo era su hermano.

Ahora, al llegar a comprenderse a sí mismo, Raistlin afrontaba el hecho de que jamás obtendría la clase de consideración dada a su hermano. En la casa del alma de Caramon la puerta estaba siempre abierta de par en par, así como los postigos de la ventana, el sol brillaba diariamente, y cualquiera era bienvenido. No había muchos muebles en la casa de Caramon. Los visitantes veían hasta el último rincón.

La casa del alma de Raistlin era muy diferente. La puerta estaba cerrada a cal y canto y sólo se abría una rendija a los visitantes, y aun entonces sólo a muy pocos se les permitía cruzar el umbral. Una vez allí, no se los dejaba entrar mucho más. Las ventanas permanecían atrancadas y con los postigos echados. Aquí y allí brillaba una vela, un punto cálido en la oscuridad. Su casa estaba llena de muebles y objetos raros y maravillosos, pero no por ello había desorden. El joven podía poner la mano al instante en lo que quiera que necesitaba.

Los visitantes no veían los rincones, y mucho menos podían curiosear en ellos. No era pues de extrañar que no desearan quedarse mucho tiempo y se mostraran reacios a volver.

—¿Adonde vamos? —preguntó Caramon.

Raistlin tuvo en la punta de la lengua mandar a su hermano que regresara a la carreta, pero lo pensó mejor. Sin responder, echó a andar a paso vivo calle adelante, dejando plantado a Caramon en mitad de la calzada.

«Es de simple sentido común que me acompañe —se dijo Raistlin para sus adentros—. Soy un forastero en una ciudad desconocida. No dispongo de defensa alguna de la que quiera hacer uso, excepto en circunstancias de extremo peligro.

Ahora necesito la ayuda de Caramon, como también la precisaré en el futuro. Si me convierto en un mago guerrero, como es mi intención, tendré que aprender a combatir a su lado, de modo que haría bien en acostumbrarme a tenerlo cerca.»

Esto último le hizo soltar un suspiro, especialmente cuando Caramon lo alcanzó pisando fuerte y levantando una nube de polvo, demandando de nuevo saber adonde se dirigían y qué buscaban e insinuando que podrían parar en una taberna en el camino.

Raistlin se detuvo y se volvió para mirar a su hermano tan de repente que Caramon tuvo que frenarse en seco para no tropezar con su gemelo.

—Escúchame, Caramon. Oye lo que tengo que decirte y no lo olvides. —El timbre de Raistlin era duro, severo, y el joven tuvo la satisfacción de ver que surtía el mismo efecto en su gemelo que una bofetada—. Me dirijo a cierto sitio para reunirme con cierta persona y comprar cierta mercancía.

Te permito que me acompañes porque somos jóvenes y, consecuentemente, nos tomarán por presas fáciles. Pero ten

esto presente, hermano: lo que hago, lo que digo y lo que compro son asuntos privados, secretos que sólo conocemos tú y yo. No hablarás de ello con Tanis, Flint, Kitiara, Sturm

o cualquier otra persona. No contarás dónde hemos estado, con quién me he reunido, lo que he dicho o lo que he hecho.

Tienes que prometérmelo, Caramon.

—Pero querrán saberlo, harán preguntas. ¿Qué les contesto? —Era evidente que el mocetón se sentía desdichado—.

No me gusta tener secretos, Raist.

—Entonces no puedes estar a mi lado. ¡Regresa! —instó fríamente Raistlin a la par que agitaba una mano—. Vuelve con tus amigos. No te necesito.

—Claro que me necesitas, Raist. Sabes que sí.

El joven aprendiz de mago volvió a pararse. Sus ojos buscaron los de su hermano y retuvieron su mirada. Este era un momento decisivo del que dependía su futuro.

—Entonces habrás de hacer una elección, hermano mío. O te comprometes conmigo o regresas con tus amigos. —Raistlin levantó la mano para acallar la rápida respuesta de su gemelo—.

Piénsalo bien, Caramon. Si te quedas conmigo, debes confiar plenamente en mí, obedecerme implícitamente, no hacer preguntas, guardar mis secretos mucho mejor de lo que guardas los tuyos. Bien, ¿qué decides?

Caramon no vaciló ni un instante.

—Estoy contigo, Raist —manifestó lisa y llanamente—.

Eres mi gemelo. Estamos unidos el uno al otro. Así está dispuesto.

—Quizá —respondió Raistlin con una amarga sonrisa.

Si tal cosa era cierta, se preguntaba quién y por qué lo había dispuesto de ese modo, porque le habría gustado sostener una pequeña charla con quienquiera que fuera—. Entonces vamos, hermano. Sígueme.

Según maese Theobald, la tienda de productos para magia estaba situada al final de la calle de los Herbolarios, a la izquierda si se miraba hacia el norte. Situada a cierta distancia de las otras tiendas y puestos, era el único comercio que se alzaba entre unos robles.

Theobald la había descrito: «La tienda está en la planta baja de la casa, con la vivienda encima. Es difícil de ver

desde el camino, ya que los robles la rodean, así como un gran jardín cercado por una tapia. Sin embargo, verás el cartel desde el exterior. Es una tabla con un ojo pintado en rojo, negro y blanco.

»Nunca he comprado cosas allí, porque adquiero todo lo que necesito en la Torre de Wayreth, ¿comprendes? —había añadido el maestro—. Empero, estoy seguro de que Lemuel tiene algunas minucias que pueden ser interesantes para magos de bajo rango».

Aunque sólo fuera eso, Raistlin había aprendido de Theobald a sujetar la lengua, de modo que se había tragado el mordaz comentario que en otros tiempos habría hecho y le había dado las gracias al maestro educadamente. Como recompensa había obtenido una pequeña información que podría ser de inestimable valor.

«He oído que Lemuel siente un gran interés por las plantas, como tú —había añadido Theobald—. Imagino que los dos os entenderéis bien.»

En consecuencia, Raistlin había llevado consigo un par de raras especies de plantas que había descubierto, sacado de la tierra y llevado a casa, y ahora tenía algunos plantones para compartir. Esperaba ganarse el favor de Lemuel de este modo y, si el precio de los libros que quería estaba fuera de su alcance, quizá podría persuadir al mago para que se los rebajara.

Los gemelos recorrieron toda la calle de los Herbolarios; Caramon se estaba tomando tan en serio su nueva tarea y responsabilidad que casi le pisaba los talones a su hermano en su afán por protegerlo, asestaba miradas furibundas a cualquiera que los observara con cierto interés y hacía tintinear la espada constantemente. '

Raistlin suspiraba para sus adentros al advertir este comportamiento, pero sabía que no podía hacer nada para remediarlo.

Si protestaba o instaba a Caramon a que se tranquilizara y no actuara de un modo tan notorio sólo conseguiría desconcertar a su gemelo. Al final Caramon acabaría sintiéndose cómodo en su papel de guardia personal, pero llevaría tiempo. Sólo tenía que ser paciente.

Por fortuna, no había mucha gente por la calle, puesto que los herbolarios estaban instalando los puestos en el re

cinto ferial. Cuando llegaron al final de la calle, ésta se encontraba desierta. Raistlin localizó la tienda del mago sin dificultad.

Los robles la ocultaban, y había un jardín rodeado por un alto muro de piedra. Pero faltaba el cartel de la tienda, el tablón con el dibujo del ojo. La puerta estaba atrancada y los postigos de las ventanas, cerrados. Daba la impresión de que la casa estuviera abandonada pero, al atisbar por encima del muro, Raistlin reparó en que el jardín estaba bien cuidado.

—¿Estás seguro de que es aquí? —preguntó Caramon.

—Sí, hermano. Quizás alguna tormenta tiró el cartel.

—Si tú lo dices —masculló el mocetón, que tenía la mano apoyada en la empuñadura de la espada—. Entonces deja que sea yo el que vaya a la puerta.

—¡Desde luego que no! —rechazó Raistlin, alarmado—.

Ofreces una imagen, ceñudo y moviendo continuamente esa espada, que asustaría a cualquier hechicero. Podría convertirte en una rana o algo peor. Espera aquí, en la calle, hasta que te llame. No te preocupes, que no pasa nada —manifestó con más seguridad de la que realmente sentía.

Caramon iba a discutir, pero recordó su promesa y guardó silencio. Además, la posible amenaza de que lo transformaran en una rana también tuvo que ver con su rápida capitulación.

—Claro, Raist. Pero ten cuidado. No me fío de los hechiceros.

Raistlin se dirigió hacia la puerta. Un hormigueo, mezcla de excitación y temor, le recorría el cuerpo; excitación por la idea de obtener lo que necesitaba, y temor al pensar que quizás había viajado hasta allí para encontrarse con que el mago se había marchado. Para cuando llegó ante la puerta, el joven estaba en un estado de nerviosismo tal que le fallaron las fuerzas; era incapaz de levantar la mano temblorosa para llamar y, cuando finalmente lo consiguió, los golpes de los nudillos fueron tan débiles que tuvo que repetir la llamada.

Nadie acudió a la puerta ni se asomó con curiosidad por una ventana.

Faltó poco para que Raistlin se entregara al desánimo. Sus esperanzas y sus sueños de un futuro con éxito se habían basado en esta tienda; ni por un momento había imaginado

que estuviera cerrada. Había anhelado durante tanto tiempo conseguir los libros, había llegado tan lejos y se encontraba tan cerca de su meta que no creyó que fuera capaz de soportar el desengaño. Volvió a golpear con los nudillos, esta vez mucho más fuerte.

—¡Maese Lemuel! —llamó, alzando la voz—. ¿Estáis en casa, señor? Vengo de parte de maese Theobald, de Solace.

Soy alumno suyo y...

Se abrió una mirilla en la puerta y un ojo atisbo a Raistlin; un ojo que denotaba temor.

—¡Me importa poco de quién eres alumno! —replicó una voz fina a través del reducido ventanuco—. ¿Se puede saber qué haces anunciando a voz en grito que eres un mago? ¡Márchate!

La mirilla se cerró de golpe.

Raistlin volvió a llamar con más apremio.

—Me recomendó vuestra tienda —gritó—. Tengo que comprar algo...

El ventanuco se abrió de nuevo y apareció el ojo otra vez.

—La tienda está cerrada.

Y la mirilla volvió a atrancarse.

Raistlin lanzó las reservas al ataque.

—Tengo una extraña variedad de planta conmigo. Pensé que quizá no la conocieseis. Es nueza negra...

La mirilla se abrió de golpe y el ojo denotó más interés.

—¿Nueza negra, dices? ¿Tienes algo aquí?

—Sí, señor. —Raistlin metió la mano en la bolsita y sacó con todo cuidado un pequeño puñado de hojas, tallos y frutos, sujetos a las raíces—. Quizás os interesaría...

El ventanuco se cerró una vez más, pero esta vez Raistlin oyó correr un cerrojo. La puerta se abrió.

El hombre que estaba al otro lado del umbral iba vestido con una túnica de un color rojo desvaído, llena de suciedad a la altura de las rodillas, lo que revelaba la costumbre de ponerse de hinojos en el jardín. Tenía que haberse puesto de puntillas para asomar el ojo por la mirilla de la puerta, ya que era casi tan bajo como un enano, el cuerpo lleno y prieto, y con un semblante que en tiempos debía de haber sido tan rubicundo y alegre como el sol estival, pero que ahora semejaba un astro eclipsado. Echó una ojeada nerviosa hacia la calle y, al ver a Caramon, abrió mucho los ojos, asustado, faltando poco para que volviera a cerrar la puerta.

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