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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (18 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Kit encogió la nariz. Caramon tosió; era como si el humo se ciñera a su garganta, atenazándola. Raistlin olisqueó y se atragantó.

—¡Cubríos la nariz y la boca! ¡Deprisa! —advirtió a sus hermanos—. ¡No respiréis el humo!

Kit se llevó la mano enguantada al rostro para taparse la nariz. Raistlin hizo otro tanto con la manga de la camisa.

Caramon buscó su pañuelo en los bolsillos, pero había desaparecido.

(Al día siguiente lo encontró en el bolsillo de Tasslehoff, donde el kender lo había guardado para que no lo perdiera.)

—¡Aguanta la respiración! —insistió Raistlin, cuya voz sonaba amortiguada por la manga.

Caramon lo intentó pero, justo cuando entraba en el templo arrastrado por la multitud que se movía en la misma dirección, un acólito utilizó un enorme abanico de plumas para impulsar el humo directamente al rostro del mocetón.

El joven parpadeó, dio un respingo e inhaló profundamente.

—¡Aparta esa cosa de nosotros! —instó Kit y, cuando el acólito no reaccionó con bastante rapidez para complacerla, la mujer le dio un empellón que casi lo hizo dar con sus huesos en el suelo.

Kit agarró a Caramon, que se había desplazado hacia la derecha, tambaleándose como si estuviera ebrio. Lo arrastró consigo y se mezcló rápidamente con la multitud que entraba en el templo. Raistlin se abrió hueco entre los cuerpos apiñados para no separarse de sus hermanos.

Entraron en un amplio pasillo que desembocaba en un espacioso ruedo situado exactamente debajo de la cúpula.

Unas gradas de granito formaban un círculo alrededor de un aislado escenario central. Los clérigos guiaban a la gente hacia los asientos, instándola a avanzar hacia el centro para acomodar al resto de la multitud.

—¡Allí está Sturm! —dijo Kit.

Haciendo caso omiso de las instrucciones de un clérigo, bajó varios escalones para llegar a la primera grada. Caramon la siguió con pasos tambaleantes.

—Me siento muy raro —le confesó a su gemelo mientras se llevaba la mano a la cabeza—. Todo me da vueltas.

—Te advertí que no respiraras el humo —rezongó Raistlin, que tuvo que esforzarse para dirigir los inseguros pasos de su hermano.

—¿Qué era esa porquería? —preguntó Kit, mirando hacia atrás a sus hermanos.

—Están quemando semillas de adormidera. El humo que sueltan produce una sensación de agradable euforia. Me parece muy interesante que a Belzor parezca gustarle tener a sus fieles sumidos en un estado de aturdimiento inducido con narcóticos.

—Sí, muy interesante —se mostró de acuerdo Kit—.

¿Qué pasará con Caramon? ¿Se pondrá bien? El mocetón exhibía una tonta sonrisa y canturreaba para sí una tonada.

—Los efectos remitirán al cabo de un tiempo —explicó Raistlin—. Pero no podemos contar con él para llevar a cabo ninguna acción durante una hora o más. Siéntate, hermano.

No es el momento ni el lugar para ponerte a bailar.

—¿Qué ha pasado ya? —le preguntó Kit a Sturm, quien había reservado asientos en primera fila, pegados al escenario.

—Nada de interés —respondió el joven.

No era necesario que hablaran en voz baja ya que el ruido era ensordecedor en la sala. Afectada por el humo, la gente estaba aturdida y reía y llamaba a voces a los amigos mientras los clérigos los instalaban en sus asientos.

—Llegué temprano. ¿Qué le pasa a todo el mundo? —Sturm miraba en derredor con gesto de desaprobación—.

¡Esto parece más una taberna que un templo! —Asestó a Caramon una mirada reprobadora.

—¡No estoy borracho! —protestó, indignado, el mocetón, que al momento resbalaba del asiento al suelo. Se incorporó y se frotó las posaderas mientras reía tontamente.

—Es por los braseros que hay encendidos ahí fuera. Están soltando algún tipo de humo tóxico —explicó Kit—. Tú no lo respiraste, ¿verdad?

—No. —Sturm sacudió la cabeza—. Los estaban preparando cuando entré. Pero ¿dónde está Tanis? Creí que iba a venir.

—Al kender lo arrestaron —mintió Kit con facilidad—.

Tanis tuvo que ir a sacarlo de la cárcel.

Sturm tenía un gesto serio. Aunque apreciaba a Tasslehoff, la costumbre de «tomar prestadas» cosas de otros lo consternaba. Siempre estaba sermoneando a Tas sobre la inmoralidad del robo, citando pasajes de un código de leyes solámnico que se llamaba la Medida. El kender lo escuchaba con los ojos muy abiertos y aire serio; convenía en que robar era un pecado terrible y añadía que no podía imaginar qué clase de persona perversa sería capaz de marcharse con las posesiones más preciadas de otro. Llegados a este punto, Sturm descubría que le faltaba la daga o la bolsa del dinero o el queso que iba a tomar en la comida. Los objetos desaparecidos se encontraban en la persona del kender, quien había aprovechado la perorata para apropiarse de ellos.

En vano, Tanis había aconsejado a Sturm que estaba perdiendo el tiempo. Los kenders eran kenders y habían sido así desde los tiempos de la Gema Gris, y nadie podía cambiarlos.

El aspirante a caballero sentía que era su deber intentar que al menos uno de ellos cambiara, pero hasta ese momento no había tenido mucha suerte en su empresa.

—Quizá Tanis venga más tarde —dijo—. Le reservaré un asiento.

Kit se encontró con la mirada de Raistlin y esbozó su sesgada sonrisa.

Una vez que estuvieron acomodados, con Caramon sentado entre Kit y él, Raistlin tuvo ocasión de inspeccionar el entorno. La parte central del recinto estaba tenuemente iluminada por cuatro braseros colocados en el suelo del círculo interior; el joven husmeó con cuidado, tratando de detectar el olor que lo había puesto sobre aviso de la presencia del opiáceo. No percibió ningún aroma fuera de lo normal. Al parecer, los clérigos buscaban tener relajada a la gente, no aletargada.

El brillo de los braseros iluminaba una gran estatua de una serpiente que se erguía al costado del círculo central. La estatua estaba burdamente tallada y, bajo una luz directa, habría parecido grotesca e incluso ridícula. Pero vista con el brillo parpadeante del fuego resultaba imponente, en especial los ojos, que estaban hechos con vidrio y reflejaban la

luz de las llamas. Esos ojos relucientes otorgaban a la gigantesca cobra un aspecto aterrador y la hacían parecer una criatura viva. Varios niños del público lloriqueaban, y más de una mujer había gritado al verla por primera vez.

Alrededor del círculo central había extendida una cuerda que impedía el acceso de la multitud al interior, y en varios puntos se encontraban apostados clérigos con el mismo propósito.

Sólo había otro objeto en el centro del círculo: una silla de respaldo alto.

—Eso es una serpiente grande, ¿no? —inquirió Caramon en voz alta, con la mirada prendida en la estatua de ojos de cristal.

—¡Chitón, hermano! —Raistlin le dio un pellizco a su gemelo en el brazo.

—¡Cierra el pico! —masculló Kit desde el otro lado a la par que clavaba el codo en las costillas del mocetón.

Caramon se calmó, aunque rezongando para sí, y no volvieron a oírlo hasta que la cabeza se inclinó sobre el ancho pecho y empezó a roncar. Kit lo recostó contra la grada de granito que se alzaba detrás de ellos y puso toda su atención en el círculo central.

Las puertas se cerraron con un golpe resonante que sobresaltó a los asistentes. Los clérigos ordenaron guardar silencio.

Tras muchas toses, susurros y pies moviéndose con impaciencia, la multitud se aquietó y aguardó los prometidos milagros.

Dos flautistas entraron en el círculo y empezaron a tocar una melodía gemebunda; las puertas que había a ambos lados de la estatua se abrieron y dieron paso a una procesión de clérigos y sacerdotisas vestidos con túnicas de color azul cielo. Cada uno de ellos llevaba una cobra enroscada en un cesto. Raistlin estudió atentamente a las sacerdotisas, buscando a la viuda Judith.

Sufrió un desengaño al no encontrarla entre ellas. La música de flautas se tornó más vivaz, y las cobras levantaron las cabezas y empezaron a mecerlas atrás y adelante acompañando los movimientos de quienes las portaban. Raistlin había leído un informe en uno de los libros de maese Theobald sobre el encantamiento de serpientes, una práctica desarrollada entre los elfos, los cuales no mataban a ningún ser

vivo mientras pudieran evitarlo, y que utilizaban para desembarazarse de los mortales ofidios en sus jardines.

Según el libro, el encantamiento no era de naturaleza mágica.

Era posible poner en trance a las serpientes mediante la música, algo que a Raistlin le resultó difícil dar crédito en aquel momento. Ahora, viendo a las cobras y su reacción a los cambios de la música de flauta, empezaba a pensar que podía haber algo de cierto en ello.

El auditorio estaba impresionado; la gente ahogaba exclamaciones de temor reverencial y horror. Las mujeres se recogían las faldas alrededor de los tobillos y ponían a los niños en su regazo. Los hombres mascullaban y se llevaban la mano a los cuchillos. Por su parte, los clérigos se mostraban despreocupados, serenos. Cuando la danza en honor de la estatua finalizó, soltaron los cestos con las serpientes en el suelo del círculo. Las cobras permanecieron en el interior de los canastos, moviendo la cabeza atrás y adelante con un ritmo hipnótico. Las personas que estaban sentadas en primera fila contemplaron cautelosamente a los ofidios.

Los clérigos y las sacerdotisas formaron un semicírculo alrededor de la estatua y empezaron a cantar... El cántico estaba dirigido por un hombre de mediana edad, con el largo y negro cabello salpicado de canas. Su túnica era de un tono más oscuro que las de los otros clérigos y estaba hecha con una tela más fina. Lucía una cadena de oro alrededor del cuello, de la que colgaba la imagen de una cobra. Se corrió la voz de que aquél era el sumo sacerdote de Belzor.

Su expresión era afable, serena, aunque Raistlin advirtió que sus ojos eran muy semejantes a los de la estatua; reflejaban la luz sin dar nada de sí mismos. El hombre recitaba el cántico con una cadencia monótona, hipnótica, que resaltaba de vez en cuando con un grito o extraños movimientos cuyo propósito tal vez fuera despabilar a aquellos asistentes que estuvieran amodorrados.

El cántico siguió y siguió monótonamente, pasando de ser ligeramente molesto a un sonido muy irritante que ponía los nervios de punta.

—Esto es intolerable —masculló Sturm.

Raistlin no podía estar más de acuerdo con él. Entre el sonido repetitivo, el humo de los ardientes braseros y el tufo

de varios cientos de personas apiñadas en una sala sin ventanas, notaba que cada vez le costaba más respirar. Le dolía la cabeza y sentía la garganta como si la tuviera en carne viva.

No sabía cuánto más podría aguantar; esperaba que la ceremonia acabara pronto porque temía ponerse enfermo y verse obligado a marcharse sin haber localizado a Judith.

Además, todavía tenía que presenciar los pretendidos milagros

El cántico cesó de manera repentina. Sonó un suspiro colectivo, aunque Raistlin no habría sabido decir si estaba motivado por la veneración o por el alivio. Una puerta secreta, localizada en la propia estatua, se abrió y una mujer entró en el círculo.

Raistlin se echó hacia adelante, observándola atentamente.

La reconoció enseguida a pesar de los años transcurridos desde la última vez que la había visto. Empero, tenía que estar completamente seguro, así que cogió el brazo de Caramon y sacudió a su gemelo para despertarlo.

—¿Eh? —Caramon miró en derredor, aturdido. Enfocó los ojos y se sentó más erguido. Tenía la mirada prendida en la sacerdotisa que acababa de hacer su aparición, y Raistlin supo por la repentina rigidez en el cuerpo de su hermano que Caramon también la había reconocido.

—¡La viuda Judith! —dijo el mocetón con voz ronca.

—¿Es ella? —inquirió Kit—. Sólo la vi una vez. ¿Estás seguro? —Dudo que pueda olvidarla jamás —repuso Caramon, sombrío.

—También la reconozco yo —manifestó Sturm—. Esa es la mujer a la que conocíamos como la viuda Judith.

Kit sonrió, complacida. Se cruzó de brazos y se recostó cómodamente en la grada de atrás, con una pierna apoyada sobre la rodilla de la otra, puesta toda su atención en la sacerdotisa, como si no hubiera nadie más en el templo.

También Raistlin observaba intensamente a Judith a pesar de que la presencia de esa mujer le traía recuerdos muy dolorosos. Esperó a verla realizar el milagro.

La suma sacerdotisa iba vestida con una túnica azul cielo similar a las que llevaban los otros, salvo por dos excepciones: la suya estaba pespunteada con hilo de oro y las mangas,

en lugar de ir ajustadas como las de los demás, eran muy amplias. Cuando extendió los brazos, las mangas ondearon, otorgándole un aspecto escalofriante, inhumano. A ello contribuía su piel extremadamente pálida, una lividez que Raistlin sospechó que tenía mucho que ver con una hábil utilización de polvo de tiza. La mujer había oscurecido el borde de las pestañas con kohl y se había frotado los labios con un tinte rojo para hacerlos resaltar en la titilante luz.

Llevaba retirado el pelo de la cara, sujeto tan prietamente que atirantaba la piel de los pómulos y alisaba muchas de sus arrugas, de modo que la hacía parecer más joven. Ofrecía un aspecto impresionante que el público, en su estado de estupor narcótico, apreció al máximo. Se alzaron murmullos de admiración y temor reverencial en toda la sala.

Judith alzó las manos para imponer silencio, y el auditorio obedeció. Reinó un intenso silencio que no rompió ni una tos, ni un llanto infantil.

—Aquellos peticionarios que han sido considerados aptos pueden acercarse ahora para hablar con quienes han pasado al más allá —anunció el sumo sacerdote. Tenía la voz rara, con un timbre excesivamente agudo para un hombre de su corpulencia.

Ocho personas, a las que se había conducido dentro de una especie de jaula que había a un extremo de la sala, empezaron a descender por los escalones de las gradas en fila india, guiadas por los clérigos. No se les permitió pisar el suelo del círculo, sino que tuvieron que pararse ante la cuerda que les cerraba el paso.

Seis eran mujeres de mediana edad, vestidas con negras ropas de luto. Parecían mostrar una complacida prepotencia mientras acompañaban a los clérigos. La séptima era una joven no mucho mayor que Raistlin; su pálido semblante denotaba un gran agotamiento, y de vez en cuando se llevaba las manos a los ojos. También vestía ropas de luto; obviamente, su dolorosa pérdida era reciente. El octavo era un fornido granjero cuarentón; estaba tan inmóvil como una estatua de piedra y miraba fijamente al frente, conservando el gesto impasible como para no dejar ver ninguna emoción.

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