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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (16 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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No obstante, Raistlin había metido el pie entre el marco y la hoja de madera, y su mano aferró rápidamente el tirador.

—¿Puedo presentaros a mi hermano, señor? ¡Caramon, acércate!

El mocetón se dirigió hacia ellos obedientemente, agachó la cabeza y sonrió con azoramiento.

—¿Estás seguro de que es quien dice ser? —preguntó el mago, que observaba a Caramon con gran desconfianza.

—Oh, sí, estoy seguro de que es mi hermano —contestó Raistlin mientras se preguntaba, intranquilo, si iba a tener que tratar con un lunático—. Si nos miráis con detenimiento, advertiréis el parecido. Somos gemelos.

Caramon quiso cooperar intentando parecerse lo más posible a su hermano; por su parte, Raistlin trató de imitar la sonrisa abierta y honrada de Caramon. Lemuel los observó largos segundos durante los cuales Raistlin temió que estallaría por la tensión de esta extraña entrevista.

—Supongo que sí. —El mago no parecía muy convencido—.

¿Os ha seguido alguien?

—No, señor —contestó Raistlin—. ¿Quién iba a querer seguirnos? Casi todo el mundo está en el recinto ferial.

—Están por todas partes, ¿sabes? —observó lúgubremente Lemuel—. Sin embargo, supongo que tienes razón.

—Escudriñó larga e intensamente la calle—. ¿Le importaría a tu hermano ir a comprobar que no hay nadie escondido en la sombra de aquel edificio?

Caramon parecía muy sorprendido pero, ante el gesto impaciente de su hermano, hizo lo que le pedía. Desanduvo el camino calle arriba hasta una destartalada choza y registró no sólo la sombra sino el interior del propio edificio. Salió a la calle y levantó las manos a la par que se encogía de hombros para indicar que no había visto nada.

—¿Os convencéis, señor? Estamos solos. —Llamó a su hermano con un gesto—. La nueza negra es excelente. La he utilizado con éxito para curar cicatrices y heridas cerradas en falso.

Raistlin levantó la mano, mostrando la planta que reposaba en su palma. Lemuel la miró con profundo interés.

—Sí, he leído algo al respecto, pero nunca la había visto.

¿Dónde la encontraste?

—Si pudiéramos entrar, señor...

Lemuel estrechó los ojos para mirar a Raistlin, luego bajó la vista, anhelante, a la pequeña planta, y tomó una decisión.

—De acuerdo. Pero sugiero que dejes a tu hermano apostado fuera para que vigile. Todas las precauciones son pocas.

—Desde luego —aceptó Raistlin, tan aliviado que le

temblaban las piernas.

El mago hizo pasar al joven y cerró la puerta con tanta premura que pilló el repulgo de la túnica de Raistlin entre la hoja y el marco, por lo que se vio obligado a abrirla de nuevo.

Con su gemelo dentro ya de la casa, Caramon deambuló sin rumbo fijo unos instantes a la par que se rascaba la cabeza tratando de decidir qué hacer. Finalmente encontró un sitio para sentarse en un muro derrumbado y se dispuso a vigilar, aunque no tenía muy claro qué era lo que tenía que avizorar ni qué debía hacer si lo veía.

Dentro de la tienda del mago estaba oscuro. Las contraventanas cerradas impedían el paso de la luz del día, así que Lemuel encendió dos velas, una para él y otra para Raistlin.

A la luz de las bujías, el joven vio con consternación que todo estaba desordenado, con cajas medio llenas y barriles repartidos aquí y allí. Las estanterías se encontraban vacías, ya que casi toda la mercancía había sido empaquetada.

—S é que un conjuro de luz resultaría más eficaz y menos costoso —confesó Lemuel—, pero su acoso me ha alterado tanto que he sido incapaz de practicar mi magia desde hace un mes. Aunque, para ser sincero, tampoco era muy bueno en el arte, no te equivoques. —Soltó un profundo suspiro.

—Disculpad, señor, pero ¿quién os ha estado acosando?

—Belzor —respondió el mago en voz baja mientras echaba rápidas ojeadas a la oscura habitación, como si temiera que el dios pudiera saltar sobre él desde cualquier estantería.

—Ah.

—Conoces a Belzor, ¿verdad, joven?

—Me topé con uno de sus clérigos nada más entrar en la ciudad. Me advirtió que la magia era maligna y me instó a ir al templo.

—¡No lo hagas! —gritó Lemuel, estremeciéndose—. Ni siquiera te acerques a ese sitio. ¿Sabes lo de las serpientes? —Vi que llevaban cobras en los brazos —contestó Raistlin—.

Supongo que tienen los colmillos arrancados.

—¡En absoluto! —Lemuel volvió a temblar—. Esas serpientes son mortalmente venenosas. Los clérigos las atraparon en las Praderas de Arena. Se considera una prueba de fe ser capaz de agarrar las serpientes sin que los muerdan.

—¿Y qué ocurre con los que les falta fe?

—¿Qué supones tú que les ocurre? Son castigados. Me lo contó un amigo que estaba presente durante una de sus reuniones.

Intenté asistir a una, pero no me permitieron entrar porque, según ellos, contaminaría la pureza de su templo. Me alegro de no haberlo hecho. Ese mismo día, una de las serpientes mordió a una joven. Murió en cuestión de segundos.

—¿Y qué hicieron los clérigos? —preguntó Raistlin, conmocionado.

—Nada. La suma sacerdotisa dijo que era la voluntad de Belzor. —Lemuel se estremeció de tal modo que la llama de la vela titiló—. Ahora sabes por qué pedí que tu hermano montara guardia. Vivo con el miedo cerval de despertar una mañana y encontrar a una de esas cobras en mi cama. Pero no estaré sometido a ese terror mucho tiempo. Han ganado.

Me doy por vencido. Como verás —movió una mano en dirección a las cajas—, voy a trasladarme. —Acercó más la vela—. ¿Puedo echar un vistazo a esa nueza negra?

Raistlin le entregó el pequeño paquete.

—¿Qué os han hecho? —Tuvo que repetir varias veces la pregunta y dar un ligero empujón a Lemuel antes de conseguir que el mago dejara de examinar la planta y le prestara atención.

—La suma sacerdotisa en persona vino a verme. Me dijo que cerrara la tienda o que afrontara la cólera de Belzor. Al principio me resistí, pero entonces se volvieron más desagradables y peligrosos. Los clérigos se apostaban a la puerta y cuando venía alguien gritaban que yo era un instrumento del Mal.

»¡Yo, un instrumento del Mal! —musitó Lemuel—. ¿Te lo imaginas? Pero los clérigos asustaron a la gente, que dejó de venir. Y entonces, una noche, encontré la piel de una serpiente colgando en la puerta. A continuación cerré la tienda y decidí trasladarme.

—Disculpadme si os parezco irrespetuoso, señor; pero, si los teméis ¿por qué intentasteis ir a su templo?

—Pensé que podría aplacarlos, que quizá podría fingir que estaba de acuerdo con ellos para así evitar que siguieran hostigándome. Fue inútil. —Lemuel sacudió tristemente la cabeza—. Lo del traslado no es tan mala idea. En realidad, la tienda de productos de magia nunca dio mucho dinero. Son las hierbas y plantas lo que echaré de menos. Las estoy sacando de la tierra con la esperanza de trasplantarlas, pero me temo que perderé la mayoría.

—¿Decís que la tienda no era productiva? —inquirió Raistlin recorriendo atentamente con la mirada las estanterías.

—Podría haberlo sido si viviera en una ciudad como Palanthas, pero ¿aquí, en Haven? —Lemuel se encogió de hombros—. La mayoría de lo que vendí procedía de la colección de mi padre. Era un notable hechicero, un archimago.

Quería que siguiera sus pasos, pero la empresa me venía demasiado grande. No estaba hecho para ello, simplemente.

Mi ilusión era ser granjero. Tengo muy buena mano con las plantas. Pero mi padre no quiso oír una palabra al respecto e insistió en que estudiara magia. No era muy bueno en el arte, pero conservé la esperanza de mejorar con la edad.

»Sin embargo, cuando por fin fui lo bastante mayor para someterme a la Prueba, el Cónclave no me lo permitió. Par-Salian le dijo a mi padre que consentirlo sería tanto como un asesinato. Fue una gran decepción para mi padre, que se marchó de casa ese mismo día, hace unos veinte años, y desde entonces no he vuelto a saber de él.

Raistlin apenas estaba prestando atención a Lemuel. No tenía más remedio que admitir que el viaje había sido en vano.

—Lo lamento —dijo, pero era más por sí mismo que por el mago.

—No tienes por qué —respondió alegremente el hombre—.

A decir verdad, fue un alivio para mí ver marcharse a

mi padre. El día que partió roturé la tierra del patio y puse en marcha el jardín. Y hablando de ello, deberíamos meter esta planta en agua inmediatamente.

Lemuel se dirigió a la cocina, que estaba en la trastienda.

Allí las contraventanas estaban abiertas, dejando pasar la luz del sol, y Lemuel apagó la vela de un soplido.

—¿Qué clase de mago era vuestro padre? —preguntó Raistlin, haciendo otro tanto con su bujía.

—Un mago guerrero —contestó Lemuel, que manejaba con toda clase de cuidados la nueza negra—. Es realmente bonita. ¿Dices que la estás cultivando? ¿Qué tipo de fertilizante utilizas?

Un mago guerrero...

En la mente de Raistlin cobró forma una idea. Se vio obligado a hablar de plantas durante unos minutos, pero enseguida condujo la conversación de vuelta al archimago.

—Estaba considerado uno de los mejores —dijo Lemuel.

Era obvio que se sentía orgulloso de su padre y que no le guardaba rencor. Su rostro se alegraba cuando hablaba de él—. Los elfos silvanestis lo invitaron una vez para que los ayudara a combatir a los minotauros. Los silvanestis son muy engreídos y casi nunca se relacionan con los humanos.

Mi padre decía que era un honor. Estaba inmensamente complacido.

—¿Vuestro padre se llevó sus libros de hechizos cuando se marchó? —preguntó, vacilante, Raistlin, sin atreverse al albergar esperanzas.

—Algunos, estoy seguro. Sin duda, los más poderosos.

Pero no se molestó en cargar con los demás. Supongo que se mudó a la Torre de Wayreth y, en tal caso, comprenderás que realmente no necesitaba ninguno de sus libros de hechizos elementales. ¿Qué tipo de tierra me recomendarías?

—Alguna con cierto componente arenoso. ¿Todavía los tenéis? Me refiero a los libros. Me gustaría verlos.

—Por el bendito Gilean, sí, aún siguen aquí. No tengo ni idea de cuántos hay ni si tienen importancia. Los magos con los que tengo trato o, más bien, con los que tenía trato —Lemuel volvió a suspirar— no están interesados en el combate mágico.

»Los elfos vienen a menudo por aquí, la mayoría de Qualinesti en la actualidad. A veces les hace falta lo que ellos denominan «magia humana» y en otras ocasiones vienen por mis hierbas. Nunca se te habría pasado por la cabeza algo así, ¿verdad, jovencito? Lo digo porque a los elfos se les da muy bien lo de las plantas. Pero me contaban que tengo varias especies que no han sido capaces de cultivar. Uno de ellos, un hombre joven, solía decir que por mis venas debía de correr algo de sangre elfa. También es mago. A lo mejor lo conoces. Se llama Gilthanas.

—No, señor, lo siento.

—Es lo que suponía. Y, por supuesto, no tengo ni gota de sangre elfa. Mi madre nació y creció aquí, en Haven, y era hija de un granjero. Tuvo la mala fortuna de ser extraordinariamente hermosa y eso fue lo que atrajo a mi padre. De otro modo, yo habría sido el hijo de algún honrado granjero, estoy seguro. No fue muy feliz con mi padre. Vivía con el permanente temor de que incendiara la casa. ¿Dices que utilizas la nueza negra para cerrar heridas? ¿Con qué parte? ¿Con el jugo de las bayas o machacando las hojas?

—Referente a esos libros... —insinuó Raistlin cuando finalmente satisfizo la curiosidad de Lemuel sobre el cuidado, la nutrición y los usos de la nueza negra.

—Oh, sí. Están en la biblioteca. En el piso de arriba, por el pasillo, la segunda puerta a la izquierda. Yo voy a poner la planta en una maceta. Considérate en tu casa. ¿Crees que a tu hermano le apetecerá comer algo mientras monta guardia?

Raistlin subió rápidamente la escalera, fingiendo no haber oído la pregunta de Lemuel, que quería saber si a la nueza negra le convenía un lugar soleado o parcialmente umbrío. Fue directamente a la biblioteca, atraído hacia ella por el susurrante canto de la magia, una música incitante, tentadora. La puerta estaba cerrada, pero no con llave. Los goznes chirriaron cuando Raistlin la abrió.

El cuarto olía a moho y a humedad; evidentemente, no lo habían ventilado desde hacía años. Raistlin pisó excrementos secos de ratón, y unas pequeñas formas oscuras se escabulleron hacia los rincones al entrar en la habitación. Se preguntó qué encontrarían los ratones para comer en este lugar

y deseó fervientemente que no fueran las páginas de los libros de hechizos.

La biblioteca era pequeña, y en ella había un escritorio, estantes de libros y un armazón de madera con huecos para los rollos de pergamino. Estos estaban vacíos, para desilusión de Raistlin, aunque no lo sorprendía. Los conjuros mágicos escritos en pergaminos se leían en voz alta por quienes tenían conocimientos del lenguaje arcano de la hechicería.

Precisaban mucha menos energía y nivel de destreza que los requeridos para ejecutar un conjuro «manual», según se decía.

Hasta un principiante como Raistlin podía utilizar el hechizo plasmado en un pergamino por un archimago, siempre y cuando el novicio supiera cómo pronunciar las palabras correctamente.

Por lo tanto, los pergaminos eran muy valiosos y se guardaban celosamente. Se los podía vender a otro mago si al propietario no le eran de utilidad. El archimago debía de habérselos llevado consigo.

Pero sí había dejado muchos libros.

Había algunos tirados en el suelo, desperdigados y abiertos por alguna página, boca abajo, como si se los hubiera examinado y después descartado. Raistlin veía huecos en las estanterías, donde el archimago, presumiblemente, había sacado algún volumen valioso, mientras que los que no precisaba quedaban enmoheciéndose en los estantes.

Estos ejemplares abandonados, con la blanca encuadernación ahora convertida en un triste y sucio gris, las páginas amarillentas, habían sido considerados carentes de valor por su antiguo propietario. Empero, a los ojos de Raistlin los libros brillaban con un resplandor más intenso que el tesoro escondido de un dragón. La emoción lo abrumaba, y el corazón le latía tan deprisa que la cabeza empezó a darle vueltas, a punto de desmayarse.

La repentina debilidad que se apoderó de él lo asustó.

Tomó asiento en una silla desvencijada y respiró hondo varias veces. Se atragantó y tosió, y le costó recobrar el aliento.

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